El jueves 9 de febrero, el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky estaba de gira por Europa. Pero después de haber montado el gran espectáculo, los representantes de las veintisiete naciones del Viejo Continente parecen haber querido aprovechar este acontecimiento para plantear otros temas más o menos accesorios: la inmigración masiva, por ejemplo.
Una vez más, no hay problema de fondo que no pueda resolverse no tomando una decisión. De ahí las resoluciones tomadas por los ponentes, pidiendo el «refuerzo inmediato de los recursos existentes, ante una presión migratoria en su nivel más alto desde 2016». En efecto, «en 2022 se registraron unas 330.000 entradas irregulares en el territorio de la Unión Europea», según Les Echos, que no es precisamente el periódico más avanzado en la lucha contra la presión migratoria extraeuropea.
Por lo demás, el catálogo habitual de medidas tomadas con el pecho hinchado en nombre de grandes principios, pero nunca aplicadas por blandenguería y buenos sentimientos. Se habla, pues, de «deportaciones en las fronteras», de las que hoy sólo se lleva a cabo el 21%. Y también se habla de «intensificar la cooperación» con los países de origen de los migrantes, otra antífona ante el Eterno.
Luego está Europa y Europa. ¿En el corazón histórico de esta última? La fantasmática pareja franco-alemana, que desde hace tiempo sabemos que funciona de manera torpe. Al menos, esta pareja a lo Dubout (la señora gorda y vengativa y el hombrecillo temeroso) puede reconciliarse en un punto: la resolución común sobre la inmigración prohíbe, de hecho, toda mención a cualquier forma de barreras físicas supuestamente destinadas a protegernos de este peligro.
Y Emmanuel Macron añadió: «Creo que hemos evitado precisamente los mecanismos de estigmatización con los que, por ejemplo, Francia y Alemania no se sienten cómodas». ¿Construir muros? París y Berlín no parecen estar maduros en esta cuestión.
Pero también hay otra Europa, la de los márgenes de nuestra cuna civilizatoria, en primera línea frente a lo que el difunto presidente francés Valéry Giscard d’Estaing llamó en una ocasión una «invasión». Obviamente están las naciones del Este, quizá más «tranquilas» con estos temas, entre ellas Bulgaria y Rumanía. Pero también Austria y, por primera vez, los estados del norte, entre ellos Dinamarca, han salido de su tradicional letargo en la cuestión migratoria.
En resumen, según los tecnócratas europeos, deberíamos construir muros alrededor de Europa, pero sin decirlo; deberíamos luchar contra la inmigración ilegal, pero sin hacerlo; deberíamos llamarnos europeos, pero avergonzarnos de serlo y, sobre todo, avergonzarnos de persistir en seguir siéndolo. Mientras tanto, se pueden sacar dos conclusiones.
La primera es que la Europa de los veintisiete no es más que un producto de la imaginación, en la que cada una de las naciones que la componen persiste en defender sus propios intereses, cosa que no se les puede reprochar. Pero la suma de prioridades particulares nunca puede conducir a un objetivo común.
La segunda es que, año tras año, Francia, incluso bajo la hipnótica dominación de Macron, sigue siendo la única nación que intenta hacer valer tanto la voz de una nación con mala salud como la de una Europa al límite de sus fuerzas, frente a las políticas estadounidenses y sus vasallos, principalmente Polonia y Alemania. Naciones que, con el pretexto de respaldar una embrionaria defensa europea, son las primeras en comprar armas estadounidenses y en acatar los mandatos de política exterior de la Casa Blanca.
Las «cabras tiran al monte», se burló una vez el general De Gaulle de estos europeos con piel de conejo… «Terneros camino del matadero», diríamos más bien, parafraseando una de sus expresiones más o menos apócrifas.
Fuente: Boulevard Voltaire
Nicolas Gauthier es un ensayista y periodista francés.