Destacados: Agenda 2030 | Ucrania | Vox

       

Artículos

Güelfo entre gibelinos, gibelino entre güelfos: el erizo René Girard


Domingo González Hernández | 09/02/2021

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

«Es ciertamente la voz mal conocida de lo real la que, durante toda mi vida, me he esforzado en escuchar y transcribir. Estas palabras dicen tan bien lo que he querido hacer que me obligan a preguntarme si verdaderamente lo he hecho» (René Girard).

El 4 de noviembre de 2015 moría a los 91 años el pensador francoamericano René Girard. Diez años antes, este francés nacido en Aviñón en 1923 y emigrante a los Estados Unidos poco después de terminada la segunda guerra mundial, había sido elegido miembro de la Academia Francesa. Sin embargo, este reconocimiento mayúsculo, uno de los mayores que pueda recibirse en Francia desde que Richelieu fundó esta institución para acoger a los «inmortales» de la lengua francesa, no ha restado ni un ápice de controversia a su obra. Para algunos, Girard representa nada menos que uno de los grandes avances del pensamiento de los últimos 50 años. Para otros no es más que un autor superado que no disimula su voluntad de recuperar la tradición agustiniana en un intento desesperado de rehabilitación intelectual del cristianismo.

Dada su «transversalidad», la teoría mimética de René Girard no ha sido siempre captada en toda su complejidad. Quizás no se ha acabado de entender hasta el límite de sus posibilidades el gigantesco potencial de sus planteamientos teóricos. El profesor de Stanford llevó hasta sus últimas consecuencias una afirmación de Aristóteles en su Poética: «El hombre se diferencia de los demás animales en que es el ser que más tiende a imitar» (48b, 6-7). En lugar de tirar por la borda el concepto de mimetismo, como se ha promovido en casi toda la cultura moderna, René Girard devolvió a la imitación su significado más amplio, tanto antropológico como social.

Girard no fue historiador, ni antropólogo, ni crítico literario, ni exégeta bíblico, ni etnólogo, ni historiador de las religiones ni politólogo. Fue todas esas cosas a la vez y mucho más que eso. Y lo fue, sin embargo, dentro de una lógica abarcadora que tampoco se asemejaba a las nobles intenciones de la vieja filosofía perenne. Su hipótesis obliga a repensar ciertas categorías antropológicas, como las de «sujeto» y «deseo».
Dice Girard que nuestro deseo surge siempre de la imitación del deseo de otro, tomado como modelo. Dice que si la sociedad misma no logra introducir una cierta jerarquización entre el sujeto que desea y sus modelos, la imitación tiende entonces a volverse antagonista. Dice que la consecuencia de este «mimetismo de rivalidad» es un conflicto potencial entre el modelo y el sujeto de cara a obtener un objeto común de deseo, un objeto que pierde importancia al mismo tiempo que la rivalidad se acrecienta. Esta hipótesis, bastante sencilla en el fondo, no sólo permite estructurar las dinámicas relacionales del individuo (ese mito moderno) sino que también permite pensar en toda su radicalidad la posibilidad misma del nacimiento de la cultura a través del contagio de la violencia y de su carácter social fundador. Caín y Abel, Rómulo y Remo, las ciudades son fundadas por hombres con las manos manchadas de sangre inocente. Sangre de hermanos y también de forasteros, los chivos expiatorios a los que los mitos y los ritos recuerdan en la conmemoración vivificante del asesinato fundador. Pensar el mimetismo equivale, en último extremo, a pensar la condición humana.

Si bien es cierto que René Girard subrayó sobre todo las consecuencias negativas de un deseo que comporta una dimensión antagonista o conflictiva, también es verdad que fue capaz de evocar explícitamente el valor liberador de la imitación. Y así, de acuerdo con la concepción girardiana, un mismo principio es capaz de dar cuenta tanto de los aspectos positivos como de los negativos de un determinado fenómeno. La imitación, en su ambivalencia farmacológica, conduce al conflicto pero también es el fundamento de toda transmisión cultural.

Muchos lectores han rechazado rápidamente a René Girard con el pretexto de que aceptar sus postulados les obligaría a creer en la divinidad de Jesucristo. Otros, parapetados en la ciudadela intelectual girardiana, están dispuestos a defender, cueste lo que cueste, lo que consideran representa un valiosísimo tesoro del pensamiento. Especie de güelfo entre los gibelinos y de gibelino entre los güelfos, Girard era a la vez discípulo de Durkheim y se inscribía en el linaje de Pascal. Postura insostenible donde las haya. En el campo de los religiosos era demasiado durkheimiano; en el campo de los sociólogos, demasiado religioso.

Hay sin duda en todos los libros de Girard una recurrente impresión de «déjà vu», una reiteración de las mismas temáticas, ora analizadas bajo la óptica de la crítica literaria, ora contempladas bajo la lente de la antropología, ora explicitadas en la elucidación de la Sagrada Escritura. Isaiah Berlin, inspirándose en un proverbio atribuido al poeta griego Arquíloco, nos recordaba que hay dos clases de personas: los zorros y los erizos. El zorro sabe muchas cosas, mientras que el erizo sabe una sola. Girard era un erizo fascinante e incómodo. Volvía siempre, como en bucle, a recordarnos la lógica imparable, totalizante, irreversible, del deseo, la violencia, el chivo expiatorio, lo sagrado. En cuanto el lector entra por cualquiera de las puertas del «universo Girard» puede sentir inmediatamente la claustrofobia intelectual de un sistema doctrinal hermético. Esta claustrofobia también es engañosa. El espacio teórico girardiano, aunque formalmente asimilable a un régimen autárquico, extiende sus territorios mucho más lejos de lo que podría en principio imaginarse y más aún. Como un imperio, anexiona y conquista, también después de muerto, nuevos reinos y principados del saber para ensanchar su «espacio vital». Michel Serres le llamó el «Darwin de la cultura»; Jean-Marie Doménech le bautizó como el «Hegel del cristianismo»; Pierre Chaunu le nombró el «Albert Einstein de las ciencias humanas» y Paul Ricoeur decía de él que sería para el siglo XXI de la misma importancia que Marx o Freud para el XX. Si hubiese nacido español, le llamaríamos el Cid del pensamiento.

Domingo González Hernández: René Girard, maestro cristiano de la sospecha. Fundación Emmanuel Mounier (Mayo de 2016)