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Ryszard Legutko y los demonios de la democracia


Francisco José Contreras | 15/05/2021

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

«Lo que dio a aquellos movimientos de oposición (en la Europa central-oriental de los 70-80) la energía necesaria para resistir al aparentemente irresistible poder comunista (…) no tenía mucho que ver con la democracia liberal. (Aquellos movimientos eran impulsados por) El patriotismo, un deseo reavivado y eterno de verdad y justicia, la lealtad a la tradición nacional y (factor de suprema importancia) la religión. La gente se rebelaba porque el régimen les privaba de lo que consideraban más precioso. Las elecciones libres y un sistema multipartidista eran sólo mecanismos; mecanismos muy deseados, pero no más que eso».

Lo de arriba es mi traducción de lo que considero un párrafo clave de la obra de Ryszard Legutko The Demon in Democracy (hay versión española en Ediciones Encuentro). Legutko es un notable intelectual polaco, profesor de Filosofía en la Universidad Jagelloniana, vinculado en su momento a Solidaridad y a la resistencia anticomunista, hoy diputado del Parlamento Europeo. Su libro explica por qué la llegada de la democracia satisfizo sólo a medias las altas expectativas de los que se jugaron el tipo contra la tiranía en la era de los tanques soviéticos y la «soberanía limitada». En efecto, ellos valoraban la democracia como un instrumento, no como un fin en sí mismo. Se rebelaron por la verdad (los manifestantes checos que marchaban desarmados al encuentro de la policía en la Revolución de Terciopelo llevaban pancartas con el lema husita: «magna est veritas et praevalebit»), la religión (la visita de Juan Pablo II a Polonia en 1979 encendió el reguero de pólvora que condujo, primero a Solidaridad, y después a las revueltas pacíficas de 1989), la historia, la nación, la libertad de pensamiento y expresión… y sí, también la democracia en la medida en que se creía garantizaría todo lo anterior.

Pero ha resultado más bien al revés: a los países ex-comunistas se les presiona y sanciona por intentar preservar la verdad del matrimonio (institución para la conservación de la especie: por tanto, hombre-mujer), proteger su identidad nacional promoviendo la natalidad local en lugar de abrir las fronteras a la inmigración masiva o transmitir en las escuelas una visión del pasado juzgada en Bruselas «demasiado nacionalista». Y la querencia nacionalista o conservadora de esos pueblos es rechazada en tanto que… «antidemocrática».

Lo más asfixiante del régimen comunista, explica Legutko, era la superestructura de mentiras oficiales, un vocabulario ideologizado que se interponía entre la sociedad y la realidad: «vanguardia del proletariado», «fuerzas reaccionarias», «revisionismo», «construcción del socialismo»… «Era imposible tener ningún debate serio sobre los problemas reales, pues el lenguaje servía más para ocultar que para revelar lo real» (p. 127). Pues bien, Europa está cayendo bajo una nueva langue de bois casi tan dogmática y opresiva: «patriarcado», «racismo sistémico», «xenofobia», «homo-transfobia», «nuevos modelos de familia», «derechos sexuales y reproductivos»… Las nuevas palabras-policía hacen cada vez más inviable la libre discusión. Los herejes que desafíen la ortodoxia ya no terminan en el Gulag, pero sí pueden sufrir el escarnio público, la ruina profesional, la muerte civil. La deriva neototalitaria apunta incluso ya a sanciones penales (hace unos días, por citar sólo un ejemplo, un predicador británico fue arrestado por citar en la calle versículos de la Biblia relativos a la homosexualidad).

