El libro escrito por Rafael Aita ofrece al lector la oportunidad de someter a prueba la tesis de que el Imperio Español fue, en realidad, una «monarquía compuesta» o, mejor, un Imperio aglutinante. Con esta denominación quiero hacer referencia al sistema unitivo (aglutinar es unir lo que en principio aparece como disperso, fenoménicamente disgregado y diverso pero con tendencia convergente y sintética) de una gran unidad universal como fue la Monarquía Hispánica.
En mi reciente obra, La geopolítica del Imperio Español (publicada por Letras Inquietas), hago referencia a este tipo de imperio, marcadamente opuesto al modelo anglosajón, esto es, el modelo de un imperio absorbente (Gustavo Bueno lo llamaría depredador). La corona española cometió errores, como toda institución humana, pues la naturaleza humana siempre se ve sujeta a mejoras y perfecciones. Los actuales enemigos de la «Leyenda Negra», entre los cuales me incluyo, reúnen pruebas a favor de la «otra modernidad» que hubiera supuesto el triunfo del modelo ibérico sobre los cinco continentes. Si las coronas católicas de España y Portugal hubieran permanecido reunidas, y el proceso de integración de territorios bajo una misma ley y dominio no hubiera contado con la enemiga de los nuevos imperios absorbentes que emergían, el anglo, el holandés, el francés, junto con el rival otomano y aún el propio Papado, la historia del mundo hubiera sido otra.
El libro de Aita es un ejemplo perfecto de política imperial aglutinante, incompatible con las prácticas absorbentes de otros imperios, como el de la antigua Roma o el moderno de la Pérfida Albión. Sostengo que esta política obedece a dos hebras que se cruzaron en el alma de los administradores de aquella inmensa realidad geopolítica de las Españas. Una hebra fue la católica, ajena de por sí a todo rastro de racismo (por algo, «católico» significa universal), que incluye la racionalidad aristotélica y tomista como requisito para la práctica jurídica, política, económica, etc. Otra hebra fue la celtogermánica, nacida en los albores mismos de la Reconquista, a saber, en los núcleos asturiano, cántabro y pirenaico: allí, en el norte peninsular germinó la pluralidad convergente que, tomando como meta la recuperación del Reino de los godos (su ejército, su iglesia, el poder regio y las viejas leyes y dominios territoriales) avanzó hacia una «unidad en la diversidad» que dará el marco y la base para las Españas tradicionales: permanencia de fueros en los diversos territorios a cambio de lealtad al Trono y a la Fe.
Las Españas de la tradición admitieron la diferencia dentro de una homogeneidad, grande, al principio, y menor homogeneidad, después, a medida que la Reconquista significó llegar más al sur y repoblar territorios más fuertemente arabizados durante siglos. Pero el gran salto adelante en términos de pluralidad supuso el contacto con las naciones y civilizaciones indias de América. El autor, un académico peruano muy conocedor de la historia de su país, nos ilustra cómo la misma lógica de «unidad en la pluralidad» y «pluralidad en la unidad» se llevó a cabo en las Américas. Allí se pudo comprobar que, pese a los abusos y errores (que los hubo, y no hay que negar), los españoles venidos de Europa reconocieron en las naciones indias su propia identidad y sus propia jerarquía soberana. Como fueran abiertas a la fe católica y colaboradoras con los españoles, las élites o la nobleza india (en este caso, los Incas) se integraron en el cuerpo de la nobleza española, fueron reconocidos en sus privilegios y homologados a los nobles españoles. Su autoridad y sus señas de poder y realeza se reconocieron en la propia corte española. Hubo numerosos mestizajes entre las élites españolas e indias, no sólo entre el pueblo, y los linajes incas se unieron a linajes prestigiosos de España.
¿Cómo explicar estos fenómenos? Rafael Aita nos da todas las claves, en una prosa amena y documentada. Los españoles, en general, y de acuerdo con la legalidad de entonces, no acometieron una conquista absorbente del Perú. Los incas, a la llegada de España, vivían envueltos en un proceso de decadencia y guerra civil. Sus propias élites andaban enfrentadas a muerte, y en la lucha contra los usurpadores, una facción se apoyó en los extranjeros de Pizarro. Si hubo conquista del Perú, es menester recordar que también hubo alianza de incas, diversas etnias indias, y españoles. Y esos incas católicos y leales a la corona fueron integrados (aglutinación) perfectamente en las estructuras trasplantadas desde Europa, desde España. Hasta el siglo XVIII se puede reconocer una «soberanía hispano-inca», de manera análoga a como en la propia península hubo fueros, hubo Juntas y hubo señoríos co-gobernantes con el Rey. Esa monarquía compuesta, federativa (aglutinante) fue una realidad incluso en el Perú, donde podía esperarse una dominación más despótica y destructiva frente a culturas tan distintas de la europea.
Una obra amena, y fundamental para evitar «leyendas negras». Un ejemplo perfecto de imperio aglutinante es el que dio España en el Perú de los siglos XVI al XVIII.
Carlos X. Blanco nació en Gijón (1966). Doctor y profesor de Filosofía. Autor de varios ensayos y novelas, así como de recopilaciones y traducciones de David Engels, Ludwig Klages, Diego Fusaro, Costanzo Preve, entre otros. Es autor de numerosos libros. También colabora de manera habitual con diferentes medios de comunicación digitales.