La «edad de plata» de la literatura rusa corresponde a lo que llamamos la Belle Époque. Es un periodo de protesta contra la autocracia zarista y las inflexibilidades de la ortodoxia pero los exponentes de esta protesta, con ese nombre que le hemos dado, no son unos revolucionarios en el sentido marxista del término.
El primer personaje que escogeremos en esta nebulosa es Vassili Vassilévitch Rózanov (1856-1919). Este autor representa un itinerario muy particular; una vida excepcional, diría Hannah Arendt; que no puede ser clasificado fácilmente en un bando conservador o progresista: Rózanov piensa fuera de cualquier partido, de cualquier convicción. «He venido al mundo», escribe, «para observarlo y no para realizar algo en él». Los vagabundeos de esta mirada fueron debidamente recogidos en un volumen con tres partes temporales (1913, 1915 y 1918): Feuilles tombées (Hojas caídas). Interesante recopilación de diversas notas, escritas no para durar en la posteridad, sino para expresar de forma espontánea una sensación, un estado anímico. Rózanov quiere entroncar con la picardía del copista medieval que garabatea una broma o un dibujo provocativo en los márgenes de su venerable manuscrito. Ve en ello la verdadera literatura, una expresión anterior a la imprenta y, por ello, anterior a la modernidad. Para él, «aquello que necesitamos no es una gran literatura sino una vida bella y grande, bien completa». La literatura verdadera es un pequeño patio de la casa, nada más y, ciertamente, no debe servir para que unos desconocidos pretenciosos alardeen ante sus contemporáneos.
A partir de ahí, Rózanov inaugura uno de los fundamentos de la Revolución Conservadora, en la que la aportación rusa es esencial, por la conexión que va de Rózanov a la pareja Merejkovski/Hippius y, de ellos, hasta Moeller van den Bruck. ¿Cuál es este fundamento? Aquel que atiende a las pequeñas cosas de lo cotidiano, a los particularismos más particulares, ya que esos particularismos son mi yo divino; lo divino de mis semejantes. Rózanov es un «fisionomista»: pone en valor las miradas, los cuerpos, la inmersión en el uno mismo más profundo. Se declara así independiente de todo público, se aparta, a la manera de Schopenhauer, de cualquier voluntad militante y frenética, febril y adquisitiva, de cualquier participación en malos circos ideológicos.
Rózanov, sin pretensiones, se considera el más normal de los hombres: aquel que ve lo que no ven esos partidarios de todas las versiones esquematizadoras que juzgan todas las cosas en blanco y negro. Ve lo que los ideólogos no ven. Y las cosas esenciales residen en lo más íntimo: la verdadera vida se desarrolla en un hogar privado, acogedor y confortable; es «redondo» como un nido de pájaro. Hay que conseguir crearse un «hogar redondo»; de esa manera, Dios no nos abandonará. Ese nido familiar es el orden doméstico anhelado, el domostroï eslavo o el kahal judío que, si se destruye, engendra un socialismo inorgánico, donde la fraternidad no es más que un engaño.
Esta inmersión en uno mismo induce en Rózanov un odio del positivismo liberal (occidental): «El positivismo es el mausoleo filosófico de la humanidad en decadencia. Yo no quiero tener nada que ver con él. Lo desprecio. Lo odio. Lo temo». La naturaleza entera está preestabilizada ya que está ahí, simplemente, y es ahí únicamente donde podrán expresarse las potencialidades que se convertirán en realidades. Pensamos en lo real sin duplicado de Clément Rosset. La razón razonadora de los positivistas es inferior a esa realidad sin duplicado. En cuanto a la verdad, no tiene importancia en sí misma; solo tiene importancia si (y solamente si) es constitutiva de la realidad real. Parecería que está hablando Armin Mohler, admirador de Rosset.
Rózanov frecuentaba la sociedad religiosa/filosófica de San Petersburgo, que pretendía modernizar la religión, no en un sentido positivista, por supuesto, sino dándole un vigor nuevo. En esos debates, a veces agitados, Rózanov no paró de denunciar el rechazo de los factores vitales por parte de la Iglesia ortodoxa, posición que le dio una reputación de revolucionario antirreligioso, mientras que, a la vez, defendía la causa de la Centuria negra pogromista, que acusaba a los judíos de «asesinato ritual», y se mofaba de la pusilanimidad de los progresistas en este asunto. Esta ambivalencia lo desacredita a ojos de los liberales que, sin embargo, eran receptivos a su crítica de la ortodoxia. La petrificación de la ortodoxia generó un abismo profundo en el alma que provocó con el tiempo una catástrofe de dimensiones colosales: lo engulló todo, trono, clase, trabajadores…
Rózanov desarrolla su pensamiento religioso: no está centrado directamente en la Iglesia ortodoxa que, sin embargo, no abandonó nunca ya que, a pesar de sus lagunas y sus errores, reserva para sus fieles un espacio de calidez inigualado: allí se entierra a los padres, a los familiares, se casa a los hijos. El cuerpo de la Iglesia consiste en los ritos que ritman la vida, la del hogar, la del nido. De entrada ya se ve que la crítica antirreligiosa de Rózanov no es la de los positivistas y los liberales, de los que percibe que sus ideas están igual de petrificadas o en vía de petrificación. El núcleo central de su crítica de la ortodoxia rusa es vitalista. La doctrina cristiana es hostil a la vida, al deseo. Se ha despegado del «árbol de la vida» mientras que el Antiguo Testamento, que él revaloriza, estaba estrechamente apegado a ella. El Evangelio que, para él, es un veneno, pero no en el sentido en el que lo entendía Maurras, transmite una profunda tristeza, un duelo permanente. No es telúrico; y fálico, menos todavía. Desconoce la risa y el amor carnal, el único amor verdadero.