The Demon in Democracy trata sobre las inquietantes afinidades entre comunismo y democracia. Ambos comparten la visión progresista-determinista de la Historia como avance necesario hacia lo mejor; por tanto, lo antiguo es rechazable simplemente en tanto que tal (falacia ad novitatem). El futuro les pertenece: es sólo cuestión de tiempo que todo el planeta llegue a ser, bien comunista, bien democrático. Y la sociedad futura (socialista o de «profundización en la democracia») satisfará todas las necesidades humanas. Este optimismo prometeico conduce al activismo ingeniero-social y la intolerancia progresista: la vieja moral, sociedad e instituciones deben ser completamente transformadas. El reaccionario que intente apegarse a lo tradicional está obstaculizando el progreso. El anticomunista o el antidemócrata no merecen más que desprecio.

Otra similitud entre comunismo y democracia es el hecho de que ambos tengan ambiciones que trascienden con mucho lo meramente político. De la misma forma que el comunismo aspiraba a irradiar todas las esferas sociales (de la educación a la familia, de las iglesias a la cultura), así la democracia está dejando de ser vista como un simple sistema de gobierno, pasando a ser una «forma de vida» que debe regir todas las manifestaciones humanas. La educación debe ser democratizada: y eso no implica sólo universalización de la enseñanza (lo cual está bien), sino también pedagogía progresista-igualitaria (learning by doing, el profesor como mero «organizador del diálogo», etc.) y aprobados y titulaciones para todos. La familia debe ser democratizada: abajo el pater familias, bienvenidos los «derechos de los hijos» (incluso el derecho a abortar o «cambiar de sexo» sin consentimiento paterno). La religión debe ser democratizada: ¿quiénes son las Escrituras, la tradición o el Papa para determinar lo que deban creer los fieles? La Iglesia debe democratizar sus dogmas: ¡referéndum sobre el sexto mandamiento ya!

Que al socaire de la igualdad política iba a llegar una demanda de igualdad económica, cultural o estética (¿por qué los gustos del amante del reguetón tendrían que valer menos que los del experto en polifonía renacentista?), un Estado intervencionista-nivelador, una rebaja general de exigencias morales y el imperio de la vulgaridad es algo que ya atisbaron importantes pensadores liberales desde finales del siglo XVIII a principios del XX: Tocqueville, Ortega y Gasset (La rebelión de las masas trata exactamente sobre eso), Constant, John Stuart Mill… Y que la democracia no prima a los políticos con visión de Estado, sino más bien a los demagogos dispuestos a acariciar los oídos del pueblo y prometerle lo imposible (gasto público indefinidamente expandido, deuda pública infinita, derechos sin deberes—) es algo que se supo desde la Antigüedad, como puede comprobarse en las obras de Platón, Aristóteles, Polibio, Cicerón…. Como la democracia degenera en demagogia, así también la monarquía y la aristocracia pueden derivar fácilmente en tiranía u oligarquía; de ahí que la mayoría de los pensadores antiguos defendiesen algún tipo de régimen mixto que combinase elementos monárquicos, aristocráticos y democráticos (Polibio creyó realizada la constitución mixta en la República romana, en la que el elemento monárquico vendría representado por los dos cónsules, el aristocrático por el Senado y el democrático por los tribunos y comicios de la plebe). Dos mil años después, la Constitución de Estados Unidos también intentó corregir la democracia con contrapesos monárquicos (el Presidente) y aristocráticos (el Senado o el Colegio Electoral originarios).

Ni Legutko ni nadie tienen hoy una alternativa a la democracia liberal. La cuestión es si debemos pensar la democracia como «el peor de los sistemas políticos, con exclusión de todos los demás» (Churchill), siendo conscientes de sus defectos y recordando siempre que se trata sólo de un método para la sustitución pacífica de los gobernantes (Popper), y no una Buena Nueva que deba transformar todos los aspectos de la vida, o si la concebimos como una pseudorreligión llamada a colonizar todas las esferas. Se está imponiendo la segunda interpretación. El europeo medio hoy da por supuesto que todo lo que suponga «más democracia» o «más igualdad» es valioso. Y quien ose plantear alguna objeción a la religión democrática se expone al ostracismo.

Ryszard Legutko: Los demonios de la democracia. Ediciones Encuentro (Noviembre de 2020)

Fuente: La Nueva Razón