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Donald Trump y el White Angry Man


Sergio Fernández Riquelme | 12/08/2020

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Cada nacionalismo es diferente. Los hay étnicos y cívicos, más culturales o más políticos, de una u otra tradición religiosa e ideológica; y además cada uno responde a sus intereses patrios o a su intrínseca visión de qué es y cómo debería ser la misma. Pero todos se parecen, incluso las diferentes versiones que puede haber de un mismo nacionalismo, en defender su identidad prototípica, en narrar su propia construcción histórica y en crear uno o varios arquetipos simbólicos del mismo. Y en este último sentido, en el nacionalismo excepcionalista norteamericano, Trump y su coalición de apoyo reconstruyeron, con gran acierto electoral, el arquetipo posible del americano medio.

Ganaron aquellos hombres y mujeres alejados del progresista star system de Hollywood (caricaturizados en las imágenes oficiales), olvidados por los creadores de opinión en los medios liberal-progresistas (aliados todos contra el personaje Trump), minusvalorados en los estudios académicos (frente a las minorías diversas), y que no habían sido contemplados, parece, por los maestros de la demoscopia (que solo miraban el voto nacional y no el colegio electoral). Hombres y mujeres que eran los actores en esta crónica, y que representaban el viejo arquetipo norteamericano que supuestamente había pasado a la historia: el White Angry Man.

Ciudadanos que encontraron a su líder en ese inesperado personaje. Donald Trump, entre el show business y el renacido excepcionalismo, se convertía en el 45º Presidente de los Estados Unidos de América. Un empresario hecho a sí mismo, de dudoso pasado, denunciado como misógino y xenófobo y proclamado outsider que, tras conseguir la nominación en las primarias del GOP (Partido Republicano o Great Old Party) tras arrollar en las primarias a los candidatos oficiales, en las presidenciales superó por sorpresa a la todopoderosa candidata demócrata Hillary Clinton. Las masas de hombres blancos enfadados, como señalaba Michael Kimmel, tomaron la palabra; sectores aún ligados al ideal histórico del American dream, tanto desde clases altas y bajas como desde mundo rural y urbano (y aquellas minorías que querían parecerse, por lo menos en ingresos y oportunidades), que eligieron a un señor que para sus detractores representaba, directamente, la misma «antipolítica».

El lema estaba claro, y funcionó: Make America Great Again (publicitado en las gorras de sus seguidores). Se pasaba del mensaje más políticamente correcto con Obama, al mensaje más incorrecto políticamente con Trump: de la sensible y armónica sociedad multicultural que pretendía conquistar corazones, al directo y emocional orgullo patrio sin concesiones. Dos talantes personales y dos caminos radicalmente distintos respecto al American Way of life, en plena era de la globalización.

Parecía una especie de venganza histórica. Frente al ideal cosmopolita del Yes we can enarbolado por Obama resurgía, cuando parecía imposible, esa realidad colectiva contenida en el poema La carga del hombre blanco del Rudyard Kipling (The White Man’s Burden, 1899). Se movilizaba, si no mayoritariamente, si de forma impactante el antiguo ideal nacionalista que apelaba a una identidad patria excepcional, en cuestión por un mundo multicultural demasiado extraño para notables capas sociales tradicionales, reaccionarias o que se consideraban a sí mismas como verdaderamente normales (visibles en el fenómeno del religioso-nacionalista del Tea Party). Y Trump lo supo ver muy pronto: a su campaña no le interesaron nunca los bastiones demócratas de siempre: ni las grandes urbes ni los Estados azules, ni las minorías étnicas raciales ni las diferencias raciales, ni las estrellas del cine ni los mejores deportistas, ni las corporaciones dominantes ni las elites artístico-culturales. Por ello, su estrategia era otra: se focalizó en territorios muy concretos, se dirigió a un estrato concreto de personas, y sus votantes potenciales o eran caricaturizados o eran ninguneados en los medios.

Trump nunca pretendió obtener el voto popular (como no lo hizo), sino ganar el voto electoral (como sí lo hizo). Se centró, de manera directa, en regiones determinadas (los swing-states o estados pendulares), donde millones de ciudadanos, muchas veces sin pasado republicano como él, sentían como amenaza los cambios de la globalización en suelo norteamericano: Iowa e Indiana en el Corn Belt (Cinturón de maíz), Pennsylvania y Ohio en el Rust Belt (Cinturón de óxido), Michigan en la vieja América industrial, y Florida en el sur hispano y residencial.

