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El Nuevo Orden Mundial contra la Iglesia: una demolición programada


José Antonio Bielsa Arbiol | 30/05/2020

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

La Roca de Pedro es el principal escollo del Nuevo Orden Mundial hacia la consumación de su proyecto luciferino; sus principales cerebros lo saben bien: todo el esfuerzo de siglos de infiltración consiguiente va encaminado a la demolición de aquella.

Estado de la cuestión: España, camino de apostasía

Generalizando (es decir, omitiendo la dispersa remanente existente), se puede afirmar sin errar en demasía que a la última generación católica de la España educada en los principios de la Tradición perenne (generación hoy octogenaria/nonagenaria y por ende en vías de desaparición), le habría de seguir la generación ocupada/jubilada que contribuyera tiempo ha en la consolidación neoliberal del proyecto capitalista, ése del estado de bienestar masón y sus futesas; tras éstas, llegan a tiempo para reposar en las tumbonas del descrédito cual largas son, las extensas generaciones anti-metafísicas, hedonistas e idólatras (que no ateas) en su mayor parte, es decir las del «banco vacío» (en certera expresión de cierta publicación religiosa), perfecto maridaje de pellejos y egos virtualmente interconectados en la Red.

Cuatro décadas de partitocracia disolvente, repodrida en emolientes socialistas y liberalescos, han lesionado las estructuras mentales (y espirituales) de un cuerpo social hasta entonces más o menos compacto en su dirección moral (léase con una manifiesta concordancia entre los conceptos básicos relativos al bien o al mal en su más elemental grado de aprehensión). Pero hagamos antes un poco de historia.

Antecedentes: Modernismo

Esta apostasía, pese a remontarse a los tiempos del infausto Martín Lutero (e incluso a los primeros siglos de la Cristiandad, a través de las diversas herejías incubadas: adopcionismo, donatismo, arrianismo, nestorianismo, monotelismo, pelagianismo, priscilianismo, etc.), tuvo su más visible concreción estructural en la filosofía del modernismo católico, producto decimonónico decadente, diseñado por figuras tan emblemáticas para los enemigos de la Iglesia como así lo fueron el P. Tyrrell, Loisy, Le Roy o el mismísimo Blondel, de quien la BAC, antaño casa de ortodoxia, no tuvo empacho en publicar su falso clásico La acción. No tenemos ningún interés en repetir una vez más todo cuanto sobre el modernismo se ha dicho, escrito o elucubrado, pero sí es oportuno recordar que dicha herejía consistía en la aplicación de los principios de la filosofía kantiana y de la dialéctica de Hegel al tomismo y la tradición católica en general, haciendo hincapié por lógica coyuntural en las cuestiones de la evolución y de la vida, así tras los pasos de filósofos tan prestigiados entonces como Bergson o Eucken.

La esencia del modernismo fue bien resumida por el propio Tyrrell: «Será la Humanidad un Cristo místico, un Logos colectivo, el Verbo o la Manifestación del Padre; y cada miembro de esa sociedad será, en esta misma medida, un Cristo o un revelador en el que Dios se habrá encarnado y permanecido entre nosotros».

Condenada por el Papa San Pío X en la encíclica Pascendi, la herejía modernista pasaría a refugiarse en los sótanos de los cenáculos protestantes y las logias masónicas internacionales.

Neomodernismo: la gran debacle

Medio siglo después, el engendro despertaría con renovadas fuerzas y mejor conocimiento del terreno, volviendo a la carga con redoblado ímpetu: surgía el neomodernismo, en un perfecto dechado de audacia y corrupción del espíritu, consolidando la convergencia del modernismo previo con el panteísmo y la hoy desmontada teoría de la evolución de las especies (Spencer, Lamarck, Darwin), y todo ello barnizado de nuevo con ungüentos hegelianos y heterodoxos varios.

