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Alejandro III de Rusia: autoridad, modestia y tranquilidad


Sergio Fernández Riquelme | 28/09/2020

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

Hombre robusto y sobrio, de trato amable y directo, Alejandro III era muy diferente a su padre. Heredó el trono cuando no había sido preparado para ello y cuando no lo esperaba; había fallecido su hermano mayor y heredero Nicolás, y fue formado rápidamente por su tutor Konstantín Pobedonostsev, conservador patriota y devoto ortodoxo. Formación que le alejó aún más de su liberal padre, y a diferencia de él (con varias amantes), siempre fue fiel a su amada esposa Dagmar de Dinamarca (llamada María Fiódorovna tras su conversión al cristianismo ortodoxo). Coronado oficialmente en 1883, volvió por convicción y devoción a la política de ortodoxia, autocracia y nacionalismo marcada por su abuelo Nicolás I (y acentuada tras el atentado que sufrió en la región de Járkov). Quizás su reinado fue el última esperanza del Imperio.

El nuevo monarca dio carta blanca al procurador general, su antiguo tutor Pobedonostsev, enlace con la IOR, quién se convirtió en el gran ideólogo de la autocracia zarista; responsable de impulsar la rusificación de las antiguas provincias de Bielorrusia, Finlandia, Polonia y Ucrania, la expansión imperial por Asia central y la centralización del territorio mediante el control de los zemstvos locales. Llamado El Cardenal Gris, este literato, jurista y profesor controló la política rusa durante medio siglo (ya como tutor del futuro emperador durante veinte años), siendo considerado por su amigo Dostoyevski, tras su exilio en Siberia, como el único hombre capaz de salvar a Rusia de la revolución. Pobedonóstsev patrocinó el Manifiesto de 29 de abril de 1891, que seguía proclamando el absoluto e inamovible dominio real, ya que «el poder autocrático es la única manera de preservar la estabilidad social, así procurando que sean los correctos gobernantes, y no una insostenible dictadura del vulgo, los que rectifiquen el camino de un ser humano inherentemente pecaminoso»; era, pues, la única manera a su juicio para hacer frente a la falsa y caduca democracia liberal-parlamentaria: «Entre el más falso de los principios políticos, se encuentra el principio de la soberanía del pueblo, el principio de que todos los problemas del poder proceden de la gente, y que se basa en la voluntad nacional –un principio que se ha convertido, por desgracia, más firmemente establecido desde la época de la revolución francesa. De allí procede la teoría del parlamentarismo, la cual, hasta el día de hoy, ha engañado a mucha de la llamada intelectualidad y, por desgracia, encaprichado a ciertos tontos rusos. Sigue manteniéndose en la mente de muchos con la obstinación de un estrecho fanatismo, a pesar de que cada día su falsedad se expone más claramente al mundo (…). Tal es la institución parlamentaria, exaltada en la cumbre y la corona del edificio de Estado. Es triste pensar que, incluso en Rusia, hay hombres que aspiran a la creación de esta falsedad entre nosotros; que nuestros profesores glorifican a sus jóvenes alumnos  el gobierno representativo como el ideal de la ciencia política; que nuestros periódicos lo persiguen en sus artículos y folletines, bajo el nombre de la justicia y el orden, sin preocuparse de examinar el perjuicio del trabajo de la máquina parlamentaria. Sin embargo, incluso donde han santificado su existencia durante siglos, su fe esta lista para decaer; la inteligencia liberal lo exalta, pero el pueblo gime bajo su despotismo, y reconoce su falsedad. No lo veremos, pero nuestros hijos y nietos seguramente verán el derrocamiento de este ídolo, que el pensamiento contemporáneo en su vanidad sigue adorando…».

La autoridad, modestia y tranquilidad de Alejandro III se manifestó en su política exterior. Aunque inicialmente mantuvo su alianza con la Liga de los Tres Emperadores (Alemania, Austria-Hungría y Rusia) para mantener el equilibrio continental, comenzó el acercamiento a su admirada Francia en 1892, sin romper con Bismarck. Y cuando se reactivó la cuestión oriental en los Balcanes, pese a ser un declarado eslavófilo y tras liberar Bulgaria del dominio otomano, el zar se limitó a una posición de tutela de la joven nación eslava.

Consciente del nuevo tiempo al que se asistía, con un nuevo orden europeo marcado por el nacimiento del Imperio alemán y un peligroso conflicto socioeconómico ante la emergencia del problema obrero, Alejandro III decidió no mover sus tropas y emprender nuevas reformas estructurales en el país, al que quería volver a hacer Imperio estable, pacífico; y sobre todo brillante en el mundo, encargando a Peter Carl Fabergé y sus artesanos 12 huevos de Pascua únicos y lujosos (guilloché con oro y platino, jaspe y ágata): el primero de ellos fue un regalo de Alejandro a su querida esposa en 1883, siendo fabricados 11 más durante su reinado de la mano de los artesanos Michael Perkhin, Henrik Wigström y Erik August Kollin, contiendo cada uno de ellos en su interior pequeñas recreaciones, como el palacio de Gátchina, el navío imperial Standart, o la catedral de Uspensky (tradición seguida por Nicolás II, siendo fabricados 69 en total para la Casa Románov).

Pero en plena era de paz y hegemonía, Alejandro III falleció a la edad de 49 años, tras una larga enfermedad, siendo enterrado en la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Dejaba solo ante el peligro a su joven y dubitativo heredero Nicolás.

Sergio Fernández Riquelme: El fin de un mundo: Los últimos días del Imperio ruso. Letras Inquietas (Septiembre de 2020)

Nota: Este artículo es un extracto del citado libro