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El objetivo a conquistar: el poder cultural


Sergio Fernández Riquelme | 06/10/2021

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

El historiador Johan Huizinga escribió que el devenir del ser humano debía ser estudiado como la «Historia cultural» de generaciones y de pueblos. Todas las maravillosas o terribles creaciones políticas, sociales o económicas que nuestra necesidad o nuestro ingenio alumbraban, respondían a la cultura que nos diferenciaba en el mundo animal: «la historia misma y la conciencia histórica se convierten en parte integrante de la cultura; sujeto y objeto se reconocen aquí en su mutua condicionalidad» (Huizinga, 1977: 97).

Lo hemos señalado anteriormente: la cultura ha sido y es una dimensión de la naturaleza humana interrelacionada siempre con «lo político», que la pretende controlar y usar en sus intereses económicos y en sus transformaciones sociales. Hablamos por ello del «poder cultural», que ligaba la creación (técnica y artística) y la decisión gubernamental (ejecutiva y parlamentaria) en cada contexto comunitario, ya que para Lassalle: «la cultura nunca ha sido ajena al poder, sea cual fuere la forma, o formas, en la que este se manifieste. Ya sea a través de su formulación más explícita, como es el monopolio legítimo de la violencia, ya sea a partir de sus formulaciones más sutiles y difusas, como son los oligopolios del conocimiento que encarnan las instituciones ligadas al saber y la ciencia, el poder siempre ha interactuado con la cultura (…) es un contenido que forma parte de la exhibición habitual y cotidiana de la autoridad que acompaña el ejercicio del poder cuando proyecta su capacidad de decisión a la sociedad» (Lasalle, 2013).

Saber es poder, y desde la noche de los tiempos, hombres y poblaciones han luchado por dominar o construir esa cultura (o civilización), que cultive las almas y perfile las mentes. E.B. Tylor definió «lo cultural», a primera hora, como aquel «complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre». Y siempre hay una cultura dominante, más o menos plural, a la que seguir o de la que aprender en cada tiempo y en cada lugar. Kant ya anunció la propia de la Modernidad: «nos cultivamos por medio del arte y de la ciencia, nos civilizamos con buenos modales y refinamientos sociales» (Mosterin, 2009).

Son dos las dimensiones interrelacionadas en este «poder». En primer lugar, la «acción cultural» creativa de individuos y colectivos, en función de fines suntuarios y consuetudinarios, profesionales y técnicos, eruditos o académicos. Y, en segundo lugar, la «identidad cultural» socializadora, o conjunto de modos de vida y costumbres de todo grupo social en un contexto, en relación al desarrollo objetivo de conocimientos materiales (tecnológicos) e inmateriales (espirituales), y a las experiencias subjetivas sobre los mismos de individuos y colectivos a través de «imaginarios simbólicos» (Geertz, 1988).

Es tanta su importancia, que James G. Peoples apuntaba que: «La cultura afecta nuestra percepción de la realidad. Provee de conceptos mentales mediante los cuales la gente percibe, interpreta, analiza y explica los eventos que ocurren en el mundo alrededor de ellos» (Peoples, 2008).

Quién domina las mentes tiene el control de sus acciones, nos recuerda siempre Orwell. Y poderosa relación entre cultura y política se puede abordar, también, desde otras dos dimensiones de análisis. De un lado se habla de «la política de la cultura», o utilización de las cuestiones culturales por los mecanismos de poder como «herramientas simbólicas», para legitimar su discurso y su relato, movilizar al partido y al electorado, y denigrar o acabar con el adversario; en ella, incluso la más concreta «política cultural» (diseño, financiación y apoyo gubernamental o empresarial a las acciones creativas) se convierte en un medio de propaganda, directa e indirecta, para difundir ese discurso entre elites intelectuales (artes cultas) o masas consumidoras (cultura de masas). De otro lado se cita la «cultura de la política», o el «contexto simbólico» donde sus organizaciones nacen, crecen, se reproducen y mueren, transformándolo o conservándolo, y dando sentido y significado a los marcos políticos de referencia mediante «imaginarios colectivos» destinado a la competencia electoral (estudiado por Charles Taylor); en ella se desarrolla la «cultura política» más concreta, como conjunto de ideales, conocimientos y normas sobre lo político en una sociedad determinada, como parte de una tradición desarrollada o rectificada y de unos valores generados a lo largo de tiempo (y así lo plantearon Gabriel Almond y Sidney Verba en La Cultura Cívica, 1965).

Son las armas de nuestra Guerra posmoderna, que por ello se adjetiva como «cultural»: mecanismos político–sociales que crean y recrean símbolos identitarios comunes y útiles, para delimitar la elite cultivada que debe dirigir y la masa culturizada que debe obedecer, permitiendo la victoria electoral concreta o definiendo quién debe ser parte de la comunidad política (Hunter y Wolfe, 2006: 2–3).

Esta genial y exclusiva cualidad humana es la que, a día de hoy, hay que controlar y desde la que se puede controlar la abigarrada sociabilidad humana, dando forma a las organizaciones políticas (el Bien-Común) y a las acciones económicas (el Bien-estar). La «lucha por la cultura» aparece, así, como constante histórica de individuos que quieren saber y de comunidades que deciden qué saber. Y, por ello, la cultura es cualquier cosa menos neutral (Parenti, 2007).

Como sabía el legendario Edmund Burke, es la ligazón que nos une como comunidad, que la puede mantener cohesionada, y la que logra el consenso político: «La sociedad humana constituye una asociación de las ciencias, las artes, las virtudes y las perfecciones. Como los fines de la misma no pueden ser alcanzados en muchas generaciones, en esta asociación participan no sólo los vivos, sino también los que han muerto y los que están por nacer».

Un «poder cultural» que, simbólicamente, explica las banderas alzadas en las grandes trincheras a lo largo de mundo (meta-teóricas, si se quiere), pero que también las batallas más concretas que enfrentan a ideas y palabras en cenas familiares y reuniones de amigos (micro-sociales, si se puede). Enormes bandos en lucha y pequeñas escaramuzas o choques que disputan las verdades ahora relativas en la Guerra Cultural posmoderna. Confrontación «armada» (de razones) que presenta rasgos específicos en el Sattelzeit presente, marcados especialmente por la transformación consumista y tecnológica de la Globalización. Y que se despliega en varios frentes, que se pueden abordar de manera completa siguiendo la «Teoría de las Esencias humanas» de Julien Freund (Molina, 2006); una guía para comprender los distintos escenarios «bélico–culturales» que abordan los «campos de actividad» humana marcados por la civilización cultural (cada esencia con su raíz o donnée, sus presupuestos, su finalidad y sus medios específicos.

Sergio Fernández Riquelme: La batalla cultural: Globalistas contra Soberanistas. Ultima Libris (Abril de 2021)

Nota: Este artículo un extracto del citado libro