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Variar la imagen del futuro


Diego Fusaro | 15/01/2022

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

Para el hombre contemporáneo, a merced del clima posmoderno y posmetafísico, pero también de la ontología neoliberal del there is no alternative (no hay alternativa), es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

El capitalismo, gracias al celo de sus clérigos (el clero periodístico regular y el clero académico laico) y de la industria cultural, tiende a ser vivido ideológicamente como un destino irreversible y un destino imprescriptible: su fuerza reside en su capacidad de implicar ideológicamente en su proyecto incluso a quienes, por diversas razones, tendrían todo el interés en criticarlo teóricamente y derrocarlo prácticamente.

En El Principio Esperanza, Ernst Bloch se preguntaba: «¿Qué llevó a los que no lo necesitaban a la bandera roja?». Pues bien, debemos preguntarnos hoy, ¿qué llevó a los que no lo necesitaban a la bandera del capital? Las respuestas son necesariamente muchas y variadas. Al menos dos merecen ser mencionadas aquí. En primer lugar, el capitalismo tiene éxito porque nos pide que seamos la peor parte de nosotros mismos, el «caballo oscuro», como diría Platón: cínicos e individualistas, hedonistas y egoístas, codiciosos e irresponsables. En resumen, lo que las religiones tradicionales habían condenado como vicios son rehabilitados como virtudes por la religión del capital. La segunda razón por la que el capitalismo es la religión de nuestro tiempo y la ideología sin rival es que ha conseguido, sub specie mentis, desertizar el futuro y eternizar el presente, en definitiva, imponer una ontología articulada sobre la modalidad de la necesidad y la eterna repetición del presente completamente alienado en todo el horizonte.

El habitante de la cosmópolis mercantilista no espera del futuro más que el eterno retorno del mercado y sus leyes, elevados a la única fuente de sentido, a la que todo sin excepción debe someterse. Ahí está el fundamento de la mística de la necesidad, id est de la ontología fundamental del capitalismo tardío: el suyo es un concepto «intimidatorio» (Badiou) de la realidad, pensada como una simple presencia dada a la que hay que adaptarse y nunca, al modo hegeliano, como Wirklichkeit, como «realidad procesual», como historia y posibilidad mediada por la acción del sujeto («sustancia como sujeto», volvería a decir Hegel).

La mayor parte de los esfuerzos intelectuales del clero intelectual posmoderno y neoliberal (indistintamente de la derecha y de la izquierda) residen precisamente en esta fatalización de lo existente, destinada a hacer que los prisioneros de la caverna, como en la alegoría platónica, amen su cautiverio, incluso luchando en su defensa. Como sabemos, los grupos dominantes tienen el monopolio no sólo de los medios de producción, sino también de los medios de comunicación e información, utilizando a la clase intelectual como complemento. Su dominación material se convierte así, sin solución de continuidad, en dominación simbólica, lingüística y cultural: y, de este modo, los dominados son también subordinados, es decir, son señoreados en el plano de las superestructuras y del orden simbólico, casi como si se movieran y se orientaran por los mapas conceptuales de los dominantes y su hegemonía.

Por eso, en la línea de lo que señalaba Gramsci, la lucha de clases contra el señor global-elitista es hoy también, y ante todo, una lucha cultural e incluso lingüística; una lucha dirigida a pensar y hablar de otra manera y a cartografiar la realidad del capitalismo globalizado y sus asimetrías de forma alternativa, según la perspectiva de los de abajo y no de los de arriba (en términos hegelianos, del siervo y no del señor). El neolenguaje de los mercados y de sus clases debe, por tanto, ser contrarrestado con un lenguaje y un mapa conceptual de los dominados, destinado a imponer la doble dinámica del desenmascaramiento de la ideología patronal y de la emancipación real, además de simbólica, de los subalternos de las cadenas de dominación manejadas por el grupo hegemónico.

De ahí la importancia decisiva del «hecho cultural» (Gramsci) en el conflicto: no se puede escapar de la caverna si no se sabe lo que es y si no se es consciente de ser su prisionero. Desde otra perspectiva, no puede haber fuerza revolucionaria en ausencia de una teoría revolucionaria: y una teoría sólo es revolucionaria cuando es inaccesible e inapropiada para el bando de los dominantes, desenmascarando su dominación y, precisamente, exhibiendo -en lugar de ocultando- la escisión que desgarra la sociedad, dividida según la línea de falla del conflicto entre dominados y dominantes, entre siervo y señor.

Es necesario, pues, en definitiva, liberarse del lenguaje de los amos y de la apología irreflexiva que hace de una realidad que, a merced de la escisión, hace imposible cualquier universalismo de la emancipación: y dejar de hablar el lenguaje de los amos significa, al mismo tiempo, producir uno nuevo, desde abajo y para abajo, para los grupos dominados y para su emancipación, conectando así las cosas y las palabras según la perspectiva de una dinámica emancipadora de la sociedad en su conjunto. De hecho, el punto de vista del señor legitima la reproducción potencialmente ilimitada de la escisión en beneficio del dominante, donde la mirada del siervo se erige como el algoritmo que traduce lo particular en lo universal, su propia liberación en la de todo el género humano: al reivindicar, con su propia emancipación, la superación de la escisión, el punto de vista del siervo nacional-popular figura como el vector potencial de la emancipación universal de toda la humanidad.

Esta emancipación está llamada a desarrollarse en la figura de una trascendencia del modo de producción capitalista que es, al mismo tiempo, la puesta en práctica de esa «simplicidad difícil de alcanzar» (Brecht) que consiste en una humanidad que es un fin en sí misma, según las relaciones de solidaridad entre individuos comunitarios igualmente libres.

Diego Fusaro: 100% Fusaro: Los ensayos más irreverentes y polémicos de Diego Fusaro. Letras Inquietas (Julio de 2021)