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La imposición democrática


Javier García Isac | 09/03/2021

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

El gobierno de Suárez se caracterizó por su total cobardía y pusilanimidad contra la izquierda y los separatistas, que se habían unido, una vez más, en comandita, para destruir lo poco que quedaba ya de la España nacional. Una de sus principales reivindicaciones era la promulgación de una ley de amnistía que, según los separatistas e izquierdistas, consistía en liberar a todos los supuestos presos políticos que penaban en las cárceles. La realidad, sin embargo, era que la práctica totalidad de esos reos eran delincuentes y terroristas asesinos.

Ante la pasividad de la derecha sociológica, los favorables a la amnistía lograron convencer a una parte importante de la sociedad española que, por desidia, prefería mirar hacia otro lado era necesario liberar a los criminales. El hecho es que una parte muy pequeña de los españoles se opuso a esta nueva ley que puso en la calle a asesinos etarras vascos y demás criminales de tendencias izquierdistas. Obviamente, según se vieron fuera de las prisiones, una mayoría de ellos, en especial los etarras, volvieron a disparar tiros en la nuca y colocar coches bomba gracias a su liberación aprobada por el ejecutivo presidido por Adolfo Suárez.

A pesar de que la izquierda y los separatistas habían pregonado a los cuatro vientos el carácter antifranquista y antifascista de ETA, la organización izquierdista vasca incrementó el número de atentados tras ser promulgada la ley de amnistía. A modo de agradecimiento, ETA asesinó a tres personas el mismo día en que el texto legal quedó aprobado en las Cortes. Al año siguiente, los etarras perpetraron 71 atentados con el resultado de 85 muertos, la cifra más alta hasta la fecha. La reacción contra el grupo terrorista marxista vasco fue mínima. Por parte de izquierdistas y separatistas en general y del PNV en particular, ETA eran poco menos que unos mártires por la supuesta causa vasca. Varias encuestas publicadas en aquella época aseguraban que entre un 13% y un 16% de los vascos consideraba a los etarras como unos héroes y otro 29% y 35% los tildaba de idealistas. Siguiendo la estela de ETA, pronto aparecieron nuevos grupos terroristas, todos ellos de carácter marxista y separatista, como el Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario, Terra Lliure en Cataluña y el Ejército Guerrillero del Pueblo Gallego Libre.

Además, los separatistas catalanes y vascos aprovecharon la debilidad del gobierno, los atentados terroristas y el apoyo unánime de la izquierda para presionar en favor de sus supuestas reivindicaciones autonomistas que, como quedó demostrado poco después, eran esencialmente secesionistas. De nuevo, el gobierno del antiguo Ministro-Secretario General del Movimiento degenerado en un cobarde centro-reformista aceptó todas y cada una de las exigencias separatistas. En un próximo capítulo, analizaremos más en detalle cómo se realizó el proceso autonómico.

En este contexto dramático, los españoles fueron llamados a refrendar una nueva constitución. La campaña en su favor contó con todos los medios y recursos del estado y la amplia mayoría de los partidos animó a la ciudadanía a ratificar el texto. Blas Piñar alertó de que el referéndum se encontraba absolutamente viciado y de su nula imparcialidad pues «la propaganda oficial, en vez de respetar a la hora de pedir el voto, apremia para que este sea en sentido afirmativo, confundiendo e identificación los intereses de la nación con los del gobierno». Tan sólo se opusieron algunos partidos separatistas como Herri Batasuna o ERC que pidieron a sus militantes y simpatizantes el voto en contra al considerarla de «española» y las formaciones patriotas, en especial Fuerza Nueva y Falange, que alertaron de los numerosos errores de planteamiento que incluía la carta magna. Otros partidos, como el PNV, optaron por la abstención, posicionamiento que fue tildado por el notario toledano como «una postura poco gallarda y demasiado habilidosa, pues trata de sumar al bando marxista, no sólo las inhibiciones queridas, sino también las de los perezosos, enfermos, ausentes y cobardes».

En particular, Blas Piñar fue especialmente lúcido en su crítica a la constitución. Según el notario toledano, la carta magna «aceleraría el proceso de desintegración de España» que, en su opinión, se venía produciendo con rapidez tras el fallecimiento del Caudillo y la demolición del Régimen del 18 de julio. Piñar también alertó de que el sistema autonómico que instauraba la constitución era un absurdo, ya que proclamaba nacionalidades históricas a regiones como las Provincias Vascongadas, Galicia o Cataluña que nunca lo habían sido y negaba tal condición a Castilla, Aragón o León. En opinión del líder de Fuerza Nueva, la constitución entregaba el poder político, económico, cultural y religioso a los separatistas y avisó con claridad de que éstos últimos utilizarían sus competencias regionales para «fomentar el odio a España». Por último, el toledano acusó al nuevo texto de ser esencialmente antidemocrático al ser «liberal». Para Piñar, la carta magna no promovía la participación directa del pueblo sino la monopolización de la opinión popular por parte de los partidos. Sin ninguna duda, las palabras de Blas Piñar fueron proféticas.

Aunque la militancia fuerzanovista y falangista realizaron una intensa y más que meritoria campaña solicitando el voto negativo contra el nuevo texto que regiría la vida del país, la diferencia de fuerzas y medios respecto a sus promotores era abismal. Si bien la constitución fue aprobada por el 88,54% de los españoles que acudieron el 6 de diciembre de 1978 a los colegios electorales, la abstención superó el 30%, prueba de que la adhesión ciudadana al nuevo sistema no era tan inquebrantable como algunos consideraban.

Javier García Isac: Cita con la Historia. SND Editores (Marzo de 2017)

Nota: Este artículo es un extracto del citado libro