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Gaspar Melchor de Jovellanos, mi paisano


Carlos X. Blanco | 22/05/2023

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Gaspar Melchor de Jovellanos. Cuando uno piensa en sus nombres de pila, siempre viene a la mente la imagen de los Reyes Magos. Sus nombres evocan la ilusión que sienten los niños el día de la Cabalgata de Reyes, el 5 de enero. En efecto, esa fue la fecha de nacimiento de nuestro personaje: el 5 de enero de 1744. Todo un regalo de Reyes para sus padres. En realidad, los padres de Jovellanos tuvieron doce hijos, y solamente ocho de ellos llegaron a mayores. En otros tiempos, como pueden ver, las familias tenían muchísimos niños. Una de las razones de ello era que una parte de ellos se morían antes de hacerse adultos. Pero, en cualquier caso, los asturianos de aquel entonces «hacían sus deberes» en materia reproductiva. No como hoy, edad negra en la cual las parejas optan por un perro, abortan los bebés u optan por la «sexualidad alternativa». El asturiano es un pueblo condenado a la extinción. Su fracaso está garantizado y ganado a pulso: votando a quienes votan y renunciando a tener niños.

Por otra parte, de todos estos niños, sería Gaspar Melchor, el regalo de los Reyes Magos, el que estaría destinado a cobrar fama en toda España y aun en Europa. En Asturias, además, son también conocidos, aunque no tanto, dos más: Francisco de Paula, «Pachín», como le llamaba nuestro personaje, y María Josefa, «Pepa» o la «Argandona», ilustre escritora en lengua asturiana.

En 1744 ¿qué pasaba en el mundo? Al menos en Europa, se estaban dando ciertas transformaciones. Eran los tiempos en que comenzaba a nacer una nueva mentalidad: la Ilustración o, también, El Siglo de las Luces” Se trataba de difundir entre el pueblo un mayor nivel de instrucción, de crear instituciones para que la población de las naciones aumentara su nivel educativo y técnico, fomentar la ciencia y la técnica con el fin de que el pueblo llegara a sentirse más libre y feliz.

Estas ideas que ciertos intelectuales europeos amasaron y difundieron tuvieron su origen, principalmente, en las Islas Británicas. Figuras como John Locke o David Hume hablaron de la necesidad creciente de una mayor tolerancia y de un respeto mayor a las opiniones y creencias de los demás. Claro está que cuanto predicaban los ingleses era para su aplicación en los demás, ellos se reservaban el derecho a ser intolerantes con católicos y españoles.

Se enfrentaron algunos ilustrados al despotismo de los reyes y al fanatismo oscurantista del clero. No obstante, en Inglaterra este tipo de ideas nunca tuvo un carácter revolucionario ni radical. Transplantadas a Francia, en cambio, prenderían en una clase burguesa, es decir, en una parte de la población bien instalada pero carente de privilegios y harta de los excesos que nobles y reyes cometían sin pudor. En Francia la Ilustración derivaría en Revolución, esto es, en el aniquilamiento del Antiguo Régimen.

Se llama Antiguo Régimen a la época en que la nobleza, legalmente, contaba con privilegios de todo tipo (ante la justicia, ante los impuestos, en el ejército, etc.). Eran los tiempos en que un ser humano no disfrutaba de los mismos derechos al nacer: todo dependía de la familia en cuyo seno nacía el niño. Si eras hijo de nobles, tus privilegios de noble te acompañarían hasta la tumba. Si eras «plebeyo», es decir, sin un linaje noble, esta limitación en los privilegios también te acompañaría para siempre, a excepción de algunos pocos casos en los que los reyes te recompensaban con un título a cambio de grandes favores y servicios.

