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El populismo: ¿amenaza o promesa de una nueva democracia?


Arnaud Imatz | 16/06/2020

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

El interés y entusiasmo de la opinión pública y de los medios de comunicación españoles por el populismo ha sido tan tardío como sorprendente. Durante muchos años los comentaristas políticos de la Península no vieron en él más que un fenómeno típico de los países hispanoamericanos, un accidente en el camino del desarrollo económico y social, un epifenómeno inimaginable en la España moderna.

De los múltiples populismos de Europa, en particular el de Francia, los proclamados «especialistas» decían que eran anomalías, pseudo-fascismos rancios, enfermedades vergonzosas llamadas a extinguirse con el tiempo. Se solía describir, casi unánimemente, la democracia representativa moderna occidental y los valores que la sustentan (el mercantilismo, el hedonismo, el consumerismo, el individualismo, el multiculturalismo y los derechos del hombre), como el horizonte inmejorable del pensamiento político, el fruto acabado del proceso histórico de maduración humana. Las editoriales que se arriesgaban en publicar trabajos no conformistas sobre el populismo, escritos por autores nacionales o extranjeros, eran una rareza. Interesantes o no, estos libros estaban condenados de antemano a pasar desapercibidos.

Mientras tanto, el populismo era objeto de numerosas investigaciones y publicaciones, a veces rigurosas y a menudo polémicas, en todos los grandes países de Europa y América (Argentina, Alemania, Austria, Francia, Gran Bretaña, Italia, Estados Unidos, etc.). Víctima del pensamiento único, el mundo académico español se quedó atrás haciendo realidad el viejo y criticado eslogan Spain is different. Hubo que esperar la llegada de Podemos en 2014, nada menos que seis años después de la crisis financiera de 2008, para que cambiara el panorama.

Pero, ¿qué es el populismo? A primera vista, lo que llama la atención es su carácter multiforme o proteiforme. ¿Cómo es posible que fenómenos tan dispares en tiempo y espacio sean englobados bajo el único concepto de populismo? Dichos movimientos son, desde luego, de lo más variados. Pueden ser agrarios o urbanos; pueden agrupar empleados, campesinos, obreros y pequeños empresarios; pueden ser moderados o extremistas, reformistas o revolucionarios, tolerantes o intolerantes, violentos o pacíficos; remotamente de derecha o más próximamente de izquierdas. Pero, eso sí, todos demuestran la posibilidad del encuentro de una parte del mundo del trabajo con la tradición nacional o comunitaria. Ese encuentro, a veces parcial y pasajero, otras veces persistente y duradero, es una realidad recurrente en Europa como en América.

Los ejemplos históricos de populismos son numerosos

Entre ellos podemos citar: el grupo ruso norodniki (1860-1880), los grangers del Middlewest americano (1867-1896), la corriente boulangiste francesa (1889-1891), el sionismo judío (1881), los partidos agrarios cristianos de Europa central en el periodo de entreguerras mundiales, los movimientos de masas de Hispanoamérica (Ibáñez en Chile, Perón en Argentina, Vargas en Brasil, Lázaro Cárdenas en México, el APRA en Perú, Chávez en Venezuela, etc.), las agrupaciones de Nasser en Egipto, Sukarno en Indonesia, Papandréu en Grecia, De Gaulle en Francia o el BJP de India. Más recientemente se pueden citar: la UDC (1971) de Suiza, el Front National (1972) de Francia, el Partido del Progreso (1973) de Noruega, el FPÖ (1986) de Austria, los Demócratas Suecos (1988), el Vlaams Blok (1979) y el Vlaams Belang (2004) de Bélgica, la Liga del Norte (1989) y el Movimiento 5 Estrellas (2009) de Italia, el Partido de los Verdaderos Finlandeses (1995), el Partido del Pueblo Danés (1995), Jobbik (2003) de Hungría, Ataka (2005) de Bulgaria, el Partido de la Libertad (2006) de los Países Bajos o la UKIP (1993) de Reino Unido. Y, acaso ya, Vox en España.

Esta lista se podría alargar añadiendo, por ejemplo, las corrientes indigenistas de América, ciertas asociaciones de consumidores y productores, los movimientos socio-culturales opuestos al matrimonio homosexual y a la homoparentalidad, los Bonnets rouges (Gorros rojos) y los Gilets jaunes (Chalecos amarillos) así como los populismos empresariales, mediáticos y de internautas. En conclusión, un auténtico patchwork político-cultural, un fárrago de partidos, movimientos, asociaciones cuyos proyectos y valores son opuestos, y que parecen difícilmente compatibles.

