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Rafael Gambra y el sueño de la monarquía tradicional en España


Sergio Fernández Riquelme | 16/01/2021

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El filósofo tomista y escritor tradicionalista Rafael Gambra, catedrático de renombre (experto en la secularización occidental ante la sociedad de consumo) y doctrinario carlista (nombrado por Sixto Enrique de Borbón como jefe delegado de la Comunión Tradicionalista) fue uno de los partidarios de una Monarquía tradicional «social, federativa y representativa» durante los penúltimos debates jurídico-políticos en la era franquista (desde una posición más crítica con el poder que la de otros teóricos con posiciones similares, como Rafael Calvo Serer o Ángel López-Amo).

Un modelo fundado, en Gambra, desde el más genuino «carlismo histórico» y el más social magisterio filosófico cristiano (desde la línea corporativista de Rerum Novarum), que creía posible en el propicio escenario histórico español abierto tras la Guerra Civil: la posibilidad de construir un nuevo sistema jurídico-político tradicionalista tras la victoria nacional (en la que él participó), tras la completa destrucción de la República y de la que consideraba como su real visión revolucionaria, y con la negación la democracia liberal bajo el régimen franquista.

Considerado como carlista «inmovilista» (en la línea de Manuel Fal Conde) y «ortodoxo» católico (opuesto al cristianismo como «religión humanista»), su modelo de monarquía tradicional se ligó, indisolublemente al legitimismo, y por ello se planteó como la necesaria superación histórica del régimen de Franco, con el que nunca colaboró políticamente. Proyecto al que aportó un original «carácter social» tradicionalista que, para Gambra, remitía a la definición hecha por su maestro Vázquez de Mella (de quién seleccionó sus obras en 1953), y a la «concepción total de la historia española y occidental» de Marcelino Menéndez Pelayo (como se muestra en su Historia de la Filosofía y la Ciencia de 1967).

Principios esenciales visibles, como cuerpo doctrinal completo, en sus obras recopilatorias La unidad religiosa y el derrotismo católico, en defensa de la ligazón de la comunidad política ante la Verdadera Religión católica frente al secularismo europeo; y en El lenguaje y los mitos donde denunciaba el uso de los conceptos para causas ideológicas de carácter transformador, negando la verdad de su origen al pervertir su significado modificando la realidad desde la que hoy se conoce como ingeniería social. Conjunto de textos muy ligados a las lecciones de Marcel Lefebvre (líder de la posterior Fraternidad Sacerdotal San Pío X), y donde se marcaba la linea que defenderá, a contracorriente, con Juan Vallet de Goytisolo y Eugenio Vegas Latapie en La ciudad católica o en la revista Verbo.

Una dimensión social de la monarquía tradicional que fundaba su legitimidad en la viabilidad política como sistema a construir, mediante una auténtica y necesaria representación corporativa de abajo hacia arriba. En su texto La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional (1954), este proyecto pretendía conectar el saber del carlismo histórico con la actualización del mismo desde el llamado «sociedalismo jurídico» de Mella, siendo la alternativa más adecuada para dar solución jurídico-política a la interinidad persistente que contemplaba en el régimen nacido del Alzamiento nacional. A juicio de Gambra era imprescindible devolver a España a su auténtica tradición espiritual y terrenal (del gremio a la Iglesia), erigiendo un futuro sistema representativo estable y enraizado, más allá de coyunturas, elites y caudillos (en 1956 se encargó del tema de la La primera guerra civil dentro de la colección Temas españoles).

Solo la tradición salvaría a la España auténtica, y solo ella podría dar continuidad a los logros de 1939. Sobre estas premisas construyó su propuesta del sistema jurídico-político español organizado en tres grandes pilares: bajo una monarquía hereditaria (de la dinastía carlista de los Borbón-Parma), frontalmente en contra de los sistema electivos falsos en manos de las oligarquías; sobre un estructura regional descentralizada (reconociendo la diversidad histórica de los pueblos españoles), siempre en contra de Estado unitarios jacobinos; y con un sistema representativo orgánico de base corporativa (desde la sociedades naturales, como la familia, los municipios o las corporaciones laborales y empresariales) frente al corrupto parlamentarismo individualista y liberal que situaba a la democracia como una mera religión laica.

