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El poder judicial ni está, ni se le espera en España


Ramiro Grau Morancho | 03/03/2020

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

Escribo con la melancolía que da ver cómo van pasando los años y la independencia del poder judicial, incluso la propia existencia de ese hipotético poder en España, no solamente no existe, sino que tampoco se le espera. Los dos partidos alternantes, al menos hasta la fecha, es decir, el Partido Popular y el PSOE, son, respecto a la justicia, las dos caras de una misma moneda. Lo único que persiguen es la total sumisión de los jueces al poder político, o sea, a su poder, como forma de asegurar la inmunidad e impunidad de todas sus actuaciones prevaricadoras y delictivas.

Y curiosamente, dentro de esa ceremonia de la confusión en la que hace décadas que estamos instalados, los dos predican lo contrario de lo que hacen: cuando están en la oposición exigen la independencia del poder judicial pero, cuando llegan al poder, hacen todo lo posible para dominarlo y domesticarlo. Parece evidente que ambos partidos, en realidad, son totalitarios y, en el caso concreto del Partido Popular, podríamos matizar que se adscribe a la rama tonta del totalitarismo La realidad es que ambas formaciones no creen en la democracia ni en la separación de poderes, elementos que son el sustento básico de una auténtica democracia. España vive en una ficción en la que los votantes creen que depositando una papeleta en una urna cada cuatro años les hace formar parte de un sistema perfecto.

Legisladores que se dedican a elegir jueces

El artículo 122.3 de la Constitución de 1978 establece que, de los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), doce se elegirán entre jueces y magistrados, «en los términos que establezca la Ley Orgánica». En otras palabras, se deja en manos del legislador la forma de elegir a esos miembros, lo que es altamente preocupante pues supone, de facto, que la carta magna no garantiza, ni mucho menos, la independencia del poder judicial, al no poder elegir ellos mismos a su cúpula de gobierno.

Asimismo, se politiza la institución, con personas ajenas a la carrera judicial, al aceptarse la elección de otros cuatro miembros a propuesta del Congreso de los Diputados, y otros cuatro a propuesta del Senado «entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión». A efectos prácticos, se pone a dirigir a los jueces a personas controladas por los partidos políticos.

Tras sucesivas reformas y contrarreformas, los políticos han conseguido lo que realmente deseaban: elegir ellos mismos a esos doce vocales, en lugar de los propios jueces por votación entre el citado colectivo formado al día de hoy por unos 5.500 miembros. Fue precisamente Alberto Ruiz-Gallardón quien propició esta última contrarreforma, durante su mandato como ministro de Justicia. Así, la Ley Orgánica 4/2013 que reforma el CPGJ establece en su artículo 567.1, que «los veinte vocales del CGPJ serán designados por las Cortes Generales”, es decir, por la clase política. Su número 2 indica que «cada una de las cámaras elegirá (…) a diez vocales, cuatro entre juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio en su profesión y seis correspondientes al turno judicial”. Lo dicho: supone, de una forma clara y diáfana, la total politización de la cúpula del poder judicial, que deja de ser un poder, pues pasa a estar subordinado al único poder realmente existente, que es el político.

Por consiguiente, no debe sorprendernos que la cúpula del supuesto poder judicial, el ya citado CGPJ, se encuentre totalmente controlada por los partidos políticos. Así, solo acceden a los puestos de mayor relevancia y capacidad decisoria personas adictas a las formaciones en el poder, con lo cual se aseguran la sumisión de los jueces a la política o, de una forma más matizada, a los partidos mayoritarios.

