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Control de la inmigración: proteccionismo o nativismo


Sergio Fernández Riquelme | 08/05/2021

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La defensa de la identidad nacional ante el fenómeno migratorio contemporáneo es otro de los elementos centrales de los movimientos soberanistas e identitarios, aunque con varias posiciones ideológicas o políticas legitimadora (muchas veces interrelacionadas): nativismo (etnicista o nacional) y proteccionismo (económico, cultural o social).

El nativismo etnicista o nacionalista encuentra su manifestación contemporánea más visible en la teoría del «gran reemplazo» (Le grand remplacement), desde la experiencia francesa y más allá de los minoritarios partidos de extrema derecha del siglo XX. La destrucción de la Familia (fomentando el individualismo y cambiando su estatuto jurídico) y la inmigración masiva (desde la interculturalidad o la multiculturalidad) se combinaban en las políticas globalistas para cambiar la identidad de las naciones europeas. Bajo esta teoría, los hombres y mujeres blancas y cristianas debían ser ahora minoría, para asegurar el poder de las grandes instituciones y empresas transnacionales; un «genocidio blanco» como defendían sus primeros grandes promotores: Jean Raspail (Le Camp des Saints, 1973) y Renaud Camus (Du Sens, 2002). Idea defendida posteriormente por movimientos como Pegida (Alemania) y Les Identitaires (Francia), y diferentes intelectuales especialmente ante la considerada como la masiva y transformadora inmigración musulmana. Y que incluso era valorada por el pensador izquierdista francés Michel Onfray, señalando que los hechos demostraban un «gran reemplazo espiritual», ya que “el colapso del judeocristianismo es evidente” ante la «fuerte espiritualidad sustituta, el Islam», impulsada por la «migración de reemplazo» defendida por la misma ONU desde 2011.

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La demógrafa Michèle Tribalat subrayaba, asimismo, que esta teoría no era racista como se denunciaba al ser esgrimida por individuos extremista, sino resultaba «asimilacionista» en el sentido más estricto de la tradición francesa: «nativos» que representaban los valores culturales de su pueblo y emigrantes «asimilados» que se integran perfectamente en la nueva nación (…). Posteriormente se desarrolló la idea de «Eurabia», concepto creado por Bat Ye’or (seudónimo de la intelectual suizo–judía Gisele Littman) en su libro Eurabia: The Euro–Arab Axis (2005) y popularizado también por la italiana Oriana Fallaci:
“Europa ya no es más Europa, es Eurabia, una colonia del islam, donde la invasión islámica no se lleva a cabo solo en un sentido físico, sino también mental y cultural» (Carr, 2005).

En su famoso y denunciado libro La rabia y el orgullo (2001), Fallaci atacaba directa y públicamente al Islam, acusándolo de totalitario al justificar la opresión sociocultural, impulsar el terrorismo, y fomentar la invasión migratoria. Crítica directa a una cultura que amenazaba la vida e identidad propia de Occidente, especialmente tras los atentados del 11–S en Nueva York. Pero una reprobación que extendía, también, a los aliados occidentales tolerantes y a los tibios multiculturales incapaces de oponerse a su intimidación, que ponía en peligro las libertades que habían construido el sistema liberal–capitalista (de manera destacada desde los Estados Unidos en las últimas décadas) y la tradición cristiana (siendo ella abiertamente atea y orgullosa de su padre partisano, pero consciente de la herencia común y admiradora declarada del papa Benedicto XVI en su texto La forza della ragione).

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Nativismo que superaban, progresivamente, temas raciales o étnicos, hablando ahora en clave cultural (con sus ramificaciones económicas y culturales): reivindicación del ascendiente histórico o la defensa del estilo de vida propio de las naciones occidentales, básicamente ante la presión migratoria musulmana y el terrorismo yihadista en Europa y América, como denunciaba en «Londonistan» Melanie Phillips (2006) y «Europeistán» Rafael Bardají (2007). Se hablaba de «la amenaza a la libertad del Islam radical» por parte de Bruce Bawer, de la «incompatibilidad de Occidente y el Islam» por Mark Steyn, de que «Europa será islámica para fines de siglo» por Bernard Lewis, o de que asistíamos a «los últimos días de Europa» por Walter Laqueur.