El régimen franquista había adoptado parte del ideario tradicionalista tras el fin de la guerra, pero apenas de carácter simbólico, aunque algo mejoró, para Gambra, con la firma del concordato con la Santa Sede en 1953 («la realización más efectiva que en el campo de la legislación tuvo esa impronta tradicional quizá haya de buscarse en el concordato», señalaba), ya que sancionaba los privilegios corporativos eclesiásticos y la cosmovisión cristiana del país. Pero para Gambra, la supuesta inspiración tradicionalista en la elaboración de las Leyes fundamentales (refundidas por el decreto de 20 de abril de 1967) era insustancial, y en algunos puntos abiertamente contradictoria. Suponía, simplemente, un conjunto de normas básicas para dar legitimidad jurídico-política al franquismo (más allá de la victoria militar y su poder de facto), pero que, según Gambra, no eran «pura y limpiamente tradicionalistas, sino híbridas en muchos casos de inspiraciones diferentes», ante la primera influencia, en la coalición coyuntural, de la que denominaba como «vertiente nacional totalitaria» (básicamente del falangismo).

Por ello, en su análisis el supuesto «constitucionalismo franquista» (Gambra rechazaba tal denominación, ya que recordaba a postulados liberal-democráticos) solo reflejaba ciertos valores tradicionales de «abolengo religioso y, en menor grado y con menor pureza los que confluyen en la representación orgánica». La construcción jurídico-política del franquismo era un proceso de carácter híbrido entre estatismo y tradicionalismo, que alcanzaba una relativa limitación del poder ejecutivo pero que estaba sometida, siempre y en última instancia, a la voluntad de Franco y sus diferentes grupos de apoyo, y presentaba apenas una representación orgánica muy básica y dirigida, como se demostraba en los testimoniales procuradores de elección corporativa en la Cortes (reconocidos en la Ley Constitutiva de las Cortes Españolas, promulgada el 17 de julio de 1942).

Por ello, ante la limitada y compleja experiencia del tradicionalismo en el periodo franquista, Rafael Gambra se preguntaba sobre el significado y futuro último del posible corporativismo tradicionalista como forma de organización político-social de España. Así, en su obra Tradición o mimetismo (1976) examinó la crisis de identidad que dividía y minimizaba al Tradicionalismo (carlista) en el contexto final del Régimen, ante el impacto del muy negativo y liberal Concilio Vaticano II y ante el avance progresivo de la liberalización del país (desde la expansión del laicismo y de la europeización en plena era española de la tecnocracia); situación especialmente crítica en el seno del propio carlismo, ante la triunfo de la posición que consideraba «izquierdista» en la facción de Don Carlos Hugo.

La «ortodoxia tradicional» solo se había reflejado, parcialmente, en unas Leyes Fundamentales que apenas recogían «la liberación en sentido autárquico de las instituciones del país real, desde la familia hasta el municipio, la región foral o el cuerpo profesional, con una auténtica participación a nivel de los intereses colectivos, locales o laborales». Pero pese frente a este análisis tan negativo, Gambra soñaba aún con «un gobierno consciente y orgulloso de su significación histórica y religiosa contrapeso necesario a los riesgos que aquella liberación orgánica y corporativa ha de suponer en una época de disolución espiritual y de subversión como la que hemos alcanzado».

El tiempo del tradicionalismo había pasado: las experiencias corporativistas caían en el olvido ante la partitocracia triunfante en Transición, el carlismo perdía el tren electoral entre divisiones y nostalgias, la monarquía sobrevivía como símbolo de la democracia parlamentaria, y la ortodoxia católica dejaba de ser referente en grandes sectores de la Iglesia. Pero Gambra, aún vigente en varios de sus planteamientos políticos, filosóficos e históricos (con las cumplidas predicciones contenidas en En el silencio de Dios, de 1968), siempre siguió fiel a su fe y a su causa, ya que como señalaba en una de sus últimas cartas para la revista La Santa Causa: «seguid así, que lo bueno triunfará y prevalecerá».

Sergio Fernández Riquelme: El fin de un mundo. Los últimos días del Imperio ruso. Letras Inquietas (Octubre de 2020)