Esta desigualdad de base entre nobles y plebeyos nos parece escandalosa con los ojos actuales. Preferimos clasificar a las personas por sus méritos. No nos suele parecer justo que un tonto, un ladrón, un ser despreciable en cualquier sentido, disfrute de más privilegios que una persona honesta, esforzada, capaz. Pero el Antiguo Régimen era así. Una injusticia instalada en el seno de toda la sociedad europea. Bien es cierto que tendemos a olvidar que «la nobleza obliga». Ser noble implicaba a veces la «entrega» (de la hacienda y de la vida) y no sólo el privilegio. Solamente en 1789, de forma violenta y tremenda, este Régimen «de la entrega o servicio» comenzó a tambalearse.

¿Y qué tiene todo esto que ver con Gaspar Melchor? ¿No nos estamos adelantando a los acontecimientos? Sí, es cierto, no vayamos tan deprisa.

En 1744 no hay, ni por asomo, un movimiento revolucionario ni una lucha entre clases sociales como décadas después se conocerá, primero en Francia y después en otros países. En el Reino de España, tras la Guerra de Sucesión (1701-1713), hubo un cambio dinástico muy importante. Los Borbones se instalan en el Trono, desplazando a la familia Habsburgo, como consecuencia de su éxito militar en esta larga contienda. A partir de la venida de esta nefasta familia extranjera, y siempre extranjera, la decadencia de España estaba asegurada.

Esta familia de origen francés trae a España la esperanza (frustrada en general) de regenerar la vida política, económica y social de un reino, el hispano, en franca decadencia desde mucho tiempo atrás. España disponía aún de enormes territorios en América y Asia, y podía ser considerada como un imperio, pero un imperio empobrecido, cuya población (mayoritariamente) vivía en el atraso, el hambre y la oscuridad espiritual, quizá mayor en la Península que la España americana. Unos valores y unas instituciones anticuadas (para un capitalismo depredador triunfante) hacían difícil levantar cabeza a estos territorios desde siempre mal gobernados, secuestrados por una Inquisición paralizante, así como por una nobleza parásita, corrupta y holgazana.

La dinastía borbónica, empezando por Felipe V, prometía reformas «a la francesa», que pusieran al reino al día, al nivel de modernidad que ya se estaba conociendo en otros países de Europa. Y las reformas tenían que comenzar en la propia administración del Reino.

Gaspar Melchor nace, pues, en este Reino de España decadente y en proceso de lenta recuperación. Pero dentro del Reino había un territorio muy singular entonces, un pequeño país donde las circunstancias diferían en parte: Asturias, también llamada entonces, Principado.

El Principado de Asturias había sido, desde los tiempos de los Reyes Católicos, por lo menos (siglo XV), un territorio vinculado a la Corona de Castilla (y después, a la de España) pero que había gozado de enorme autonomía en su gobierno. Una Junta General formada por procuradores elegidos en los concejos asturianos tomaba amplias decisiones que afectaban a sus intereses, negociando directamente con el Rey los asuntos que a este más le concernían en relación con provincias lejanas y escasamente relevantes en lo económico: los impuestos y los reemplazos de soldados.

Asturias era un país muy mal comunicado con la Meseta, esto es, con Castilla, con el corazón del Reino. Esto implicó un atraso considerable, un alejamiento de las decisiones importantes, de la Corte… pero también supuso un mantenimiento muy fuerte de su personalidad cultural. En muchos aspectos, el Principado no era, al igual que otras regiones del norte (Galicia, País Vasco), representativo de los males endémicos en Castilla o Andalucía: el latifundismo, por ejemplo. En Asturias predominaba en cambio el minifundismo. Es decir, pequeñas parcelas que los nobles arrendaban casi «para siempre» a los campesinos o colonos, quienes heredaban de sus padres el derecho a seguir arrendando la misma propiedad. Aunque no era una situación idílica, las relaciones entre colonos y señores no eran tan desiguales y descarnadas como en otros lugares de España, especialmente al sur. Los señores (hidalgos, es decir la nobleza baja) se conformaban con la percepción de rentas no abusivas, modestas, y ejercían sobre el pueblo una actitud paternalista y conciliadora con los aldeanos.

