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La ucronía comunista de Mao Zendong


Sergio Fernández Riquelme | 27/06/2022

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Todo comenzó el 1 de octubre de 1949. Ese día, Mao Zedong y sus seguidores proclamaron la fundación de la República Popular China.

Tras la victoria de su Ejército popular de salvación (frente al nacionalista Kuomintang) en la larga guerra civil china (1927-1949), y culminando la legendaria «Larga Marcha», se comenzó a construir, entre la violencia ideológica y la mística revolucionaria, una versión muy oriental del comunismo estalinista dentro de las fronteras del antiguo imperio (el «divino» Zhōnghuá dìguó).

Versión perfectamente representada en la nueva enseña nacional de 1949. Una bandera roja (como no podía ser de otra manera), con cinco estrellas así definidas por Mao: la primera y más grande simbolizaba el poder del partido, y las cuatro estrellas menores e iguales, que la rodeaban y se orientaban a la más grande, representaban las cuatro clases sociales establecidas por el «Gran Timonel» (trabajadores, campesinos, comerciantes y burguesía).

El todopoderoso «Timonel» Mao estuvo al frente de la República Popular China hasta 1976. Décadas en el poder sin oposición y sin disensión posible, donde versionaba la «dictadura del proletariado» marxista como la «dictadura democrática del pueblo» maoísta en 1962. Partía del ejemplo de sus «maestros bolcheviques» Lenin y Stalin, pero los reinterpretaba desde las tesis nacionalistas y revolucionarias del pionero Sun Yat-Sen, y bajo las ideas adoctrinadoras del filósofo de época imperial Chu Si.

«La dictadura democrática popular necesita la dirección de la clase obrera, porque la clase obrera es la más perspicaz, la más desinteresada y la más consecuentemente revolucionaria. Toda la historia de la revolución prueba que, sin la dirección de la clase obrera, la revolución fracasa y que, con la dirección de la clase obrera, la revolución triunfa. En la época del imperialismo, ninguna otra clase en ningún país puede conducir una verdadera revolución a la victoria».

El férreo control político-social y un sueño ideológico radical marcaron sus sucesivos intentos de transformar, absolutamente, la vieja China tradicional, agraria y atrasada. Así, con pocos escrúpulos morales y menos respeto por la vida ajena, Mao y sus correligionarios (que fueron sucesivamente purgados, entre pruebas de lealtad y sospechas necesarias) desplegaron la visión de la «nueva China» entre la colectivización a gran escala y la depuración sistemática de todo crítico, posible o real. Y este proyecto, a modo de real ucronía igualitarista y campesina, siempre estuvo presente en el ideario y en el alma de Mao, con toda crudeza: «La primera acción de los campesinos después de establecer su organización, consiste en reducir a polvo el prestigio y autoridad políticos de la clase terrateniente».

Ambas experiencias comunistas apostaban por construir, sin piedad, un «hombre nuevo» frente a la democracia capitalista y burguesa, pero frente a la «utopía» colectivista y obrerista de los soviéticos (con sus famosos y trágicos Planes Quinquenales), la China de Mao apostó por una «ucronía» campesina autárquica y militarizada en grado sumo (como copiaron los salvajes proyectos «maoístas» de los Jémeres Rojos en Camboya o de Sendero Luminoso en Perú). Y aunque finalmente quiso impulsar una industrialización radical y acelerada, cuando la pobreza provocaba escenas inauditas de supervivencia en los campos chinos, nunca se pudo conseguir.

A esta gran misión, Mao dedicó sus grandes etapas represivas: la campaña inicial «Para suprimir contrarrevolucionarios», la sucesiva estrategia «Tres Anti y Cinco Anti», el programado «Movimiento Antiderechista», el utópico «Gran Salto Adelante», y la última y devastadora «Revolución Cultural» (ya que, como señaló en su momento Mao, «para decirlo con toda franqueza, en todas las aldeas se necesita un breve período de terror»).

El gran y terrible proyecto de Mao fue plasmado, doctrinalmente, en su famoso Libro Rojo. Publicado en 1964 como el Pequeño Libro Rojo o Los pensamientos del presidente Mao, fue de tenencia y lectura obligatoria por todo ciudadano chino durante años y, en él, entre sentencias morales, consejos casi taoístas y lecciones históricas, enseñaba mucho de cómo ser y cómo comportarse para «ser un buen camarada»: «¿Quiénes son tus enemigos? ¿Quiénes son tus amigos? Esta es la pregunta más importante para la revolución», ya que «la lucha de clases, la lucha por la producción y la experimentación científica son los tres grandes movimientos revolucionarios para construir un poderoso país socialista»; y por ello dejaba claro que: «hacer la revolución no es ofrecer un banquete, ni escribir una obra, ni pintar un cuadro o hacer un bordado; no puede ser tan elegante, tan pausada y fina, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima. Una revolución es una insurrección, es un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a otra».

Sergio Fernández Riquelme: China Global: Un poder comunista, capitalista y nacionalista. Ediciones La Tribuna del País Vasco (Mayo de 2022)

Nota: Este artículo es un extracto del citado libro