Destacados: Agenda 2030 | Libros | Ucrania | Vox

       

Artículos

Las bases filosóficas de la cristofobia posmoderna remiten al Siglo de las Luces


José Antonio Bielsa Arbiol | 04/02/2022

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

Sin ánimo de ceder a vacuas controversias, es un hecho incontestable que la cristofobia devino gran seña de identidad del Nuevo Orden luciferino en curso. Y ningún intelecto de bien atento a los movimientos del espíritu podrá negar que la ordenación revolucionario-luciferina del mundo occidental (otrora cristiano) aparece condicionada por el factor cristófobo imperante (y a la par sustentante) desde finales del siglo XVIII.

Lo que se legisla, impone y normativiza en la vida psicosocial de los pueblos ultrajados, manifiesta tal rabioso odio intestino por cuanto venga a significar/recordar la recta esencia cristiana constitutiva de nuestra civilización, que la palabra tabú por antonomasia viene a resultar «Jesucristo»: derribo institucionalizado de cruces, profanación impune del espacio sagrado, quema «accidental» de iglesias e incluso catedrales, martirios y ejecuciones de religiosos a manos de testaferros escogidos, ofensas diarias de todo color contra las cosas sacras, proliferan y se multiplican en el siniestro y liberalizado escenario actual.

Huelga decir que estos hechos «aislados» (sic) constituyen la guinda putrefacta de la nueva no-ordenación del mundo apóstata y «tecnolátrico», inframundo-sin-Dios en manos de los vomitorios del mass media, violentamente caótico, vaciado de toda ligadura católica con la trascendencia (y el consiguiente plan redentor de salvación de las almas).

Pese a todo, esta mecánica no es nueva: se ha venido desencadenando en los últimos tres siglos, paralela a la gran crisis espiritual que de forma cuasi-cíclica y ascendente iba a repetirse con intensidades variables a lo largo y ancho del orbe; como «de generación en generación» y cual murga de acompañamiento que sacudía de inquietud las conciencias dormidas de los hombres mundanos (realmente muertos para la vida interior sobrenatural), esa crisis espiritual terminaría por arrasar con los últimos vestigios de catolicismo en Europa, provocando al fin un terremoto devastador (crisis final) desde-dentro de la Iglesia, de invariablemente terribles consecuencias; traigamos aquí el acertado juicio del siempre mediático (y nada sospechoso) Taylor R. Marshall: «Yo sostengo que la raíz del problema se remonta a una agenda puesta en marcha más de cien años antes del Vaticano II. Se trata de una agenda para reemplazar la religión sobrenatural de Jesucristo, crucificado y resucitado, por la religión natural del humanismo y el globalismo (…) Naturalismom confiar en nuestra naturaleza creada, sin la ayuda de Dios, es satanismo».

De esas crisis pasadas que implícitamente mencionamos no subsiste en nuestros días más que una ínfima sombra en los rostros agrietados de los miembros más seniles de nuestras sociedades apóstatas, nonagenarios y centenarios quienes todavía recordarán haber oído predicar a los presbíteros sobre el significado exacto del pecado. He aquí el escollo que tanto repugna escuchar al moderno: ¡la realidad omitida del pecado en la vida espiritual de la agonizante cristiandad!

Un prominente predicador decimonónico, el P. Troncoso, vituperaba la tal debacle en estos términos: «Entre tanto, ved el pueblo, ese pueblo desmoralizado y sin dignidad; ese pueblo incrédulo, que no lee más libros que los de sus maestros; ese pueblo escéptico y egoísta, que en medio de su miseria y degradación no cree más que en el placer y en el oro; ese pueblo engañado, que no oye más palabras que las de una política enconosa y disolvente, palabras de rebelión y de envidia. Y no solamente en las grandes ciudades, sino hasta en las villas, en las aldeas, en el campo, en todas partes existe este pueblo: donde quiera ocupan el lugar de los libros piadosos, las corrompidas páginas de los Voltaire, Rousseau, Volney, Dupuy, y otros mil romances impuros, y compendios históricos, que solo contienen lecciones de escándalos e inmoralidad. Dejemos empero ese triste cuadro, pasando en silencio unos males que nos son harto conocidos; y resumiendo en tres palabras el carácter de nuestra época, convengamos en que el pueblo es escéptico y vicioso; el partido de la fuerza, impío, filosófico e incrédulo; y que la clase científica y joven se halla aguijada de una gran necesidad religiosa».

Todas estas crisis y desmoralizaciones participan indudablemente de la moderna herejía evolucionista, aberración que causaría estragos en los siglos XIX y XX, y que el Cardenal Louis Billot estudió con sumo detalle en su gran obra De inmutabilitate traditionis contra modernam haeresim evolutionismi.

La crisis espiritual de nuestro tiempo es la de la revolución cristófoba intensificada por infinitos frentes, que debe circunscribirse a la rebelión humana contra Dios (transferida al plano social) y considerarse como una generalización o institucionalización del pecado: cuando se normativiza el Mal como mera cotidianidad de puercos rebozados en su propia lepra (Léon Bloy), las sociedades acrecientan dicha corrupción estructural hasta cubrirlo todo de tan pestilencial pátina: la institucionalización del pecado deviene así seña de identidad en todas y cada una de las manifestaciones del azufroso hedor postmoderno.

José Antonio Bielsa Arbiol: Cristofobia. Letras Inquietas (Enero de 2022)