Algo similar se puede decir de la Iglesia cuando ésta era receptora de rentas del campo. Básicamente había una clase propietaria de las tierras (hidalgos y clero) y una clase trabajadora de las mismas (campesinado). Las tensiones en Asturias no eran grandes, no parecía existir en ese lejano siglo XVIII una «lucha de clases». La mayoría de la población vivía de forma sencilla y honesta, y el propio Gaspar Melchor de Jovellanos nos la describe así. El despotismo de los grandes terratenientes andaluces o extremeños, por ejemplo, era en Asturias desconocido. Muchos hidalgos vivían de su propio trabajo como propietarios rurales, y a veces, por su modestia, eran indistinguibles de los aldeanos más acomodados.

En cuanto a las otras clases sociales, a parte del campesinado (hidalgo o plebeyo), en Asturias había poca representación: los artesanos más imprescindibles en una época pre-industrial, algunos funcionarios, clérigos, militares, etc. Muy pocos. Propiamente, la única «ciudad» de este Principado era Oviedo. Y aún así, Oviedo era una ciudad pequeña en el Reino. A pesar de ser pequeña, no obstante, Oviedo era una ciudad con Universidad, fundada en el siglo XVII por el inquisidor Valdés, así como la sede de las máximas instituciones de la provincia: la Junta General del Principado, la Diputación, la Real Audiencia. Con esto, junto a su Ayuntamiento, había un cierto número de cargos y funcionarios. El resto del país era casi totalmente rural, con muchas y pequeñas villas esparcidas a lo largo de sus concejos, así como caserías innumerables aisladas unas de otras, como es tan típico en Asturias y en el resto del norte peninsular.

Pero Jovellanos, uno de los más ilustres asturianos de la historia, nació en Gijón. La villa gijonesa, que hoy es la ciudad más grande de Asturias y alberga más o menos la cuarta parte de su población, era entonces un pueblecito pequeño, de sabor marinero y muy apegada a todo su contorno rural. Jovellanos es Gijón (o Xixón, en lengua asturiana) y Gijón es Jovellanos. La villa y el personaje están unidos de forma tan estrecha que todos los gijoneses llevamos (lo digo en primera persona porque soy natural de esta ciudad), incluso sin darnos mucha cuenta de ello, a don Gaspar Melchor dentro. Es como un viejo amigo cuyo nombre resuena en cada rincón de la ciudad: Instituto Jovellanos, calle Jovellanos, plaza de Jovellanos… Hasta en la sopa uno se encuentra con este nombre.

¿Y cómo era el Gijón de aquel entonces? Ya he dicho que pequeño, una villa costera de poca monta si la comparamos con el Avilés de entonces, o con muchas otras que hoy se asoman al Cantábrico con encanto y mucha vida propia, pero sin llegar nunca a la categoría de «ciudad». En aquel Gijón apacible sobresalían algunas casonas que todavía hoy se pueden ver cerca del barrio pescador de Cimavilla, embrión histórico de la ciudad desde sus tiempos romanos, si no de antes, de cuando unos astures enigmáticos, quizá metalúrgicos, ganaderos y comerciantes, se habían instalado frente al mar Cantábrico. Hoy en día esas sólidas casonas son exponentes del poder de los hidalgos asturianos: un poder fundado en la austeridad. Grandes muros, pocos adornos de fachada, apenas una casa aldeana ampliada, o puede que, como en el caso del solar de Jovellanos, una torre casi medieval que con el tiempo se amplía, buscando la simetría en la construcción de una torre gemela al otro lado, y el cuerpo central de la casa, con patio cuadrado en medio. Así es la casona natal de Jovellanos.

