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Música para un imperio: de Glinka a Chaikovski


Sergio Fernández Riquelme | 28/10/2020

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Todo imperio necesita de una banda sonora. Y una generación de compositores puso música a la grandeza que la dinastía Románov necesitaba para su autocracia. Fue Mijaíl Glinka el primer exponente de este movimiento cultural y artístico; inspirado por la música tradicional hispana (que recogió en su obra Las oberturas españolas), construyó bajo el reinado de Nicolás II la primera música nacionalista rusa en sus composiciones Una vida por el Zar (1836) y Ruslán y Liudmila (1842, bajo libreto de Pushkin), que por primera vez introducían melodías populares nacionales en el académico género de la ópera occidental.

Su excelso y famoso trabajo inspiró a Mili Balákirev, César Cui, Modest Músorgski, Nikolái Rimski-Kórsakov y Aleksandr Borodín. Conocidos como Los cinco grandes, tomando como modelo las tendencias románticas europeas del momento desarrollaron desde la década de los cincuenta del siglo XIX la más conocida «música nacionalista rusa». El punto de partida fue cuando en mayo de 1867, el crítico Vladímir Stásov escribió el artículo «El concierto eslavo del Sr. Balákirev» (acto celebrado ante la visita de las delegaciones eslavas para la Exhibición Etnográfica de Rusia en Moscú) donde se tocaron las obras de Balákirev, Glinka y Rimski-Kórsakov, y donde señalaba que «Dios permita que nuestros invitados Eslavos nunca olviden el concierto de hoy, Dios permita que ellos preserven en sus memorias cuanto sentimiento, poesía, talento e inteligencia son poseídos por el pequeño pero ya gran puñado de músicos rusos».

Grupo de jóvenes músicos autodidactas, formado tras un primer encuentro entre Balákirev y Cui, uniéndose Músorgski en 1857 (militar), Rimski-Kórsakov en 1861 (oficial naval) y Borodín en 1862 (químico). Procedentes de la aristocracia provincial, fueron conscientes de un «espíritu de cuerpo» auténticamente ruso, con un lenguaje musical propio frente a la academia clásica del popular Chaikovski, y el formalismo excesivo de Mijaíl Glinka y Aleksandr Dargomizhski. Estuvieron profundamente unidos hasta 1870, cuando comenzó su distanciamiento desde el retiro de la vida musical de Balákirev. Su lenguaje, ajeno al conservatorio, se caracterizó por la incorporación de música tradicional (desde danzas cosacas y caucásicas hasta cantos de iglesia y el uso de las campanas), por la imitación de la lírica campesina y la preservación de los aspectos distintivos de la música folclórica rusa (mutabilidad tonal, heterofonía y la escala hexatónica) superando la sonoridad o la armonía occidental, y por estar enamorados de los peculiares temas de oriente que habían construido, históricamente, el carácter nacional ruso; este profundo «orientalismo» fue patente en las obras Islamey de Balákirev, El Príncipe Ígor de Borodín y Scheherazade de Rimski-Kórsakov.

Una generación de autores irrepetible con obras de enorme importancia. Balákirev, aristócrata y matemático, fue autor de la fantasía obertura sobre el tema de una marcha española, el poema sinfónico Tamara, y su primera Sinfonía 1 en Do mayor. Borodín, hijo ilegítimo de un noble georgiano y de profesión químico, dejó para la posteridad la citada obra (con sus famosas Danzas polovtsianas) y los cuartetos de cuerda En las estepas de Asia central. Rimski-Kórsakov, el gran maestro de la orquestación, compuso obras de la talla de Capricho español, la Obertura de la gran pascua rusa o la señalada suite sinfónica Scheherezade. Músorgski, hijo de un terrateniente campesino, fue el responsable de la popular ópera Borís Godunov y los legendarios poemas sinfónicos Una noche en el Monte Pelado y Cuadros de una exposición. Y el militar ruso Cui, de origen francés, escribió composiciones tan destacadas como El prisionero del Cáucaso, El hijo del mandarín y La hija del capitán, o la música para el conocido tema El gato con botas de Perrault.

Y frente a los cinco patriotas, encontramos al famoso y clásico Piotr Chaikovski, autor de algunas de las piezas más bellas y conocidas de la música, como los ballets El lago de los cisnes, La bella durmiente y El cascanueces o la ópera Eugenio Oneguin. Alumno de Anton Rubinstei y Nikolái Zaremba en la sociedad musical rusa y en el Conservatorio de San Petersburgo, siempre se considero perfeccionista y siempre buscó la fama; por ello su trabajo profesional y su sensibilidad hacía lo occidental le hizo ganarse el favor del público de medio mundo, pero casi nunca la aceptación de músicos y críticos coetáneos en su país. Aunque si encontró el respeto de parte de la música nacionalista, en concreto del posterior Círculo Beliáyev, sociedad de músicos rusos de San Petersburgo que existió entre 1885 y 1908, con alumnos de Rimski‑Kórsakov como Aleksandr Glazunov y Anatoli Liádov, y patrocinado por el empresario Mitrofán Beliáyev; pese a oponerse a la corriente artística aristocrática y liberal de la revista Mundo del Arte este círculo valoró de Chaikovski su capacidad de construcción y su estética temática, asumiendo patrones occidentales perfectamente adaptados.

Sergio Fernández Riquelme: El fin de un mundo. Los últimos días del Imperio ruso. Letras Inquietas (Octubre de 2020)