Será un jesuita francés, el inefable P. Pierre Teilhard de Chardin, el predecesor de esta azufrosa filosofía, en tanto expositor de sus descabelladas teorías en sus obras típicas El fenómeno humano El ambiente divino, que darán a conocer el camino a seguir. Lo que parece evidente es que Teilhard no era católico corriente, sino panteísta cristiano de trazo grueso; basta asomarse a sus papeles para advertirlo: «Dios mío, para que no sucumba a la tentación de maldecir el Universo, haz que lo adore, viéndote oculto en él. La gran palabra liberadora, Señor, la palabra que revela y opera al mismo tiempo, repítemela, Señor. En realidad, si lo queremos, el monstruo, la sombra, el fantasma, la tormenta, eres Tú. En el fondo, no son más que las especies o las apariencias de un mismo Sacramento». Pío XII condenará sus desviaciones teológicas en Humani generis.

Tras los pasos del jesuita, desolaría la Roca una copiosa legión de campeones del neomodernismo (amén de una legión de epígonos hoy reinantes en todas y cada una de las librerías «católicas» del orbe). El más prominente y dotado de todos ellos, el más prolífico e influyente, será Karl Rahner, grafómano por momentos ilegible, plagado de contradicciones y ambigüedades, mas claro como el agua en otras ocasiones: «La Iglesia no se considera ya como la comunidad exclusiva de los candidatos a la salvación, sino como la vanguardia histórica y social de esta realidad  oculta». Curiosamente, o no tanto, Rahner resultará el autor mayor número de veces citado en el Concilio Vaticano II, impregnando de neomodernismo dicho concilio pastoral. En palabras de Giovanni Battista Montini, Pablo VI: «La Iglesia se encuentra en una hora inquieta de autocrítica o, mejor dicho, de auto-demolición». Más explícito se mostrará Joseph Ratzinger, futuro Benedicto XVI: «Después del Concilio, las diferencias de confesiones entre la exégesis católica y protestante desaparecieron prácticamente». Para todos aquellos que quieran ahondar en este asunto, en fin, les recomendamos encarecidamente la lectura de un par de sustanciosos y sintéticos libros: Confusión y verdad, de Philip Trower; y Cien años de modernismo, del P. Dominique Bourmaud; en palabras de éste último, y a propósito de Teilhard (e implícitamente a cuanto vendría después), «hay que reconocer que su sistema llega a tiempo para favorecer los proyectos tanto masónicos como modernistas, pues la nueva formulación teilhardiana de los dogmas cristianos es el medio para transformar la Iglesia e integrarla o mejor dicho, desintegrarla en una Superiglesia universal».

En parejo sentido, y con agudo sentido profético, describía el gran narrador argentino Hugo Wast una suerte de nueva teología, en boca del personaje de Fray Simón de Samaria, embebido de neomodernismo, en su díptico distópico Juana Tabor 666, dos novelas aparecidas en 1942 que habrían de anticipar el espíritu ecuménico del Concilio: «Tengo la conciencia de que llevo conmigo todas las energías de una nueva creencia. Mi misión es reconciliar al siglo con la religión en el terreno dogmático, político y social. Me siento sacerdote hasta la médula de los huesos; pero he recibido del Señor un secreto divino: la Iglesia de hoy no es sino el germen de la Iglesia del porvenir, que tendrá tres círculos: en el primero cabrán católicos y protestantes; en el segundo, judíos y musulmanes; en el tercero, idólatras, paganos y aun ateos” (Juana Tabor, capítulo I: «200 años después de Voltaire»); pese a ello, el tema central de este díptico no es tanto el neomodernismo que lo sazona como una brillante exposición sobre el Anticristo y su advenimiento (asunto harto complejo, ya novelado unas décadas antes por un anglicano converso al catolicismo, el P. Robert Hugh Benson, en cuya eficaz distopía Señor del mundo [1908] bosquejará con perfección maestra los rasgos de éste, personificado en la figura del diabólico Julian Felsenburgh, especie de superhombre y «salvador» negativo que profesaba un culto panteísta peor que ambiguo).

