José Antonio Bielsa Arbiol acaba de presentar su último libro: Masonería vaticana: Los enemigos internos de la Iglesia al descubierto.
Este historiador y ensayista aragonés está considerado uno de los expertos y estudiosos más destacados en lengua española sobre el llamado Nuevo Orden Mundial y autor de numerosos best-seller entre los que destacan Agenda 2030: Las trampas de la Nueva Normalidad o Geoingeniería 2: Un infame pacto de silencio.
Ignacio Eguiluz: ¿Qué es exactamente la masonería?
José Antonio Bielsa Arbiol: La definición convencional acostumbra siluetearla como una institución filantrópica de carácter iniciático, otrora sociedad secreta y hoy sociedad discreta. Esta descripción, tan pedestre, parece obviar que la francmasonería ha sido durante los tres últimos siglos del Occidente uno de los más pujantes caballos de Troya destinados a demoler el Viejo Orden Cristiano, impulsando una cosmovisión antitética a los intereses de la extinta Cristiandad. Por cierto que sobre este espinoso asunto, en absoluto baladí, publiqué en 2020 un libro titulado Satanocracia: La destrucción del Viejo Orden Cristiano con la editorial Letras Inquietas. En cualquier caso, es importante subrayar que no hay una masonería propiamente dicha, sino múltiples ramas masónicas vinculadas al mismo tronco-árbol, simbólicamente identificado con la acacia. Sea como fuere, la masonería ha sido hasta hoy la más completa y efectiva de las redes de tráfico de influencias y poderes mundanos en los campos de la política, el mundo empresarial y la «alta sociedad». Otra cosa bien distinta sería su real dimensión esotérica, sobre la que se han escrito piladas de libros, no siempre ecuánimes y casi siempre propagandísticos.
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¿Cuál es el papel y qué importancia tiene la masonería en la sociedad actual?
Muy mermado, paradójicamente. Y esto es así porque vivimos (en el Occidente, claro) en un mundo masonizado hasta la rebaba. Digamos que la francmasonería, tiempo atrás tan determinante en el concierto internacional, ya fue amortizada, y hoy asistimos a su entierro prematuro tras tres siglos de acciones ejecutadas desde la sombra. Lo que queda del aparato institucional masónico es poco más que un folclore para recalcitrantes o novísimos de última hornada. De hecho, lo propiamente «ritual» de la masonería sobrevive en las logias del mundo más como tributo a una concepción gnóstica de la vida, que como a un plan de acción ya consumado. El triunfo del programa masónico, es decir la instauración y normalización del orden masónico en el que estamos inmersos, torna prescindible la acción masónica misma una vez que el plan acelerador del llamado «Nuevo Orden» entró en su fase postrimera. Curiosamente, los espurios y demonizados Protocolos de los Sabios de Sión ya anunciaban que, una vez la masonería fuera amortizada, se procedería a su desmantelamiento.
¿Se ha sobredimensionado la influencia de la masonería en los asuntos públicos o, al contrario, la importancia de esta sociedad, según ellos, discreta que no secreta, es mayor de la que pensamos?
Desde los neblinosos días del llamado «Siglo de las Luces», siempre ha estado ahí, latente o revolucionada, como si de una dinamo se tratara. Pensemos en los Estados Unidos de América, un Estado de fundación netamente masónica, una suerte de sociedad-laboratorio pensada en términos deístas (culto al GADU) y liberales, bien reconocible en sus formas de pensar y obrar, en su grosero pragmatismo, todo lo cual tiene mucho que ver con una concepción materialista de la vida, en la que el orden horizontal abolió la subsistencia del orden vertical, que es el prevalente y sin el cual la vida espiritual languidece y muere. La España del Régimen del 78, este despropósito político-social que padecemos y que no termina de pudrirse, no es otra cosa que un modelo de Estado de cuño masónico, neoliberal y anticatólico: su influencia ha terminado por afectar casi todos los órdenes de nuestra existencia, aunque pocos sean sensibles a sus efectos destructivos.
¿Por qué el libro Masonería vaticana: Los enemigos internos de la Iglesia al descubierto? ¿Cómo ha sido el proceso de elaboración del mismo?
Durante los últimos años he ido publicado algunos libros, opúsculos y artículos de corte teológico y orientación católica, de los que me gustaría destacar al menos dos trabajos: Cristofobia y Cristocentrismo. Con el presente libro, titulado Masonería vaticana: Los enemigos internos de la Iglesia al descubierto, cierro por así decir el círculo, concluyendo mi contribución a este vital campo. En cuanto al propio proceso de elaboración, ha sido considerablemente más largo que el de escritura, y no se ha basado tanto en la mera investigación, como en el discernimiento escalonado a partir del estudio de las fuentes de la Tradición y el Magisterio Pontificio. Imputaré esta dedicación a mi pasado neomodernista, postconciliar, tras pasar unos años en el Seminario, donde malos sacerdotes y peores teólogos terminaron por destruir mi fe católica. Al abandonar dicha «fábrica de incrédulos» tardé una larga década en reconstruir la casa tras el terremoto. Fue un proceso de discernimiento a la luz del fuego de la Tradición, cierto, pero también una acto libre y voluntario surgido como por mera necesidad interior.