Pero el enemigo no era simplemente los migrantes concretos (violentos, terroristas, inadaptados) o de regiones determinadas (fundamentalmente musulmanas, o de culturas poco integrables); era algo más, y era propio de las sociedades occidentales: el multiculturalismo. Un ideal y una praxis que creaban políticos e ideologías globalistas que ponían en peligro la unidad, la igualdad y la libertad en Occidente, como falsa tolerancia que fragmentaba paulatinamente a la comunidad. Y así lo puso de manifiesto el sociólogo y politólogo italiano Giovanni Sartori, en su trascendental texto Pluralismo, multiculturalismo e estranei (2001).

El pluralismo posmoderno había dejado atrás la diversidad de talentos y libertades, por una mezcla de subculturas antagónicas y divisivas en nombre de la tolerancia y el consenso. Para Sartori, en las viejas comunidades pluralistas se combinaba la existencia de asociaciones voluntarias y de afiliaciones múltiples, integrándose las identidades lingüística, étnica o religiosa en colectividades nacionales que establecían ciertas líneas de división «transversales y cruzadas» (Sartori, 2001:49–50); era, por tanto, una concepción liberal sobre la convivencia de distintas razas, creencias y costumbres basadas en la tolerancia recíproca de cada una de ellas, dispuestas a acatar las instituciones o reglas del juego vigentes donde residían.

Pero el multiculturalismo era su alter ego ideológico y práctico: una concepción neomarxista para Sartori que «sustituía la lucha de clases por una lucha contra la cultura dominante», rechazando el respeto recíproco y buscando la separación más que la integración (Sartori, 2001: 65–68). El terrorismo islamista o los guetos crecientes, en contra o al margen de la cultural común y realmente integradora y tradicional de la mayoría, eran dos muestras del peligro multicultural y de la convivencia separada en tribus, clanes y fidelidades que negaban la diversidad individual basada en el mérito y la capacidad (Sartori, 2001: 70–80).

Pero existían diferencias de fondo entre las diferentes propuestas nativistas: intelectuales y partidos más liberales o más tradicionales, ligados a bagajes laicos o a raigambres religiosas a la hora de definir la identidad a defender. Por ejemplo, en Holanda el político Geert Wilders y su Partido por la Libertad (PVV) mantiene un discurso abiertamente antimusulmán como defensa de la libertades sociales y morales más amplias (como la misma ideología de género) amenazadas por los inmigrantes de tal religión (como denunció en su película Fitna de 2008, o comparando el Corán con el texto hitleriano Mein Kampf). Posiciones antiinmigración muy liberales en lo social y laicas en lo moral compartidas, plenamente, por varias formaciones del mundo nórdico (como el Partido popular danés) y en medida variable por sus socios del grupo europarlamentario Identity and democracy (ID): los Verdaderos finlandeses, el FPÖ austriaco, los flamencos de Vlaams Belang, los checos de Libertad y Democracia, los estonios de EKRE, los alemanes de AfD y la Lega italiana.

Y de otro lado encontramos un proteccionismo cultural más ligado a filiaciones religiosas y a los valores tradicionales. Visible en los citados casos de Polonia y Hungría (que encabezaron el rechazo al reparto de inmigrantes ilegales por la Unión Europea tras la crisis de 2015), o en formaciones políticas occidentales como la italiana Fratelli, la española Vox o la helena Solución griega. Una tendencia presente en buena parte del grupo European Conservatives and Reformists (ECR), y en algunos miembros de los grupos popular (en Europa oriental) o verdes (fundamentalmente los partidos «campesinos» bálticos).

