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El fin de la historia: volver a pensar en el presente como historicidad


Diego Fusaro | 01/09/2021

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En el marco de un régimen temporal que, marcado por el fanatismo de la economía, debe pensarse a sí mismo como eterno, irredento y, en última instancia, como el fin de la historia, no puede haber lugar para la dimensión del futuro, para la praxis transformadora, para la categoría ontológica de la posibilidad y para el plano de la historicidad.

Por ello, la lógica ideológica actual en la que se condensa el espíritu de nuestro tiempo debe demonizar continuamente estas cuatro determinaciones mutuamente inervadas: para que el eterno presente del capital, imperfecto pero ineludible, ineludible y sin historia, se imponga en el plano imaginativo, y se entienda, por tanto, no como un producto del hacer temporalmente determinado y siempre reprogramable, sino como una condición natural eterna de la que no se puede prever ningún éxodo.

El fin de la historia, la sensación de la férrea necesidad de todo, el presente omnipresente, la frustrante sensación de impotencia son los rasgos más destacados de la constelación ideológica actual. Habiendo realizado el réquiem por la dialéctica, era necesario realizar también el réquiem por la historicidad, dada la relación simbiótica entre ambas.

El ordo oeconomicus de la fase histórica actual se caracteriza por su carácter absoluto-totalitario, porque ha saturado el mundo (totalizándolo tanto a nivel real como simbólico) y ha alcanzado así la correspondencia en acto con su propio concepto. La actuación imaginativa y la capacidad de planificar futuros diferentes han sido aniquiladas por sí mismas. Si en las sociedades premodernas la dimensión del pasado era hegemónica y en la moderna dominaba el futuro, el paisaje posmoderno actual se aplana sobre el presente, con la deconstrucción anexa de la historicidad como posibilidad real de cambio y el devenir abierto sobre las extensiones de lo aún no hecho.

La dominante remoción forzada de la historicidad parece presentarse, en este marco, como la plataforma ideológica ideal para naturalizar el capital como destino ineludible: es decir, para remover la determinación histórica, así como para sustraerla de un devenir que, como tal, podría llevar a la decadencia, o incluso sólo reactivar, en el imaginario colectivo, el pensamiento inoportuno de futuros alternativos. El tránsito al régimen de temporalidad actual del eterno presente se basa, al fin y al cabo, en la supresión de los elementos dialécticos que, en la fase anterior, hacían practicable el conflicto por un mañana alternativo.

La deconstrucción de la conciencia de clase proletaria se configura, al igual que la eliminación de la historicidad, como una función de referencia del nuevo orden del capitalismo absoluto-totalitario: que es vivido por los oprimidos como por los opresores como un destino inevitable y, además, como una realidad natural, alejada del devenir histórico y del sentido de posibilidad que lo distingue.

El abandono del sentido histórico se caracteriza como una constante de la reflexión contemporánea. Este último, en la forma (a la que ya estamos acostumbrados) del aparente pluralismo multicéntrico y polifónico, profesa en el supuesto pluralismo una única verdad, la del pensamiento único dominante y su finalidad, la santificación sub specie mentis de la realidad en su estado actual.

Se encuentra en una rica y accidentada gama de formaciones ideológicas profundamente diferenciadas, cuando no opuestas. Van desde el pensamiento posmoderno (que neutraliza el sentido de la historia haciéndola estallar en una miríada caótica de acontecimientos inconexos y, por tanto, babélicamente desprovista de un sentido que vaya más allá de la rapsodia del puro acontecer) hasta la filosofía analítica (con su programática eliminación del «factor historia» del pensamiento filosófico), encontrando siempre en el gastado teorema del fin de la historia su propia función expresiva implícita de referencia.

Incluso las posiciones más aparentemente incompatibles se revelan, si se leen con penetración, como secretamente unidas en su función expresiva de tipo antihistórico. Su fondo común sigue siendo lo que, con razón, podría connotarse como un tránsito desde la «enfermedad histórica» decimonónica, que aspiraba a llevar todo al terreno de un devenir privado de su inocencia por el peso de los dispositivos cronológicos de las filosofías de la historia, hasta la enfermedad antihistórica contemporánea, que pretende cerrar los relatos con la dimensión de la historicidad. Que el axioma del fin de la historia es portador de su propio valor ideológico intrínseco y que, como la abusada fórmula «globalización», esconde una actuación prescriptiva bajo el barniz de una aparente descripción anodina, es, por otra parte, evidente.

Esto se ve apoyado por el hecho de que el lema de Fukuyama no ofrece una expresión teórica tanto, ni sobre todo, a la condición real que ha surgido tras el derrumbe del Muro de Berlín, el último baluarte (al menos en el plano imaginativo) contra la globalización mercantil (es significativa a este respecto la rápida reconfiguración, en la antigua República Democrática Alemana, de las cátedras de Hegelianismo-Marxismo en cursos de filosofía analítica). Por el contrario, el axioma del fin de la historia resume un programa ampliamente compartido por la cultura contemporánea en sus articulaciones más heterogéneas. Podría condensarse en la frase «acabar con la historia», para que los pueblos, las sociedades y los individuos se convenzan de que no hay otro mundo aparte del existente: en otras palabras, para que se persuadan de que la realidad agota la posibilidad, de que el ser-poder es coextensivo con el ser, de que el futuro no puede ser más que el presente proyectado en las regiones del «todavía no» de la memoria blochiana.

Diego Fusaro: 100% Fusaro: Los ensayos más irreverentes y polémicos de Diego Fusaro. Letras Inquietas (Julio de 2021)

Nota: Este artículo un extracto del citado libro