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¿Cuándo comienza la infiltración de la masonería en la Iglesia católica? ¿Cuál es el objetivo que persiguen?
La infiltración masónica arranca prácticamente desde los inicios de la masonería operativa. Fue el florentino Rainiero Delci (ordenado sacerdote en 1699 y finado en 1761) el primer cardenal masón reconocido, y como tal estaba afiliado a una logia romana. Él fue el primero de una bastarda e interminable prole. Hoy por hoy, y aunque mucha disidencia controlada pretenda aparentar lo contrario, masonería e iglesia postconciliar son casi indisociables, de puro cohesionadas en su misión acatólica y disolvente: esto es, alejar de un modo u otro a las gentes del reinado social de Cristo, difundiendo bajo pretexto ecuménico auténticos disparates y aberraciones, y todo esto como si de «doctrina católica» se tratase. Tomemos como botón de muestra un ejemplo reciente: el pasado 16 de febrero, en Milán, la Fundación Cultural Ambrosiana organizó el seminario «Iglesia Católica y Masonería».
Dado su carácter conciliador, templagaitas, abiertamente masonizante, no cabe sino inferir que quien pilota la barca no es quien debería ser. Para postre, el cardenal Francesco Coccopalmerio, quien fuera presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, dijo dos meses antes, el 16 de febrero y en una reunión con representantes masones en Milán, que existe una «evolución de la comprensión mutua» entre los «católicos» y los francmasones. Este tipo de cosas serían impensables unas décadas atrás. Hoy son común divisa. ¿Qué se pretende con ello? Es obvio: normalizar los vínculos existentes entre «Iglesia» (léase Contra-Iglesia) y masonería, para así afianzar el sueño masónico de la fraternidad universal, un sincretismo de filiación gnóstica que repugnaría a los propios gnósticos, para quienes la vía del conocimiento requiere de una práctica iniciática vetada para las masas de perdición. Y es que la vía esotérica no es para todos, sino para una élite escogida.
¿En qué medida es el Concilio Vaticano II un triunfo para la masonería «católica»?
Este presunto «concilio», que haríamos mejor en llamar conciliábulo, supuso realmente el triunfo del proyecto masónico para infiltrar y usurpar desde dentro la Iglesia, imponiendo una Contra-Iglesia, y enviando así al desierto o a las catacumbas a la legítima y verdadera Iglesia, tal y como S.S. Pío XII la dejó al morir, el año de 1958. Cierto es que los defensores del Concilio Vaticano II, asidos a todo tipo de intereses no precisamente espirituales, son todavía legión, pero entre la feligresía «rasa» cada vez son más los detractores de este auténtico «golpe de mano» perpetrado por agentes anticatólicos al fin identificados. Para ratificar este hecho es importante leer bien a los enemigos internos de la Iglesia, especialmente a los teólogos neomodernistas, revolucionarios y herejes todos ellos, como fue el caso del P. Edward Schillebeeckx, O.P., quien con cuya crudeza habitual no tuvo empacho alguno en afirmar que «el Vaticano II fue (…) un Concilio liberal, que ha consagrado los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia y de la libertad. Todas las grandes ideas de la revolución estadounidense y francesa, combatidas por generaciones de Papas, todos los valores democráticos fueron adoptados por el Concilio. Por otra parte, el Concilio no ha podido dar una respuesta a los fermentos de revuelta, que ya se preanunciaba (…) Ha aceptado un poco nuestra teología, confirmándonos en nuestra investigación teológica. Nos hemos sentido libres como teólogos y liberados de sospechas, del espíritu de inquisición y condena. Pesaba sobre nosotros el espíritu de la Humáni Géneris (1950), la encíclica de Pío XII que condenó Le Saulchoir y Fourvière: las escuelas de los dominicos y los jesuitas. Todos nosotros estábamos bajo sospecha antes del Concilio y el Concilio nos ha liberado». Siempre he admirado la nada sospechosa claridad de Schillebeeckx, una de las mentes más penetrantes de la Nueva Teología.
¿Ha incorporado la Iglesia católica a su corpus ritual o teológico elementos de la masonería? ¿Cómo lo han conseguido?
