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Publicar o perecer: la muerte de la verdad científica


Andrea Zhok | 09/10/2024

Entre las muchas tragedias del Occidente contemporáneo, la que más me impacta, quizás por razones profesionales, es la enfermedad y muerte de la verdad científica.

La ciencia, toda ciencia funcional, dura o blanda, exacta o empírica, demostrativa o hermenéutica, natural o humana, siempre ha representado un juego muy delicado de libertad de discusión, método experimental, repetibilidad de resultados, interpretación de hipótesis y, sobre todo, confianza estructurada en fiabilidad tanto en el origen de la producción como en las cadenas de control posteriores.

La entrada de mecanismos de competencia en el mercado en el ámbito de la investigación científica ha representado, por el contrario, una forma de envenenamiento progresivo que ha devastado la fiabilidad de todo resultado científico.

El modelo de competencia de mercado funciona tanto de forma directa, en la búsqueda de fondos, como de forma indirecta, con la adopción de paradigmas competitivos que emulen los paradigmas del mercado («publicar o perecer»).
Incluso en áreas donde contar con grandes cantidades de financiación no es estrictamente indispensable para realizar una buena investigación, el sistema cultural neoliberal ha impuesto la búsqueda de fondos como una precondición curricular.

Esto afecta en primer lugar a la elección de los temas, que en el caso de la financiación pública tienden a ponerse «políticamente de moda» para satisfacer los gustos de los órganos decisorios, mientras que en el caso de la financiación privada tienden a presentarse como utilitaristas y prometedores a corto plazo, para así satisfacer el deseado de los inversores.

Pero también afecta los métodos de realización de la investigación y la calidad de sus resultados, que en promedio apuntan a variables cuantitativas como la cantidad de «productos» publicados y la velocidad de su lanzamiento (para vencer a cualquier competidor en el tiempo).

Finalmente está la forma de presentación de los resultados externamente, que muchas veces es la única forma verdaderamente accesible de los resultados científicos para quienes no son especialistas en el sector. A menudo se encuentran curiosas discontinuidades entre los resultados materiales de una investigación y la interpretación final, en las que aparecen cada vez más recomendaciones operativas (políticas) ajenas a la naturaleza del resultado científico (pensemos en la miríada de artículos durante la pandemia que plantearon cuestiones críticas contra las vacunas, pero que en las conclusiones y en el resumen debía contener necesariamente una frase recomendando proceder de acuerdo con las directivas sanitarias vigentes, sin las cuales el artículo nunca habría salido a la luz).

La política, que hacía tiempo que había perdido la capacidad de tomar decisiones sobre la base de ideas creíbles, acabó vampirizando la investigación científica, utilizándola para darse una apariencia de autoridad. En este intercambio de beneficio mutuo, los científicos reciben crédito y financiación públicos, los políticos reciben la apariencia de decidir en nombre de verdades indiscutibles, ajenas a la discusión de la chusma común. Todo parece un trato para todos, excepto para la credibilidad del propio conocimiento científico, que ya no puede hacer lo que tradicionalmente hacía: proporcionar una base sólida para el establecimiento de creencias públicas.

No hay que olvidar que tras la extinción de la autoridad de las tradiciones de sabiduría moral y religiosa, la ciencia era el último horizonte que quedaba para establecer una base para creencias públicas bien fundadas y no arbitrarias. Las implicaciones de esta forma degenerativa del papel público de la ciencia son de una gravedad aún por explorar.

Traducción: Carlos X. Blanco