La mayoría de los periodistas y politólogos oficiales considera el asunto zanjado. El populismo, no pasaría de ser «una vulgar demagogia propia de los falsos tribunos de la plebe», «un terrible peligro para la democracia». En definitiva, todo se reduciría, según ellos, a unas formulas repetidas ad nauseam, que hacen del populismo un disfraz de la extrema derecha más caricaturesca: horror a la democracia, violencia, golpismo, repelencia por la modernidad, execración de los derechos humanos, odio al siglo de las luces, fobia a la Revolución francesa y a su legado liberal, nacionalismo, racismo, xenofobia, etc. Sin embargo esta visión no deja de ser un mito muy alejado de la realidad.

Los historiadores de las ideas saben que los «cruzados ideológicos» o intercambios de ideas son muy frecuentes, que según las épocas y los lugares, las ideas políticas cambian de bando. Saben que las derechas son aún más diversas que las izquierdas. Saben que, según los lugares y las épocas, las derechas son universalistas o particularistas; mundialistas y librecambistas o proteccionistas, patrióticas y anticapitalistas; centralistas y jacobinas o regionalistas y federalistas; atlantistas y occidentalistas o bien euro-nacionalistas y aliadas del Tercer mundo; individualistas, racionalistas, positivistas, materialistas, ateas y agnósticas o organicistas, espiritualistas, teístas, neopaganas o cristianas.

Muchos temas han pasado y pasan de izquierda a derecha y viceversa

Es el caso del imperialismo, del colonialismo, del racismo, del antisemitismo, del anti-islamismo, del anticristianismo, del antimasonismo, del antiparlamentarismo, del antitecnocratismo, del antiinmigracionismo, del federalismo, del regionalismo, del centralismo, del antiestatismo, del anticapitalismo, del antiamericanismo o del ecologismo. Todos estos temas escapan completamente al obsesivo debate derecha-izquierda. No hay esencias eternas de la derecha y de la izquierda. La derecha y la izquierda se pueden definir solo en el plano histórico refiriéndose a problemas que se plantean en un momento dado.

Para ilustrar este punto, tan callado o distorsionado por la propaganda oficial de los medios de comunicación, me limitaré, a falta de espacio, a recordar dos hechos históricos. Según el tópico mediático, el respeto hacia «el otro» exige evitar todo tipo de amalgama o maniqueísmo en la información y la enseñanza. Pero hay una excepción a la regla: la amalgama entre populismo, racismo y «odio» a los derechos humanos; una manera hábil de descalificar e impedir toda oposición populista al sistema.

Las semiverdades y mentiras mediáticas se hacen obviamente desde la ignorancia o la mala fe. Primer ejemplo: ¿quiénes eran los críticos más severos de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en 1948, a la hora de su adopción? ¿Quiénes eran entonces los ásperos impugnadores del carácter irreal y utópico de la universalidad de los derechos humanos? Pues no eran los epígonos de Marx o de Burke, ni los cristianos seguidores del Papa y de la Iglesia. Eran autores venidos de todos los horizontes –especialmente liberales y socialdemócratas- como Mahatma Gandhi, Harold Laski, Benedetto Croce, Emmanuel Mounier y muchos otros.

Segundo ejemplo: durante los últimos treinta años, toda una pléyade de historiadores ha revelado la existencia del pensamiento racial de la izquierda tanto moderada como radical. La raciología moderna nació en Francia y no en Alemania con el nacional-socialismo. Durante casi un siglo (1850-1940), el paradigma racial estuvo inscrito plenamente en la ideología republicana francesa. Los raciólogos franceses ocuparon mucho tiempo una posición vanguardista en el mundo científico internacional. Eran materialistas, «progresistas» que se oponían al conservadurismo y tradicionalismo católico. El retrato típico del raciólogo francés de la época era el hombre de ciencia, libre pensador, francmasón, laicista, ateo, anticlerical, patriota o nacionalista, a menudo liberal de izquierda o radical-socialista, pero también socialista e incluso marxista. Un dato que encaja mal con la supuesta unívoca filiación racista del «populismo de derecha».

Al contrario de lo que se repite, el paradigma racial moderno tiene sus raíces en la cultura filosófica y naturalista de finales del siglo XVIII. El legado del Siglo de las Luces es indudable. No se debe olvidar que durante todo el siglo XIX y principios del XX, el bio-racismo y el poligenismo sedujeron a los librepensadores, hombres de izquierdas, ariscos adversarios del monogenismo de la Biblia.