Y eso es, por desgracia, lo que estamos viendo en España todos los días, empezando por el Tribunal Supremo, cuyos magistrados no son elegidos por su mayor competencia, sino por su mayor sumisión a quiénes les proponen, auspician y apoyan. En los Tribunales Superiores de Justicia, las Salas de lo Civil y Penal, que son las que van a instruir y juzgar a los políticos autonómicos, tienen un sistema de elección basado en la intervención del poder regional, proponiendo por medio del parlamento correspondiente a uno de cada tres miembros, amén del presidente, que no pasa de ser una persona designada a dedo por el CGPJ. El artículo 330.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) es la cuadratura del círculo: «En las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia, una de cada tres plazas se cubrirá por un jurista de reconocido prestigio con más de diez años de ejercicio profesional (…) nombrado (…) sobre una terna presentada por la asamblea legislativa».

Una justicia dudosa y politizada

En consecuencia, uno de cada cinco magistrados del Tribunal Supremo es elegido discrecionalmente, entre catedráticos, profesores, abogados y juristas de reconocida competencia (artículo 343). Deberán ser, en teoría, “abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia». Curiosamente, a los miembros de la carrera judicial se les pide que cuenten “con diez años, al menos, de servicios en la categoría de magistrado y no menos de quince en la carrera», requisito que no se pide para los que procedan, por decirlo de algún modo, más allá de los pasillos del mundo judicial, lo que no deja de ser un contrasentido. Uno de cada cuatro nuevos magistrados es designado con idénticos criterios (art. 311.1). Otro de cada cuatro jueces es elegido entre abogados y otros juristas con más de seis años de experiencia profesional (Ley Orgánica 6/1985, artículo 301.3) aunque ese turno ya desapareció en una de las numerosas reformas posteriores de la Ley Orgánica por la que se reforma el CGPJ, que parece un traje remendado porque a los candidatos a propuesta de los partidos no les apetecía irse a impartir justicia a pueblos como Boltaña o Calamocha, por citar dos ejemplos, y prefirieron que se mantuviera el cuarto turno que les permitía acceder directamente a puestos de magistrados, con mayores retribuciones, y plazas en capitales de provincia o ciudades importantes.

Esta medida, que permitía la incorporación a la judicatura a personas ajenas al mundo judicial, fue alabada por algunos autores como Víctor Moreno Catena, catedrático de derecho procesal, para quien «se trataba de una pasarela profesional sin duda acertada. Sin embargo, en lugar de corregir posibles errores, la Ley Orgánica 19/2003 termina de un plumazo con esta vía y así encierra a los miembros de la judicatura española en un discutible ámbito corporativo, que en no pocas ocasiones se ha mostrado distante de la realidad social». Y si a ello unimos la existencia de un Tribunal Constitucional, totalmente politizado cuyos componentes elegidos en la mayoría de los casos entre juristas teóricos, o sea, ajenos al mundo del derecho práctico o judicial y empeñados en corregir y enmendar al Tribunal Supremo, para dar a entender que ellos son el más alto tribunal, nos llevan a la situación actual. Recordemos: «Los miembros del Tribunal Constitucional deberán ser nombrados entre magistrados y fiscales, profesores de universidad, funcionarios públicos y abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional» (Artículo 159.2 de la Constitución).

En otras palabras, se crea un nuevo tribunal especial, situado por encima de los ordinarios, y con una composición mayoritaria de miembros ajenos a la carrera judicial, con la sin par colaboración de una fiscalía organizada jerárquicamente, en donde el jefe manda y el fiscal obedece, sujeto al palo y a la zanahoria, en función de cómo se comporte junto a una fiscal general ex-ministra de Justicia como adalid de la independencia.

En definitiva, al poder judicial en España entre todos le mataron y el solo se murió. Ítem más: la situación no lleva camino de arreglarse sino todo lo contrario. En proyecto está suprimir las oposiciones y nombrar a los jueces a dedo, previo concurso de méritos o deméritos, como forma de pergeñar un poder judicial que sea un sucedáneo del poder ejecutivo, es decir, de un tipo más de fiscales sometidos al gobierno de turno.

Ramiro Grau Morancho: El libro negro la Fiscalía española. Grau Editores (Marzo de 2015)