Pero, fiel también a su forma de decir, inmediatamente después de sus escritos provocadores, lo contrario de lo que acaba de afirmar, Rózanov canta las virtudes del monacato europeo, generador de un ser hermafrodita y monacal, que ha conseguido sublimar hasta el extremo los instintos vitales y, por eso mismo, a generar la civilización en Europa. Ese monacato creador, sin embargo, dio paso a la infertilidad evangélica en Europa, de tal forma que, al final, todo se convirtió en «sombra». Eso no habría sido posible si la religión hubiera sido más carnal, más solar, más fiel a los cultos antiguos de la fertilidad, decía Rózanov el inclasificable, ya que el sol está ahí, es el elemento más patente de la realidad (sin duplicado), sin el cual ninguna vida, ni elemental ni monacal, es posible, sin el cual las liturgias cíclicas no tienen ningún sentido. Como David Herbert Lawrence, Rózanov reclama una vuelta de la religión al cosmos para que la teología no sea ya un ruido seco de devaneos silogísticos sino la voz del pueblo campesino que canta el retorno de la primavera.
La desaparición en la religión oficial del entorno cálido del domostroï y la acosmicidad, junto con el antivitalismo, son los vectores de la decadencia final de la civilización europea. Sin vitalidad natural, una civilización no tiene ya la energía de actuar ni la fuerza de resistir. Ha perdido cualquier chispa divina. Lev Gumilev, que se lamenta de la desaparición de las pasiones; Eduard Limónov, recientemente fallecido, que habla de un Occidente convertido en un «gran hospicio»; Aleksandr Duguin, que desarrolla su crítica particular de Occidente, son los ecos lejanos de ese vitalismo de Rózanov. Prefigurando igualmente a Heidegger, Rózanov deplora la invasión en nuestros nidos de la opinión pública/mediática, que descentra nuestras atenciones y disloca la coherencia de nuestros nidos. Estamos en un proceso de participación en la sociedad que destruye las comunidades arcaicas, disuelve los cimientos irracionales y los reemplaza por un bla-bla intelectual asimilado a lo racional. La política está, desde entonces, dominada por ese intelectualismo infecundo y todo lo que produce, sean ideologías o sean programas, merece el desprecio. Rózanov formula, entonces, un credo apolítico. Si la revolución bolchevique, acaecida durante la redacción de Hojas caídas, consiguió alterar por completo el edificio imperial zarista, es por que estaba empujada por la vitalidad de los muzhiks que lucharon en el Ejército Rojo. La revolución es una manifestación de la juventud, escribe, que quiere otra cosa que un imperio esclerotizado.
Rózanov había coincidido en San Petersburgo con esa pareja extraordinaria que formaban Dimitri Merejkovski y Zinaïda Hippius quienes, a su vez, habían coincidido en París con aquella otra pareja fuera de lo común, Arthur Moeller van den Bruck y Lucie Kaerrick (traductores de Dostoievski). Por intermediación de esas dos parejas, muy activas en los entornos culturales rusos y alemanes, las ideas vitalistas de Rózanov, con su antipositivismo visceral; su crítica de la desecación de las religiones; su visión de la muerte de la civilización por la desaparición de las comunidades arcaicas y, finalmente, su puesta en valor, al comienzo de la revolución rusa, del factor juventud, terminaron, mutatis mutandis, en el corpus de la Revolución Conservadora. Y quedaron ancladas. Definitivamente.
Traducción: Esther Herrera
Robert Steuckers, nacido el 8 de enero de 1956 en Uccle, es un ensayista políglota y activista político belga. Dirigió una oficina de traducción en Bruselas de 1985 a 2005, muy activa principalmente en los campos del derecho, la arquitectura y las relaciones públicas (como lobby de presión en la Comisión Europea).Cercano a la Nueva Derecha, fue el teórico de la Revolución conservadora dentro de este movimiento. Abandonó el Groupement de recherche et d’études pour la civilisation européenne (GRECE) en 1993 para crear Synergies européennes, desde donde defiende las tesis de un nacionalismo anticapitalista paneuropeo.