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Siete purgaciones para un ateo


Manuel Fernández Espinosa | 20/07/2020

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Si con exhaustividad tuviéramos que presentar todos y cada uno de los septenarios que podemos hallar en las más diversas tradiciones religiosas necesitaríamos un grueso volumen y, si hubiéramos de glosar cada septenario, mucho me temo que sería menester varios volúmenes.

Es por ello que, en la presente exposición, se nos hará la indulgencia de ahorrarnos el meticuloso glosario que de esta cuestión se podría hacer. Hemos dicho tradiciones religiosas, puesto que lo son; pero aprovechamos para dejar constancia de que todo aquello que hoy recibe el nombre de cultura no puede aspirar a ser cultura con propiedad si prescinde de lo religioso. Parafraseando la veneranda fórmula que reza: «Extra Ecclesiam nulla salus», debiéramos decir que «fuera de la religión no hay cultura». Es por ello que, ante todo fenómeno que pueda llamarse cultural, hemos de plantarnos convencidos de que, no por estar encubierta (e incluso estentóreamente negada, como ocurre en Nietzsche), deja de estar subyacente al fenómeno cultural una religiosidad de fondo. Se diría que cuando se arroja la religión por la ventana, la religión vuelve a entrar por la puerta trasera.

En todo fenómeno cultural (y el que constituye la figura y obra de Nietzsche lo es) alienta la religiosidad, por mucho que execre de las religiones institucionalizadas, por más que se gane la animadversión de los miembros de un culto religioso. Una de las mujeres que mejor conoció a Nietzsche, Lou Andreas-Salomé, lo supo ver con una extraordinaria clarividencia, cuando escribió en su diario, reflexionando sobre Nietzsche y ella misma, estos renglones que reproduzco: «El fundamental rasgo religioso de nuestra naturaleza es nuestro común denominador, y tal vez se manifiesta en nosotros con tal fuerza porque somos espíritus libres en el sentido más amplio. En el espíritu libre, lo religioso no puede referirse a ninguna divinidad ni a ningún cielo fuera de sí mismo, en el que las fuerzas creadoras de la religión, como la debilidad, el miedo y la codicia, encontrarían su lugar. En el espíritu libre, la necesidad religiosa surgida a través de las religiones… puede retrotraerse sobre sí misma y convertirse en la fuerza heroica de su ser, en el impulso a la entrega a un gran ideal. En el carácter de Nietzsche hay un rasgo heroico, y éste es precisamente el más acusado, el que da cohesión a todas sus cualidades. Él será el precursor de una nueva religión y será una religión de héroes». Según Salomé, Nietzsche «será el precursor de una nueva religión y será una religión de héroes».

A primera vista parecería que, 115 años después de la muerte de Nietzsche, el pronóstico de Lou Andreas-Salomé no se ha cumplido. El mismo Nietzsche se ocupó de negar que él fuese un «profeta» y, menos todavía, un «santo». Pero, sin embargo, cuando tiene que explicar en Ecce Homo el estado en que concibió y redactó Así habló Zaratustra no puede por menos que declarar que esta obra fue escrita casi en un éxtasis místico por el cual su autor (el mismo Nietzsche) se convirtió en una especie de «medium de fuerzas poderosísimas». Y sigue diciendo: «El concepto de revelación, en el sentido de que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que le conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos».

Un mojigato diría que eso no pudo ser, tratándose de Nietzsche el Ateo, otra cosa en todo caso que una revelación luciférica, satánica, de signo demoníaco. Pero, a estas alturas, lo que los mojigatos dicen a mí personalmente cada día me importa menos. Lo que ahora me importa es asentar que Nietzsche puede haber declarado la «muerte de Dios» con todas las consecuencias morales que se quieran traer a colación, pero a la vez lo hallamos en dependencia religiosa. Y no sólo lo atisbó Salomé, el mismo Nietzsche se refiere a la composición de su obra en términos eminentemente religiosos: su inspiración es entendida en clave poco frecuente («Ésta es mi experiencia de la inspiración; no tengo duda de que es preciso remontarse milenios atrás para encontrar a alguien que tenga derecho a decir es también la mía»), comparándola con las revelaciones que se han registrado en la historia de la humanidad.

Por todo esto y más que podríamos añadir, no podrá ser considerado un despropósito afirmar que en la obra de Nietzsche cabe rastrear elementos que concuerdan con las constantes místicas de las tradiciones religiosas más diversas. Y uno de esos elementos es el enigmático e inquietante septenario nietzscheano que él mismo llama las «siete soledades».