Estas posiciones culturales nativistas se entrelazaban, por ello, en los debates intelectuales de autores que también procedían del universo conservador, liberal e incluso socialdemócrata más clásico, como demostraba nuevamente el llamado «caso francés». El historiador Éric Zemmour, en Le suicide français (2014), defendía que la inmigración masiva y musulmana deshacía y dividía a Francia, ya que la multiculturalidad era el gran símbolo de la «pérdida de la nación», reemplazando a las familias nativas francesas por grupos de inmigrantes y diluyendo el sentimiento de pertenencia nacional al asumir «la revancha de los partidores de la Argelia francesa sobre el general De Gaulle». Una catástrofe donde «la inmigración cambiará la cara de Francia», impidiendo la integración real y la unidad nacional, ya que la «asimilación está haciéndose al revés». Al contrario, eran los franceses los que debían adaptarse al extranjero, y por ello los gobiernos creaban, con sus campañas de «puertas abiertas» y ayudas sociales a clanes de inmigrantes que no se asimilaban, «un pueblo diferente dentro del pueblo francés» (Zemmour, 2014).

Asimismo, el novelista Michel Houellebecq en Soumission (2015), entre el existencialismo individual y la religiosidad colectiva, narraba una historia futura y posible de Francia. El país, al borde de la guerra civil, se convertía inevitablemente un Estado islámico (con poligamia incluida) tras el cambio demográfico y el triunfo electoral de Mohammed Ben Abbes, candidato de la imaginaria Fraternidad Musulmana. Distopía donde el protagonista, François, buscaba su identidad personal como hombre (ante el feminismo), como creyente (ante el laicismo) y como francés (ante la transformación); quizás como también hacía el propio autor ante la «aceleración histórica» que veía en el horizonte:
«No tomo partido, no defiendo ningún régimen. Deniego toda responsabilidad. He acelerado la historia, pero no puedo decir que sea una provocación, porque no digo cosas que considere falsas sólo para poner nerviosos a los demás» (Houellebecq, 2015).

Y se interrogaba también por esta cuestión el intelectual Alain Finkielkraut, que, desde una doble pertenencia judía y francesa, defendía la noción de identidad nacional basada en la «asimilación» integradora e «hija de la igualdad» (mezcla desde la laicidad), en peligro por un «universalismo» multicultural basado en la inmigración irracional aceptada por los países europeos por el complejo de culpa de su pasado colonial. Como analizaba en L’identité malheureuse (2014) «el universalismo es una ilusión», ya que lo único que provocaba era la difusión de los particularismos, la desaparición de la noción de «franceses autóctonos» (galos), la sacralización de «la alteridad» que impedía una verdadera unidad nacional y la distinción disgregadora de los seres humanos ante una pertenencia y origen diferenciado (Finkielkraut, 2014).

Y también se añadía a estas posiciones el ingrediente económico. La protección de las fronteras suponía, además la defensa, del empresario local, el trabajador patrio y la producción nacional frente a competencias desleales de trabajadores precarios y de negocios extranjeros. El Soberanismo añadía que los globalistas se aprovechaban de las fronteras descontroladas: querían personas con graves necesidades que serían mano de obra barata y conllevarían la precarización de las condiciones de trabajo de los demás trabajadores. En Estados Unidos el programa America first de Donald Trump asumía este principio, junto a temas de seguridad, desde terminar el muro con México (iniciado por el demócrata Bill Clinton), aumentar las repatriaciones (aunque sin llegar a los niveles del también demócrata Obama) o prohibir la entrada de nacionales de países considerados peligrosos (especialmente musulmanes), hasta la subida de aranceles o el endurecimiento para obtener la famosa y deseada green card (el permiso de trabajo y residencia).

Sergio Fernández Riquelme: La batalla cultural: Globalistas contra Soberanistas. Ultima Libris (Abril de 2021)

Nota: Este artículo un extracto del citado libro