Y en dichas regiones predominaban las diferentes versiones de ese arquetipo tradicional. El cual, sociológicamente hablando, representaba, en primer lugar, a hombres (pero también mujeres, casi un 44% del total de votantes) que consideraban como negativo el proyecto de modernización institucional y económica planteada durante los ocho años de Gobierno Obama. Las políticas demócratas (liberal-progresistas) les habían afectado de manera negativa, empírica o percibidamente, tanto en su estatus de bienestar como en la compleja igualdad de oportunidades (en el siempre meritocrático sistema estadounidense); y de manera fundamental, con un impacto profundo en áreas geográficas de raigambre obrera (afectadas por la deslocalización o la despoblación) y en estratos socioeconómicos de clase baja-media (alejados de los proyectos ideológicos de esa nueva izquierda).

Un arquetipo que superaba al típico y tópico votante republicano. Se apelaba ahora, además, a un perfil más amplio y más decisivo: ciudadanos de origen anglosajón (o europeo) e inmigrantes perfectamente integrados (y autodefinidos como nuevos nacionalistas, como los cubano-americanos de Florida), de profundas convicciones religiosas, de mediana cultura académica, y de zonas rurales o suburbanas (por ejemplo, fue votado por el 72% de hombres blancos de las zonas rurales y 28 puntos entre las mujeres blancas de las zonas rurales más que su contrincante).

Perfiles que ampliaban, por ello, la menguante base de voto tradicional republicano. Todo estaba muy estudiado: el target se focalizaba en aquellos norteamericanos criados en un sueño americano que no llegaba a sus vidas o se alejaba de ellas, y autoconsiderados cada día más como extraños en su propio país, ante ese cambio demográfico y cultural acaecido a comienzos del siglo XXI. Y que como hemos señalado, eran caricaturizados en los medios de comunicación liberal-progresistas como el racista WAPS, el Redneck sureño, el peligroso Craker, el Hillbilly de los Apalaches, el Poor White o nuestro White Angry Man. Ciudadanos intolerantes y atrasados, que habían perdido el tren del progreso, los perdedores ante el inevitable triunfo del modelo multicultural de las grandes urbes de la Costa oeste (de la diversa San Francisco a la contracultural Seattle) y de la Costa este (de Nueva York, la «ciudad que nunca duerme», a la divertida Orlando).

Por ello, muy pocos famosos actores apoyaron a Trump, y aún menos actores influyentes (en general, un lobby tradicionalmente demócrata). Solo unos cuantos nombres: Tom Selleck, Sylvester Stallone, Kirstie Alley, John Voight o Clint Eastwood. Y este último, especialmente, retrató como nadie a ese odiado White Angry Man (o Male): de Harry el Sucio al Gran Torino. Acusado, como ahora, de ser el responsable histórico de las discriminaciones y las desigualdades, de las invasiones y las contaminaciones, del racismo y la intolerancia; así los veían y así se veían. Eran solo personajes de ficción, nos decían, y era solo un actor y director, nos recordaban. Pero en noviembre de 2016 dieron la victoria a uno al que consideraron de los suyos donde había que dársela: en el colegio electoral. Para Eastwood el presidente Trump decía «cosas disparatadas», pero tenía razón en muchos otros temas que afectaban a la cosmovisión de gente muy normal en una época que les definía como anormales; especialmente en el derecho a la libertad de expresión e incluso al de la incorrección: «Vivimos en una generación de nenazas y la gente está cansada de la corrección política. Vemos acusaciones de racismo por todas partes. Cuando yo era joven esas cosas no eran racistas».

Era la reacción para Trump y sus votantes ante la auténtica «carnicería (barbarie) americana»: criminalidad y pobreza, crisis nacional y moral. Duras palabras pronunciadas por el nuevo Presidente en su discurso de toma de posesión, el 20 de enero de 2017; acto no tan masivo como los del correctísimo Obama, boicoteado con ausencias y con malas caras por los poderes fácticos, y con la sombra amenazante del papel de Rusia en su elección (por la sospechosa relación amistosa con Putin o por la supuesta intromisión de hackers contra Clinton). Trump juraba su cargo ante dos Biblias, con su mujer y modelo Melania (al más puro Jackie Kennedy’s Style), con muy pocos cargos republicanos a su lado, prometiendo renovar el famoso y ansiado sueño americano a sus fieles seguidores.

Sergio Fernández Riquelme: Trump: El hombre que hace grande a América. La Tribuna del País Vasco (Junio de 2020)

Nota: Este artículo es un extracto del citado libro