Pero, no nos engañemos, cuando en una democracia pervertida las oligarquías o pseudo-élites (neoliberales y socialdemócratas), utilizan la palabra populismo como insulto, lo es para disimular su desprecio hacia el pluralismo y el pueblo. Los populismos asustan a la casta política. La dimensión anti-oligárquica y democrática es el denominador común de todos los populismos. El populismo es un signo de resistencia a la enfermedad. Es una protesta legítima de las masas insatisfechas, engañadas, humilladas por los privilegiados del sistema. Es el grito justificado de los excluidos, de los humildes asqueados por la corrupción de las pretendidas élites. El populismo proclama solemnemente la supremacía del pueblo, el carácter sagrado de la soberanía popular. Su objetivo es refundar la democracia. Acusa al establishment (la clase o casta político-económica) de defender la democracia representativa exclusivamente para salvaguardar sus intereses particulares. Le reprocha monopolizar la democracia en su provecho.

Los movimientos populistas tienen a menudo líderes carismáticos

Esos hombres, con capacidad de generar entusiasmo, son medios de transmisión de ideas y opiniones, necesarios pero insuficientes. En realidad, un movimiento populista existe y se desarrolla con causas socio-económicas objetivas y la energía activa de un pueblo. Antiliberal y anti-elitista, el populismo no comparte la pretensión del jacobinismo, del fascismo y del comunismo de crear un hombre nuevo. No cree en la teorización de la «minoría ilustrada», actriz del desarrollo o de la revolución en nombre del pueblo, ni en el ascetismo religioso militar del militante, y menos aún en el papel del partido como instrumento de la revolución.

Entre tantísimas definiciones del populismo, rescataremos una del italiano Marco Tarchi. Así, el politólogo de la Universidad de Florencia escribe, con lucidez, que el populismo «denuncia incansablemente la mistificación del principio representativo, la expropiación de la voluntad ciudadana por parte de la casta de políticos profesionales, reivindica el derecho de los pueblos a conservar identidades y tradiciones forjadas a través de los siglos, exige un reforzamiento de los instrumentos de democracia directa […], se opone al poder excesivo de las finanzas, reclama mayor equidad social y lamenta tanto los excesos de intrusismo del Estado en la vida de los ciudadanos, empezando por la Hacienda, como la erosión progresiva de la soberanía de las naciones en beneficio de ese Moloch burocrático que tiene su sede en Bruselas». De manera más concisa, diría que el populismo europeo es la corriente de opinión fundada en el arraigo que denuncia los excesos de la mundialización y del multiculturalismo.

Por todo lo anterior, desde nuestra concepción teórica, el concepto de «populismo» es mucho más apropiado, para abordar tan complejo fenómeno, que el de «Nuevas Derechas»; unos términos que imposibilitan un acercamiento comprensivo a realidades como la alianza política entre la Liga Norte y el Movimiento 5 Estrellas o el reciente y explosivo movimiento francés de los Gilets jaunes.

(…) Por ello procede preguntarse: ¿por qué en España no ha cuajado, todavía, un nacional-populismo según el modelo europeo? ¿Por qué las bases ideológicas del populismo español, las de Podemos, son de factura marxista-leninista revolucionaria con algunas reminiscencias sesentayochescas y altermundialistas? ¿Por qué el populismo español es favorable al laxismo migratorio, y hostil a los valores tradicionales, cuando los populismos del resto de Europa se oponen a los excesos de la transnacionalización de las personas y de los capitales?

La respuesta a los anteriores interrogantes es, necesariamente, multifactorial

A título orientativo apuntaremos algunos de ellos: los tópicos intuitivos sobre el temperamento español (individualismo, radicalismo, mentalidad estatista, etc.), la instalación de un intransigente y efectivo «cinturón sanitario» (acoso mediático, hegemonía del multiculturalismo políticamente correcto en la enseñanza secundaria y superior), la debilidad de la sociedad civil, las resistencias inherentes al sistema electoral, el deterioro de la conciencia nacional, el fomento del nacionalismo separatista, personalismos y «capillismos» propios de los grupúsculos que pudieran haberlo propiciado, y la corrupción de los partidos de gobierno PP y PSOE.

Para completar este aspecto conviene subrayar que, durante 40 años, la izquierda neo-socialdemócrata y, quizás en mayor medida, la derecha neoliberal, hicieron todo lo posible para impedir la emergencia de una derecha popular y social. El cordón sanitario que instauraron en España fue también la regla en Francia como en toda Europa. Pero existe una diferencia notable. En el trasfondo de la historia de la UMP y del PP hay dos personalidades notoriamente diferentes: Charles de Gaulle y Francisco Franco, cuyas imágenes reales o míticas han sido forjadas durante décadas por el poder y los medios de comunicación dominantes. Conviene entonces interrogarse sobre el impacto directo o indirecto que estas dos figuras históricas han tenido y siguen teniendo en la opinión pública.