Las «siete soledades» no sería un tema que captara nuestro interés si esto hubiera aparecido al albur en cualquier pasaje de la obra nietzscheana, no volviendo a reaparecer más, puesto que, en ese caso, lo más atinado sería pensar que fue una ocurrencia pasajera que tuvo Nietzsche al acaso y que no tuvo la menor de las repercusiones ni para Nietzsche ni para su obra. Pero ocurre que las «siete soledades» aparecen y reaparecen en diversas obras de Nietzsche, por lo que es legítimo pensar que no sea algo accidental, sino ciertamente importante, siendo oportuno detenernos en ello para considerarlo como mínimo en su calidad de elemento que cumple sin ninguna duda alguna función en la articulación de todo el conjunto del pensamiento nietzscheísta.

En el parágrafo 285 de La gaya ciencia (año 1882) se nos presenta las «siete soledades». También en el mismo libro, parágrafo 309, se alude en su título a ello: «Desde la séptima soledad». En Así habló Zaratustra (escrito entre 1883 y 1885), las «siete soledades» se convierten en los «siete demonios» a los que se aluden en el discurso de Zaratustra de la primera parte, titulado «El camino del creador»: «Solitario, tú recorres el camino del creador: ¡con tus siete demonios quieres crearte para ti un Dios!». Las «siete soledades», los siete demonios, afloran de nuevo, ahora como «un séptuplo hielo» en los versos de «El mago» (Nietzsche también barajó la posibilidad de titular este capítulo como «El penitente del espíritu», localizado en la cuarta parte de Así habló Zaratustra). Y hasta cierto punto, no se nos ha pasado, «Los siete sellos (o: la canción Sí y Amén)» de la tercera parte de Así habló Zarastustra también estaría relacionada con las «siete soledades», pero dada su complejidad preferimos dejarla a un lado por ahora.

En 1888 las «siete soledades» son nuevamente convocadas en los «Ditirambos de Dionisos», en concreto en dos de ellos. El primero en el titulado «La señal de fuego» en el que dice: «Seis soledades conocía ya, pero el mar mismo no le fue bastante solitario,
la isla le permitió subir, sobre la montaña se tornó en llama, de una séptima soledad».

Y también en el titulado «Se hunde el sol», vuelve a hablar de la «séptima soledad». En Ecce Homo (también del año 1888) la soledad, dice Nietzsche, tiene siete pieles: «La soledad tiene siete pieles; nada pasa ya a través de ellas. Se va a los hombres, se saluda a los amigos: nuevo desierto, ninguna mirada saluda ya».

Como vemos, bajo los nombres de «soledades», «demonios», «hielos» (incluso podríamos añadir que «sellos») y, hasta so capa de «pieles», la experiencia de la soledad profunda, vivida como privilegiado ámbito de fecundidad creadora, adopta el tradicional septenario que hallamos en las más diferentes religiones, tanto como elementos hierofánicos (los siete arcángeles) como ritualísticos (la «sapta padi» de los hindúes), como devocionales (los Siete Dolores de la Santísima Virgen María). Ni que decir tiene que sería muy difícil pensar que Nietzsche estuviera con sus siete soledades refiriéndose a los siete arcángeles de las tradiciones religiosas del judaísmo, del cristianismo y de algunas sectas islámicas, todavía menos a los «siete dolores» de la Virgen María, pero lo que para mí es digno de hacer notar es el número siete, que se repite con insistencia en Nietzsche.

Hora es ya de ver cuales son cada una de esas «siete soledades». Para ello no existe un pasaje que mejor las testifique que el parágrafo 285 de La gaya ciencia: «¡Excelsior! No volverás a rezar jamás, no volverás a adorar, no volverás jamás a descansar en una confianza ilimitada; te negarás a detenerte ante una sabiduría postrera, una última bondad, una última potencia y a desenjaezar tus pensamientos. No tendrás guardián ni amigo que te acompañe a todas horas en tus siete soledades: vivirás sin una escapatoria hacia esa montaña, nevada en la cumbre, con fuego en las entrañas; no habrá para ti remunerador ni corrector que dé la última mano, ni habrá tampoco razón en lo que acontezca, ni amor en lo que te suceda; tu corazón no tendrá asilo donde no encuentre más que reposo ni tenga más que buscar! Te defenderás contra una paz última, querrás el eterno retorno de la guerra y la paz: hombre del renunciamiento, ¿querrás renunciar a todo esto? ¿Quién te dará fuerzas para ello? ¡Hasta ahora nadie ha tenido esa fuerza! Hay un lago que un día no quiso desbordarse y construyó un dique en el lugar por donde se derramaba; desde entonces el nivel del lago se eleva cada día más. Quizás aquel renunciamiento nos dará la fuerza necesaria para soportar el renunciamiento; quizás el hombre se elevará más cada día desde el instante en que deje de desbordarse en el seno de un Dios».

