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Ahí comenzó la gran apostasía


Enrique de Diego | 29/05/2020

El Concilio Vaticano II fue la respuesta de la Iglesia católica, llena de mala conciencia, a la Segunda Guerra Mundial. Dio comienzo el 25 de enero de 1959, por Juan XXIII, y tuvo que ser cerrado apresuradamente por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965. Tuvo el efecto perverso de dar comienzo a la gran apostasía general, en nombre del aggiornamento. Nadie leyó los textos conciliares, llegó el eco de que debía de cambiarse todo.

Primero llegó el arrinconamiento del latín por las lenguas vernáculas, con grave daño a la universalidad de la Iglesia, luego la Misa coram populo y no hacia Dios, con grave quebranto del Misterio de Nuestra Santa Fe, se arrumbó el canto gregoriano, maravilla de siglos, y las canciones populares cristianas y se impuso un infame guitarreo que creyendo estar a la moda ha dejado a la Iglesia católica en las modas de los años sesenta. Por todas partes, se extendió la banalización de la Liturgia, la pérdida de la teatralidad suntuosa católica.

Vinieron la relajación de las costumbres, la defección de multitud de sacerdotes y almas consagradas, la crisis de las órdenes religiosas, la sequía vocacional, la pérdida del Sacramento de la Penitencia, se hizo costumbre tomar al Señor en pecado mortal, se perdió el sentido del pecado y la Iglesia dejó de ser un foco de certidumbre para sembrar la confusión. Iglesias cerradas, vacías, sin jóvenes, el Santísimo solo, una Iglesia de viejos. Algunos eclesiásticos se dedicaron a extender doctrinas heréticas, y especialmente el modernismo, que niega la Revelación, y hace de la Santa Madre Iglesia una cuestión humana, la barca de Pedro bailando al son que tocan.

Quiero rendir homenaje a San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, quien describió y denunció magistralmente la penosa situación en una carta denominada La tercera campanada el 14 de febrero de 1974. La crisis de la Iglesia es la pavorosa crisis de las sociedades y la enfermedad del hombre: «Se escucha como un colosal non serviam! En la vida personal, en la vida familiar, en los ambientes de trabajo y en la vida pública. Las tres concupiscencias son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas. Toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales. (…) En esta última decena de años, muchos hombres de Iglesia se han apagado progresivamente en sus creencias. Personas con buena doctrina se apartan del criterio recto, poco a poco, hasta llegar a una lamentable confusión en las ideas y en las obras. Un desgraciado proceso, que partía de una embriaguez optimista por un modelo imaginario de cristianismo o de Iglesia que, en el fondo, coincidía con el esquema que ya había trazado el modernismo. El diablo ha utilizado todas sus artes para embaucar, con esas utopías heréticas, incluso a aquellos que, por su cargo y por su responsabilidad entre el clero, deberían haber sido un ejemplo de prudencia sobrenatural. (…) En una palabra: el mal viene, en general, de aquellos medios eclesiásticos que constituyen como una fortaleza de clérigos mundanizados. Son individuos que han perdido, con la fe, la esperanza; sacerdotes que apenas rezan, teólogo, así se denominan ellos, pero contradicen hasta las verdades más elementales de la revelación, descreídos y arrogantes, profesores de religión que explican porquerías, agitadores de sacristías y conventos, que contagian las conciencias con sus tendencias patológicas, escritores de catecismos heréticos, activistas políticos. (…) Hemos tenido que soportar, y cómo me duele el alma al recoger esto, toda una lamentable cabalgata de tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos, procuraban ocultar, aunque no lo consiguieran del todo, el rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal o del resentido orgulloso».

Sirvan estas pinceladas para rendir homenaje a San Josemaría Escrivá de Balaguer, que supo hacer con clarividencia el diagnóstico y dar la solución para estos tiempos bravos: la piedad. Es tiempo de oración. Como dijo la Virgen a los videntes en San Cristóbal de Garabandal: «Muchos cardenales, obispos y sacerdotes van por el camino de la perdición y llevan muchas almas tras ellos».

O como dijo también en Akita, Japón, a la hermana Agnes Katsuko Sasagawa, el 13 de octubre de 1973: «Si los hombres no se arrepienten y mejoran, el Padre infligirá un terrible castigo a toda la Humanidad. Será un castigo mayor que el diluvio, tal como nunca se ha visto antes. Fuego caerá del cielo y eliminará gran parte de la Humanidad, tanto a los buenos como a los malos, sin hacer excepción de sacerdotes y fieles. Los sobrevivientes se encontrarán tan desolados que envidiarán a los muertos. Las únicas armas que les quedarán serán el rosario y la señal dejada por mi Hijo. Cada día recita las oraciones del Rosario. Con el Rosario, reza por el Papa, los obispos y los sacerdotes. La obra del demonio infiltrará hasta dentro de la Iglesia de tal manera que se verán cardenales contra cardenales, obispos contra obispos. Los sacerdotes que me veneran serán despreciados y encontrarán oposición de sus compañeros… iglesias y altares saqueados; la Iglesia estará llena de aquellos que aceptan componendas y el demonio presionará a muchos sacerdotes y almas consagradas a dejar el servicio del Señor. El demonio será especialmente implacable contra las almas consagradas a Dios. Pensar en la pérdida de tantas almas es la causa de mi tristeza. Si los pecados aumentan en número y gravedad, no habrá ya perdón para ellos». En la tarde pragmática y dulzona del mundo, la tierra se preña de sombríos presagios que indican el fin de los tiempos. Ven, Señor, no tardes.

Nota: Este artículo ha sido publicado en el número 1 de la revista en papel de Adáraga