La derecha populista comprende básicamente que vivimos en un país estatista y un mundo estatista dominado por una élite gobernante, consistente en una coalición de gobierno grande, grandes negocios y varios grupos de interés influyentes.
Más específicamente, la antigua América de la libertad individual, la propiedad privada y el gobierno mínimo ha sido reemplazada por una coalición de políticos y burócratas aliados con, e incluso dominado por, las poderosas élites financieras corporativas y monetarias (por ejemplo, los Rockefeller, el trilateralismo, etc.) y la nueva élite de tecnócratas e intelectuales, entre ellos académicos de la Ivy League y las élites de los medios, que constituyen la clase que crea opinión en la sociedad.
En resumen, estamos gobernados por una coalición Rey y Dios actualizada al siglo XX, excepto que el Rey son varios grandes grupos empresariales y el Dios es secular: intelectuales estatistas, aunque mezclados con los secularistas y una infusión del «evangelio social». La clase dominante siempre ha necesitado intelectuales para justificar su gobierno y engañar a las masas para que sean sumisas, es decir, para que paguen impuestos y para que estén conformes con los designios del Estado.
En los viejos tiempos, en la mayoría de las sociedades, el clericalismo o Iglesia de Estado formaba el cuerpo creador de opinión que excusaba el régimen. Ahora, en una edad más secular, tenemos tecnócratas, «científicos sociales» e intelectuales de los medios, que hacen apología del sistema estatal y dotan de personal a su burocracia.
Los libertarios a menudo han visto claramente el problema, pero como estrategas de cambio social han perdido una oportunidad. En lo que podríamos llamar «el modelo de Hayek», llamado a difundir las ideas correctas, y de ese modo convertir a las élites intelectuales a la libertad, comenzando por los mejores filósofos y luego, en un goteo continuo de décadas, lograr la conversión de periodistas y otros medios formadores de opinión. Por supuesto, las ideas son la clave, y la difusión de la doctrina correcta es una parte necesaria de cualquier estrategia libertaria.
Podría decirse que el proceso tarda demasiado tiempo, pero una estrategia a largo plazo es importante y contrasta con la trágica inutilidad del conservadurismo oficial que sólo está interesado en el mal menor para la elección actual y por lo tanto pierde a medio plazo, por no mencionar a largo plazo. Pero el error real no es tanto el énfasis en el largo plazo, como ignorar el hecho fundamental de que el problema no es solo de error intelectual. El problema es que las élites intelectuales se benefician del actual sistema: son parte de la clase dominante. El proceso de conversión de Hayek asume que todo el mundo, o al menos todos los intelectuales, están interesados únicamente en la verdad y que el interés económico nunca se interpone en el camino. Nadie en absoluto familiarizado con intelectuales o académicos puede caer en ese engaño. Cualquier estrategia libertaria debe reconocer que los intelectuales y creadores de opinión son parte del problema fundamental, no sólo debido a un error, sino porque su propio interés está ligado al sistema dominante.
¿Por qué implosionó entonces el comunismo? Porque al final el sistema funcionaba tan mal que incluso la nomenclatura se hartó y tiró la toalla. Los marxistas han señalado correctamente que un sistema social se derrumba cuando la clase dominante se desmoraliza y pierde su voluntad de poder; el manifiesto fracaso del sistema comunista provocó una desmoralización. Pero no hacer nada, o confiar sólo en la educación de las élites en las ideas correctas, significará que nuestro propio sistema estatista no terminará hasta que toda nuestra sociedad, como el de la Unión Soviética, se haya reducido a escombros. Ciertamente, no hay que quedarse quieto para eso. Una estrategia para la libertad debe ser mucho más activa y agresiva.
De ahí la importancia, para libertarios o para conservadores de gobierno mínimo, de añadir acciones ofensivas a su arsenal. No consiste simplemente en la difusión de las ideas correctas, sino también en la exposición de la corrupción de las élites gobernantes y de cómo se benefician del sistema existente; más específicamente, cómo nos están estafando: quitar la máscara a las élites dominantes es «campaña negativa» en su más fina y fundamental expresión.
Esta doble estrategia consiste en formar un cuerpo propio de libertarios y partidarios del gobierno mínimo creadores de opinión con las ideas correctas y pulsar a las masas directamente y cortocircuitar a los medios de comunicación dominantes y élites intelectuales para despertar a las masas populares contra las élites que les están saqueando, confundiendo y oprimiendo, tanto social como económicamente. Sin embargo, esta estrategia debe fusionar lo abstracto y lo concreto; no debe limitarse a atacar a las élites en abstracto, sino que debe centrarse específicamente en el sistema estatal existente, en los que ahora constituyen las clases dominantes.
Los liberales siempre han estado desconcertados sobre a quién, sobre a qué grupos dirigirse. La respuesta simple «todo el mundo» no es suficiente porque, para ser relevante políticamente, debemos concentrarnos estratégicamente en aquellos grupos que están más oprimidos y que también tienen la mayor influencia social.
La realidad del sistema actual es que constituye una alianza profana de «liberales corporativos» de las grandes empresas y la élite de los medios de comunicación, quienes, gracias a un gobierno grande, ha privilegiado y formado una subclase parasitaria, que, entre todos, están saqueando y oprimiendo a la mayor parte de las clases medias y trabajadoras de Estados Unidos. Por lo tanto, la estrategia adecuada de los defensores de las libertades y paleos es una estrategia de populismo de derecha, es decir, exponer y denunciar esta alianza profana y hacer un llamamiento para que esta alianza pija-parasitaria-progre mediática nos deje en paz al resto: la clase media y trabajadora.