Atreviéndonos mucho, podemos ver que las «siete soledades» vienen a ser siete reducciones que nos llevan a una soledad absoluta, donde se ha rechazado la compañía del último que no abandona: Dios. En cada una de las soledades ha dado un rotundo «no» a Dios: se ha rechazado rezar, adorar, confiar, ser vigilado y acompañado, evadirse de la realidad, esperar retribución o ser corregido, buscar razón o amor en lo que sucede. Las «siete soledades» son siete renuncias que el hombre podría hacer o no hacer, pero que quien se quiere a sí mismo en la veracidad no puede dejar de hacerlas a juicio de Nietzsche. Por eso, en el parágrafo 309, lo que abruma en la séptima soledad es la «propensión a lo verdadero, a la realidad, a lo que no es sólo aparente, a la certeza». En este parágrafo se condensa una experiencia atroz para Nietzsche: su pasión por la veracidad le niega poder detenerse en cualquier «jardín de Armida». El jardín de Armida, descrito en la Jerusalén libertada de Torcuato Tasso, es la imagen ilusoria de un jardín edénico; esos jardines fabricados por la maga Armida cumplen la función de retener a su amado Reinaldo, manteniéndolo a distancia del mundo real y de ese modo poder acapararlo la hechicera para sí. Esta imagen evocada por Nietzsche recuerda a la Circe tantas veces identificada por Nietzsche con la razón.

Las «siete soledades» son siete renuncias a lo que Nietzsche considera la ilimitada capacidad del hombre para autoengañarse. La pasión por la veracidad condenaría así a una tremenda soledad a todo aquel que pugne por ser coherente. Las «siete soledades» son siete hitos en el camino del ateo que emprende la tarea de prescindir gradualmente de todo cuanto pueda ser una evasión de la realidad, puesto que todo escapismo supone una infidelidad a la inmanencia, una deslealtad que traiciona a la «tierra» por cualquier trasmundo (jardín de Armida). Las «siete soledades», por lo tanto, estarían estrechamente ligadas como no podría ser de otra manera con el ateísmo nuclear de Nietzsche; pero, sin embargo, en esos renunciamientos escalonados que niegan los consuelos con los que cuenta el común de los creyentes, conducen por introspección a una realidad interior, de naturaleza incomunicable, donde Nietzsche barrunta una posible renacencia del hombre bajo la forma de una «elevación», de cuya naturaleza no se nos precisa más.

«Quizás aquel renunciamiento nos dará la fuerza necesaria para soportar el renunciamiento; quizás el hombre se elevará más cada día desde el instante en que deje de desbordarse en el seno de un Dios». Dejando al margen las consideraciones morales y yendo al meollo del presente tema nietzscheano que hemos presentado, no podemos dejar de advertir que se comprueba que, incluso en el ateo, el septenario al que, bajo múltiples símbolos y alegorías, alude Nietzsche (siete soledades, siete demonios, siete hielos…) concuerda en todo punto con el sentido que tiene el siete en las más diversas tradiciones religiosas, puesto que el número siete es universalmente considerado, según sintetizó Carl Gustav Jung, como «símbolo de la transformación y de la integración de la gama de jerarquías en su totalidad».

Las «siete soledades» del ateo, sus siete demonios y sus siete hielos, han de ser transitados por éste para operar por último la transformación que (tras desintegrar las apariencias convencionales que procuran al creyente mediocre una falsa estabilidad de índole emocional), permita místicamente reintegrarse al hombre en el interior, tal y como nos ha enseñado nuestra mística Santa Teresa de Ávila a través de sus imágenes de las siete moradas del castillo interior.

No nos autoengañemos ni con el acerbo ni con el almibarado lenguaje del místico que, por descontado, nunca nos quiere engañar: la experiencia tremenda de quien con audacia filosófica o religiosa se atreve a quedarse solo, para buscar la verdad, termina por conducirlo a Dios (por mucho que el buscador no reconozca su nombre). La mística puede prescindir de las músicas celestiales acostumbradas en la palabrería sobre Dios (musicas «celestiales» que son «terrenales, demasiado terrenales»), la mística puede despreciar el sermón empalagoso y, hasta en tiempos como los nuestros, a la mística le ha de repugnar toda esa retórica sociologizante del sentimental beaterío, pero lo que nunca faltará en la mística es la experiencia dolorosa y purgante que lleva a la muerte del «hombre viejo» para dar a luz al «hombre nuevo». Así, a manera de muerte iniciática, la ascesis propicia una renacencia íntima. Se cumple inflexiblemente la sentencia de San Agustín de Hipona: «Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas, et si tuam naturam mutabilem inveneris, trascende et te ipsum» (¡No vayas afuera, entra dentro de ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad! ¡Y si encuentras tu naturaleza mutable, trasciéndete a ti mismo!). Lo mismo que sin religión no puede haber cultura, tampoco puede accederse al ápice místico sin pasar por el purificador fuego de la soledumbre.