Debe saber el lector que Asturias es tierra de casonas más que de castillos. La llamada Reconquista, durante la Edad Media, es decir, la guerra de cristianos contra musulmanes, alejó las fronteras de Asturias muy pronto, situándose el límite guerrero con el Islam mucho más al sur, en tierras de la Meseta. Por eso en Castilla hay, como dice el nombre, muchos y recios castillos. Los castillos eran ante todo construcciones para la guerra, y solamente de manera secundaria servían como residencias para los nobles. La casona norteña, en cambio, nace ya con función residencial. A veces se almena, se rodea de muros, por si acaso. Pero está claro que la casona sirve para vivir en ella, recibir las rentas de los aldeanos del contorno, y sirve también y, ante todo, para durar. Tiene el cometido de hacer ver que un linaje se expresa en piedra y dice a los que pasan ante ella: «aquí seguimos y aquí seguiremos». Si pasas un día por delante de la casona natal de Jovellanos, hoy un Museo, este puede ser su mensaje. Las piedras mismas de sus muros te lo indican.

Cuentan los biógrafos de este ilustre gijonés que su infancia, hasta los trece años, debió ser bastante feliz entre tantos hermanos, trotando por los pasillos de aquel enorme caserón. Al parecer la vida familiar se llenaba de alegría en la Asturias tradicional al llegar la primavera y el verano, con frecuentes excursiones a las romerías rurales y visitas a parientes instalados en otros puntos del Principado. Pero a los trece años la instrucción primaria de Jovellanos concluía, al fin, y era preciso salir de Gijón para darle a Gaspar un nivel más elevado.

Gaspar había nacido en el seno de una familia noble. Un verdadero privilegiado. Sin embargo, hay que precisar mucho las cosas. No pienses que este chico de trece años fue un «niño de papá», rodeado de comodidades y ventajas. Su padre, miembro de la elite asturiana como sus antepasados, debía mantener a muchos hijos. Sus rentas apenas le alcanzaban. Además, era costumbre que la herencia recayera solamente en el primogénito: el varón nacido en primer lugar. Los demás tenían que «buscarse la vida», hasta cierto punto. Las familias bien situadas, como la de Jovellanos, ayudaban a todos los demás hijos varones (los «segundones») a que ingresaran en la Iglesia, la Marina o el Ejército tras una fase de instrucción imprescindible para ello. Era costumbre en la familia de Jovellanos que los chicos hicieran carrera en la Iglesia y en la Marina. A Gaspar le tocó seguir la vida eclesiástica. Sin embargo, nuestro personaje nunca llegó a ser cura, ni nada parecido. Antes bien, primero se hizo juez, después ocupó diversos altos cargos del Reino, hasta que finalmente llegó a ministro…

He querido describir el punto de arranque, la célula germinal, de aquel brillante asturiano y español que fue Jovellanos. El resto, es cosa conocida. No se le puede considerar «filósofo», pero sí un intelectual profundamente comprometido con la Tradición. No fue un liberal, aunque tuvo amigos liberales (más amigos ingleses que franceses, dicho sea de paso). Con la invasión de Napoleón se le quiso reclutar entre los «afrancesados». Pero mi paisano, Jovino, como le llamamos en Asturias, no valía para ser traidor. Su postura política fue la defensa de la «Constitución Histórica». Ni el Principado (la Patria chica) ni las Españas (el Reino y el Imperio) necesitaban de un puñado de leguleyos redactando un texto constitucional, ni menos aún precisaban de la chatarra llamada «progreso», envuelta en la sangre de las guillotinas. Ya teníamos lo que los extranjeros nos querían dar. Y lo teníamos nuestro, sin napoleones ni robespierres: de larga data. La propia Reconquista les había dado a los españoles todas sus libertades y fueros, su propio entramado Constitucional. Los liberales siempre quisieron adueñarse de Jovellanos. Pero el «reformista» que siempre fue, también pasará a la historia como adalid de la Tradición. Ambas posiciones no son incompatibles, y valgan estas líneas para homenajear a mi paisano.