Creo que la explicación de una parte del éxito del Frente Nacional –hoy Agrupación Nacional- reside en su compatibilidad con una buena parte del legado del gaullismo. Al contrario, un nacional-populismo español no podría sobrevivir a la sombra de la figura de Franco sin levantar oposiciones furibundas. De Gaulle es icono de los franceses. Los líderes de la UMP o de hoy Los Republicanos (LR) traicionan a diario sus ideas, pero ningún político francés razonable se atrevería a criticar o insultar abiertamente el símbolo histórico de la V Republica francesa. De Gaulle es sinónimo de resistencia contra el fascismo, de victoria de los aliados contra la Alemania nacional-socialista. De Gaulle es el presidente que quería reconciliar la idea nacional con la justicia social. El político que sabía que no puede haber defensa real de la libertad, de la justicia social y del interés del pueblo entero sin defensa simultánea y conjunta de la identidad, de la soberanía y de la independencia política, económica y cultural. La esencia del gaullismo, situada en los antípodas del neoliberalismo de los LR, del neo-social-liberalismo del PS y de la ideología de La República en Marcha (el movimiento fundado por el socialista Macron con representantes del PS y de los LR como es el caso de su primer ministro), es la pasión por la grandeza de Francia, la resistencia a la hegemonía americana, el elogio del legado de la Europa blanca y cristiana, la inmigración selectiva, la reivindicación de la Europa de las naciones (el eje Madrid-París-Moscú), la aspiración a la unidad nacional, la preferencia nacional, la democracia directa (los referendos de iniciativa popular), el antiparlamentarismo, el «ordo-liberalismo» y la planificación indicativa. El gaullismo es la versión contemporánea de la derecha social y popular muy próxima a la izquierda nacional. Es un modelo de tercera vía. Interpreta, modifica, corrige, pero guarda lo esencial: la alianza de la democracia directa con el patriotismo. Resumiendo: el General De Gaulle encarna la versión francesa aceptable del nacional-populismo.

Pero hay otra razón que explica el éxito de la Agrupación Nacional francésa: el fracaso del partido de izquierda La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, un partido cercano al Podemos español. ¿Por qué en Francia no ha arraigado un populismo de izquierdas como Podemos? ¿Por qué la Agrupación Nacional es el partido más votado de los obreros y de los jóvenes? La respuesta está en las referencias históricas de cada país, en las respectivas curas de austeridad que les han sido impuestas por la Unión Europea, y en la naturaleza y cantidad de la inmigración experimentada en cada una de las dos vertientes de los Pirineos (mayoritariamente de origen hispanoamericana y cristiana por un lado y masivamente africano-musulmana por el otro). Está claro que los obreros, empleados, artesanos y pequeños empresarios franceses, hartos de deslocalizaciones, de paros, de multiculturalismo, de mundialismo radical-progresista y de inmigración descontrolada (o fomentada por la casta privilegiada), apuestan por Agrupación Nacional considerando los partidos altermundialistas y de extrema izquierda como «los tontos útiles» del neocapitalismo. Quieren emanciparse de la alianza histórica objetiva entre el radical-progresismo y la mentalidad burguesa neoliberal y no creen que sea posible hacerlo con un partido basado expresamente, como lo es La Francia Insumisa, en el fomento de la inmigración y en la negación del arraigo, de las raíces sociales, de las tradiciones culturales, del sentido de lo sagrado, de la identidad cultural y del lazo orgánico con la comunidad nacional.

Son muchos, con todo, los riesgos del populismo

Así, yo diría que estos movimientos son una mezcla de grandeza y de infamia, de ideas generosas y de pensamientos mezquinos. En cualquier momento, pueden pregonar y utilizar recetas simplistas que gustan a todos (ampliación de la cobertura social, desarrollo del estado de bienestar, más impuestos, más gastos, más funcionaros, sin preocuparse de las recetas concomitantes); pueden elegir la huida hacia adelante y derivar hacia la demagogia absoluta.

Pero, más allá de los éxitos o fracasos potenciales de los populismos, debemos atender en todo caso al defecto más severo que aflige a la sociedad española, al igual que a todos las sociedades europeas en mayor o menor medida: la crisis de los valores; no en vano, entiendo, si los europeos niegan el cristianismo, renuncian a la Europa histórica; base de la Europa posible.

Revista Naves en Llamas: Las Nuevas Derechas sacuden Europa. Número 5 (Febrero de 2019)

Nota: Este artículo es un extracto del ensayo publicado en la citada revista