La crítica era tan valiente como certera, pero en modo alguno original. Ya en el proceso constituyente, se produjeron una serie de intervenciones de políticos e intelectuales, cuyos lúcidos análisis presagiaban lo que ahora, en estos momentos, sufrimos. Los había de todas las tendencias: antiguos ministros de Franco, democristianos, social-demócratas o liberal-conservadores. Su gran preocupación fue, en primer lugar, la inclusión del término «nacionalidades» en la Constitución, y posteriormente el desarrollo del denominado «Estado de las autonomías».
Para el filósofo Julián Marías, la introducción de los términos «nacionalidades» y «regiones» establecía una «arbitraria desigualdad entre sus miembros». No menos grave resultaba, a su juicio, la sustitución de «lengua española» por la de «castellano», a la hora de dar una denominación al idioma oficial. Todo lo cual demostraba la existencia de grupos políticos «aquejados de insolidaridad», a los que no les interesaba en absoluto el conjunto de España, salvo para «desarticular la estructura nacional». Por su parte, el viejo líder democristiano José María Gil Robles opinaba que el concepto de «nacionalidad» presuponía el reconocimiento de una entidad que podía aspirar a «constituirse en Estado»; y ello en una época a la que «no parece corresponderle crear nuevas fronteras, sino abrir aún más las existentes». Denunciaba la ambivalencia entre autonomía y autogobierno, «que no son conceptos intercambiables»; y la admisión de los derechos históricos de los territorios forales en la «desdichada disposición adicional». Gil Robles censuró, además, la concesión general de preautonomías en vez de esperar a la aprobación del texto constitucional o sin elaborar siquiera una ley marco.
No muy lejos de aquella perspectiva se encontraba el antiguo ministro de Franco, Laureano López Rodó, para quien el término «nacionalidades» era «un concepto jurídico impreciso en su aplicación a nuestro Derecho interno»; pero que estaba «muy bien definido y tiene una carga peligrosísima en la doctrina y en la práctica del Derecho Internacional». López Rodó se mostraba partidario de una cierta descentralización a nivel administrativo, pero tal proceso descentralizador no debía propiciar «una burocracia paralela que despliegue los órganos e interfiera sus funciones». Tampoco podía encubrir «un federalismo vergonzante». Menos aún aproximarlo a la construcción de un «embrión de Estado con la secreta intención de declararse independiente en el primer momento en que el debilitamiento del sentido de unidad de España no permitiera». Temía el político catalán que el proceso autonomista pudiera dar al traste con el Estado y que mantuviese «indefinidamente abierto el período constituyente». El Estado autonómico no era unitario, ni federal, tampoco, como en el caso italiano, un tipo intermedio de Estado regional. La autonomía podría conducir a «la ruptura de la unidad económica, de la unidad de mercado, de la unidad de la Hacienda Pública, de la unidad del ordenamiento jurídico, de la unidad cultural y de la unidad política de España».
De la misma forma, otro ministro de Franco, Gonzalo Fernández de la Mora denunció el Título VIII de la Constitución como «una antología de ambigüedades», señalando las contradicciones entre un artículo 149 que enumeraba las treinta y seis materias que eran competencia exclusiva del Estado y un artículo 150 que decía que las competencias podrían ser delegadas en las comunidades autónomas; lo que era una de las muchas «trampas mortales» en la que había caído el gobierno de Unión del Centro Democrático en su relación con los partidos nacionalistas. Más grave aún era que se hubieran negociado los estatutos con «plenipotenciarios de las comunidades autónomas», elaborando una legislación «como si fuera un tratado internacional»; lo que implicaba una «escisión de soberanía». Además, a partir de la experiencia catalana y vasca el proceso se haría extensivo al resto de las regiones. Con todo, el principal error era «la pretensión de inventar el primer Estado autonómico del mundo en unos meses y con reuniones bilaterales de emergencia… y apenas sin precedentes internacionales» .
A juicio de Fernández de la Mora, el proceso de descentralización no iba a dar cohesión nacional a España, porque las autonomías se habían convertido en un fin en sí mismo, en «proyectos regionales y aún locales; pero no nacionales, y desde el punto de vista de España están resultando desnacionalizadoras». En ese sentido, una interpretación extensiva de la Constitución podría llevar a «la balcanización de España, o sea, al límite de las tensiones locales». Finalmente, el texto constitucional se había convertido en «una ley de fomento de la plurinacionalidad» . Veinte años después, consideraba que el modelo de Estado se encontraba «todavía in fieri y el proceso constituyente ni ha terminado ni se adivina su conclusión» .
El conjunto de la izquierda española reivindicó, desde el principio, el federalismo, el autonomismo e incluso el proceso de autodeterminación de las «nacionalidades»; y evitó la utilización del nombre de «España». No obstante, el socialdemócrata Luis García San Miguel manifestó, desde el principio, sus dudas y temores ante la generalización del proceso autonómico; y denunció que para algunos «la autonomía es la sala de espera de la independencia». Al mismo tiempo, acusaba a la izquierda de generar problemas, al inventarse «las naciones y los pueblos del Estado español». «Hasta hace poco tiempo –decía García San Miguel- la oposición simpatizaba con ETA». En cualquier caso, a la vista de las reivindicaciones autonomistas no había más remedio que abordar el problema territorial, algo que llevaría a los españoles a pagar «un alto precio» .
José Luis López Aranguren consideró «irreversibles» las autonomías del País Vasco y Cataluña; pero advertía que era preciso que se conjugasen con «el principio de solidaridad entre todos los españoles». Sin embargo, se mostró escéptico ante la fórmula de generalización de las autonomías, cuyo objetivo no era otro que «hacer tragar esas píldoras para todas las regiones españolas». Así, el Estado de las autonomías conducía al montaje de «un aparato político regional con una clase política reclutada por diversos partidos unos minigobiernos, unos miniministros, un miniparlamento y unas miniburocracias políticas y administrativas que, sin disminuir la centralista, antes al contrario, vengan a multiplicar por el número de autonomías, el de los políticos con cargos públicos, el de los funcionarios, el de los llamados, con deliciosa expresión, gastos corrientes, el del enchufismo, como en otros tiempos se decía, el del despilfarro del gasto público, del que tan mal ejemplo nos ha estado dando, continuamente el Gobierno mismo».
Nota: Este artículo es un extracto del citado libro