Hoy el neomodernismo lo inunda todo, o casi. Se diría que el Novus Ordo mira más al presente pragmático que a la Tradición perpetua. La percepción es patente desde lo externo: la reubicación del altar, dando el celebrante la espalda al Tabernáculo; la sustitución del latín por la lengua vernácula en el contexto de la simplificación drástica de la liturgia católica; la desaparición de la figura genuina del predicador y, por ende, del púlpito; la supresión de la apologética; la progresiva omisión de las referencias de rigor al infierno como lugar físico, o la mismísima realidad del pecado; amén de una tendencia estética hacia el minimalismo menos refractario (perceptible no ya en las nuevas arquitecturas y el mobiliario post-Bauhaus, sino en los más nimios ornamentos), han ido vaciando las iglesias de casi toda Europa; en palabras del sociólogo cristiano (católico no practicante) Amando de Miguel, «se ha perdido el Misterio». Este aperturismo de dentro afuera, este nuevo ecumenismo adaptado a los tiempos (aggiornamento), pretendiendo abrir los brazos al orbe todo (pensemos en la barroca columnata de Bernini en San Pedro como obvia metáfora), no ha atraído acaso tantas nuevas almas a la Santa Madre Iglesia como se pensaba, sino más bien ha provocado la estampida desde dentro de multitudes cegadas por los nuevos ídolos caros a la diosa democracia.

El ecumenismo del cardenal Roncalli/Juan XXIII apelaba a un arma peligrosa en materia de fe: la simplicidad; en sus propias palabras: «Una cosa es la sustancia de la doctrina contenida en el depósito de la fe, y otra la formulación con que se reviste”; anticipando a ese clérigo laico de la progresía llamado Jürgen Habermas (y su teoría de la acción comunicativa), Roncalli introduce el diálogo, para «acoger y asumir desde el evangelio los valores legítimos de la cultura moderna, especialmente los principios de participación de todos y de representatividad democrática, así como la dinámica social que busca la paz y la solidaridad entre los hombres y los pueblos» (J. L. Vázquez Borau). Estas «concesiones» han generado gran confusión, dispersando al rebaño de la recta doctrina: el pueblo, en tanto pueblo orante, pueblo de fe, es afecto a la doctrina, y lo es (y lo era) porque la vive sin cuestionamientos ni altas elucubraciones teológicas (elucubraciones para las que la multitud, para qué engañarnos, no está ni dotada ni preparada).

Ejemplifiquemos con un mero botón de muestra estas «simplificaciones», acudiendo a dos compendios de Catecismo de la Iglesia Católica separados por casi un siglo de distancia: de una parte, el Compendio de la Doctrina Cristiana prescrito por la Santidad del Papa Pío X (1907; 2ª edición revisada); y de la otra, el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica de 2005 (2011).

La prístina inteligibilidad del Compendio de San Pío X se manifiesta en toda su genuina fuerza en la siguiente pregunta-respuesta: 83 P. ¿Quiénes están fuera de la Iglesia? / R. Están fuera de la verdadera Iglesia los infieles, los judíos, los herejes, los apóstatas, los cismáticos y los excomulgados. 

En cambio, en el nuevo Compendio se invierte el sentido de la pregunta, no acotando su objeto (quiénes están fuera), sino expandiéndolo (quién pertenece), para mayor confusión del indocto consultante: 186. ¿Quién pertenece a la Iglesia católica? Respuesta: Todos los hombres, de modos diversos, pertenecen o están ordenados a la unidad católica del Pueblo de Dios. Está plenamente incorporado a la Iglesia católica quien, poseyendo el Espíritu de Cristo, se encuentra unido a la misma por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión. Los bautizados que no realizan plenamente dicha unidad católica están en una cierta comunión, aunque imperfecta, con la Iglesia católica.

Vemos pues cómo la inteligibilidad del segundo Compendio, que requiere del triple de líneas, resulta harto inferior a la del primero. Fruto de los influjos neomodernistas, esta ambigüedad que bien podría entenderse como falta de caridad, dificulta la lectura del texto y no aclara debidamente las dudas del consultante. Este tipo de “concesiones” tiene un precio.

José Antonio Bielsa Arbiol: Cómo sobrevivir al Nuevo Orden Mundial: Un manual de trinchera. VOCE (Mayo de 2020)

Nota: Este artículo es un extracto del citado libro