Yo no diría que la Santa Iglesia Católica haya incorporado a su corpus ritual y teológico «elementos de la masonería»: semejante pretensión deviene imposible, bien por el hecho mismo de que la Iglesia, la única Iglesia de Cristo, se mantiene Una en el decurso de la Historia. Ahora bien, si aceptamos que toda la Contra-Iglesia surgida del conciliábulo es otra cosa, es decir una súper-estructura acatólica, una mega-secta paramasónica, iremos comprendiendo poco a poco la terrible entraña de estas mutaciones realizadas en apenas seis décadas de envenenamiento estructural. Y es que, para cualquier católico septuagenario con algo de memoria (¡y, desde luego, sensibilidad estética!), la percepción (de puro dolorosa) es patente, sobre todo al aproximarse al objeto de su Fe (es decir la Santa Misa, ahora «nueva misa») desde lo externo: vemos así la reubicación del antaño altar, hogaño mesa de celebración, dando el celebrante la espalda al Sagrario; nos duele en grado sumo la supresión del latín (la lengua oficial de la Iglesia) por el idioma vernáculo en el contexto de la simplificación drástica de la liturgia; no podemos dejar de lamentar la desaparición de la figura genuina del predicador y, por tanto, del púlpito, que tanto bien hicieron en el aspecto didáctico, así como la abolición de la apologética como género literario esencial para convertir infieles y defender la doctrina de la Iglesia de ataques externos; ¿y qué decir de la progresiva omisión de las referencias de rigor al Infierno como lugar físico, o la mismísima falsificación de la realidad del pecado?; amén de una tendencia estética hacia el minimalismo no significativo (perceptible tanto en las horrendas nuevas arquitecturas postconciliares como en los mobiliarios masónico-deístas)… Todos estos «cambios», con razón, han ido vaciando las iglesias de medio mundo, lo cual es bien comprensible: lo que la feligresía necesita no es un sucedáneo paródico que el mismísimo Martín Lutero vituperaría, sino la Misa Católica de siempre, es decir la Misa Tridentina, impuesta a perpetuidad por el Papa San Pío V. Lamentablemente, el grueso de los feligreses creen que la misa «Novus Ordo» es la «católica», pero esto no es así: esta nueva «misa» fue diseñada por el nada pío y masón Annibale Bugnini, y ha logrado con creces su objetivo: acelerar la apostasía de las masas como nunca antes se hubiera previsto. Acudamos como bálsamo, en fin, a San Alfonso María de Ligorio, el Doctor de la Iglesia más odiado por la secta francmasónica, quien en su prospecto La Misa maltratada realiza observaciones tan sutiles como provechosas, y que hoy pasarían desapercibidas al grueso de los católicos más ortodoxos. La brutalización, obviamente, ha ido pareja al proceso de secularización.
La lectura de tu libro Masonería vaticana: Los enemigos internos de la Iglesia al descubierto es, sin duda, inquietante: de sus páginas podemos concluir que, a día de hoy, el Vaticano es algo más parecido a una logia masónica que al trono de Pedro…
Así es: la Cátedra histórica fue arrasada y sobre sus cascotes se alzó la Logia de perdición. El preclaro filósofo argentino Patricio Shaw, firmante del epílogo de este libro, lo ha expresado magistralmente: «Roma está muerta y podrida, y la majestuosa fachada de Bernini es un cadáver. Se impone al mundo, bajo el disfraz de una legalidad que continuaría la legalidad histórica…».
Por último: ¿es el papa Francisco I masón o, simplemente, lo parece?
El heresiarca Bergoglio (a quien por respeto y obediencia a la bimilenaria institución del Papado declino reconocer como Papa) carga a sus espaldas con un fuerte pasado masónico. Es evidente que sus defensores, que todavía son muchos entre los neoconservadores, saldrán a defender la integridad del bueno del «Padre Jorge», pero las pruebas son flagrantes: en efecto, en su patria chica el jesuita Bergoglio fue masón, y actualmente es también rotario. Todo parece indicar que desde que usurpó la Silla de San Pedro estaría haciendo los trabajos de lo que se denominada un «masón durmiente». En Argentina es bien sabido que cuando Francisco todavía era el P. Jorge Mario Bergoglio Sívori, éste acostumbraba firmar como lo hacen sus amigachos los masones. Tomemos como ejemplo una misiva suya, fechada el 28 de octubre de 1977 y dirigida al obispo Mario Picchi, en la que podemos ver los inconfundibles tres puntos masónicos al final de su firma. Los hechos claman al cielo: por decencia y dignidad creemos firmemente que ya no es posible seguir negando lo abrasadoramente evidente, por muy doloroso que esto sea de asimilar y digerir.
Ignacio Eguiluz es articulista.