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Elogio de la soberanía nacional


Diego Fusaro | 30/12/2022

En su núcleo esencial, la soberanía es ese espacio de poder de decisión que pertenecía a los reyes primero por derecho divino y luego por voluntad de la clase burguesa. Más tarde pasó a ser soberanía del pueblo, ejercida a través de parlamentos electos. Finalmente, a través de las prácticas de desoberanización del Estado, pasó directamente a los bancos y multinacionales, a las agencias calificadoras y a los fondos monetarios.

Como se ha señalado, incluso las tres grandes revoluciones modernas (inglesa, francesa y rusa) reemplazaron soberanías debilitadas y «desvanecidas» por soberanías nuevas, más fuertes y más efectivas. En suma, la Europa moderna, desde cualquier perspectiva que se observe, es el espacio dentro del cual se afirma “el historiador de la soberanía: el Estado”.

Frente al gran relato imperante hoy, que asocia indisolublemente la experiencia del estado soberano con el nacionalismo beligerante, el Tratado de Westfalia hizo posible la pax europea mediante el establecimiento de un equilibrio poliárquico de fuerzas entre los estados soberanos.

En las negociaciones que dieron lugar al tratado, se intentó que las líneas y fronteras entre los estados obedecieran a la norma de la «escala de Europa» (Tutina Europae). Se basó en los tres principios a) de la limitación absoluta de la fuerza, b) de la contención de los más poderosos y c) de la posibilidad de combinar los estados más débiles contra los más fuertes.

La forma plural de los estados no implicaba la fuerza igual de cada uno de ellos, sino la contención de la amenaza de conflicto, a través de un diferencial de poder lo más equilibrado y simétrico posible.

La ofensiva posterior a 1989 contra los estados soberanos nacionales puede explicarse por el hecho de que, en la época del ya difunto comunismo histórico, son los últimos centros de resistencia a la expansión de la globalización del mercado.

Allí donde todavía existen, pueden actuar como vectores activos de un desarrollo alternativo y orientado de otro modo (la Cuba de Fidel Castro, la Venezuela de Hugo Chávez, la Bolivia de Evo Morales, etc.), o incluso simples frenos a la globalización de barras y estrellas, contemplando otras formas de economía que la que pretende ser la única, la del libre mercado con la mercantilización y la explotación incorporadas.

La única resistencia real a la globalización capitalista hoy se encuentra en los estados nacionales, socialistas y patrióticos, que se oponen a las dinámicas de «inglobalización» (contracción de «inglés» y «globalización») manejadas militarmente por el Leviatán atlantista.

Por eso, entretejiendo las muy diferentes gramáticas de Massimo Salvadori, Hosea Jaffe y Samir Amin, la única «oportunidad socialista en la era de la globalización» reside en la teoría y la práctica del «desacoplamiento» como forma de «salir de el sistema mundial» e iniciar el proceso de establecimiento de una federación desglobalizada de estados soberanos, patrióticos, democráticos y socialistas.

Desde la caída del Muro de Berlín, el estado nacional ha estado bajo asedio porque, en la segunda mitad del siglo XX, se posicionó como un espacio para la democracia, aunque en gran parte perfectible, y como garante de los derechos sociales considerados inalienables y, por lo tanto, inaccesible a la lógica de mercado de la competitividad.

Como ya sabía Hegel en sus Esbozos de filosofía del derecho, en los vínculos que se van estableciendo en el sistema de necesidades «el ajuste necesita una regulación conscientemente emprendida que esté por encima de ambos», es decir, por encima de los trabajadores y de los capitalistas: esta regulación es la que, en el siglo XX, estaba garantizada, aunque con todos los límites necesarios, por el Estado.

Lejos de ser entendido como un mero comité de negocios de los gobernantes (que lo era en parte), impedía que el Amo aniquilara al Siervo. Ha preservado políticamente un espacio inaccesible a la competitividad económica, un hic sunt leones infranqueable, constituido por derechos imprescriptibles que no dependen de la competitividad del mercado (salud, educación, etc.).

Afirmó esa figura fundamental de ciudadanía, en virtud de la cual se era miembro de una comunidad y, como tal, titular de derechos y deberes. El homo civicus, como lo definió Cassano, no era sólo la sociedad civil, sino la sociedad civil que se asociaba y se ocupaba de los asuntos públicos. El turbocapitalismo, como se ha subrayado, aspira a sustituir la figura del ciudadano del Estado nacional, portador de derechos, por la del consumidor posnacional apátrida, que tiene tantos derechos como realmente puede adquirir.

Diego Fusaro: En contra del viento: Ensayos heréticos sobre la filosofía. Letras Inquietas (Mayo de 2022)

Nota: Traducción de Carlos X. Blanco