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La Hispanidad como ideal soberano


Sergio Fernández Riquelme | 13/03/2020

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Solo los pueblos orgullosos de su pasado como comunidad (subrayando sus éxitos pero comprendiendo sus errores) pueden construir una Identidad compartida, cohesionada y diferenciada (combinando unidad y pluralidad) para hacer frente a los retos presentes y futuros, desde la colaboración mutua en la consecución de los fines posibles o necesarios de justicia, bienestar y orden social.

La Hispanidad es, en esta época globalizada, el pasado, presente y futuro de España como nación. Es, en primer lugar, la trascendencia histórica de un país, heredero de la gran obra civilizatoria de pueblos peninsulares diversos y unidos (no solo dinásticamente), desde los albores de la Edad Moderna, en la recién descubierta América (y en otras partes del orbe). Es la realidad siempre actual, en segundo lugar, de esa herencia que une a más de 500 millones de personas en una lengua común (y maravillosamente plural en acentos, hablas y palabras), en creaciones culturales compartidas que superan la distancia oceánica, y en un legado de diversidad racial, mezcla étnica y relaciones familiares muy profundas. Y resulta, en tercer lugar, el ideal de misión soberana fundamental para sostener un futuro común justo, diverso y unido, siempre trascendental, ante envites internos y externos que ponen en cuestión la Identidad nacional y sus pilares de convivencia.

Un término inevitable

A principios del siglo XX y sobre las cenizas del antiguo Imperio hispánico que acabó formalmente tras la derrota frente a los EEUU y la pérdida de las últimas provincias de Ultramar, varios intelectuales llamaron a conservar lo mejor de ese legado histórico, lingüístico, cultural y espiritual. Miguel de Unamuno, José Maria Salaverría, Zacarías de Vizcarra, Ramiro de Maeztu o Ernesto Giménez Caballero encontraron en la Hispanidad esa palabra capaz de reflejar la gran obra civilizatoria y común de los pueblos españoles durante siglos.

Palabra que contenía, a la vez y en grado diverso, la clave espiritual comunitaria de la renovación nacional para la España de la nueva centuria, desde el regeneracionismo que clamaba por la modernización política y económica de un país devastado por las diversas del novecientos (de independencia frente a la invasión napoleónica, civiles en territorio americano frente a los líderes criollos y carlistas entre liberales y tradicionalistas) y el nacionalismo católico de nuevo cuño que reclamaba el renacer desde la verdadera esencia cristiana compartida (bajo el influjo de teorías renovadas en Europa, como la francesa de Charles Maurras). Y palabra que, por ello, hacia referencia a un ideal espiritual y a una realidad cultural que unía a razas diferentes, que mezclaba pueblos distintos, que acercaba continentes distantes, y que superaba las predeterminaciones étnicas tan en boga en los deudores del darwinismo social o al imperialismo extractivo del liberalismo-capitalista occidental más extremo y tan extendido.

Unamuno abrió el debate: «Digo Hispanidad y no Españolidad para incluir a todos los linajes, a todas las razas espirituales, a las que ha hecho el alma terrena, terrosa sería acaso mejor, y a la vez celeste de Hispania, de Hesperia, de la Península del Sol Poniente, entre ellos a nuestros orientales hispánicos, a los levantinos, a los de lengua catalana, a los que fueron cara al sol que nace, a la conquista del Ducado de Atenas. Y quiero decir con Hispanidad una categoría histórica, por lo tanto espiritual, que ha hecho, en unidad, el alma de un territorio con sus contrastes y contradicciones interiores. Porque no hay unidad viva si no encierra contraposiciones íntimas, luchas intestinas. Y la única guerra fecunda es la guerra civil, la de Caín y Abel, la de Esaú y Jacob, la guerra no ya hermanal sino mellizal. Un territorio tiene un alma, un alma que se hizo por los hombres que dio a luz del cielo». Vizcarra continuó delimitando el término: «Nada más fácil que definir las dos acepciones análogas de la palabra Hispanidad: significa, en primer lugar, el conjunto de todos los pueblos de cultura y origen hispánico, diseminados por Europa, América, África y Oceanía, expresa, en segundo lugar, el conjunto de cualidades que distinguen del resto de las naciones del mundo a los pueblos de estirpe y cultura hispánica». Y Maeztu lo completaba doctrinalmente: «La Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía. También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad no habita una tierra, sino muchas y muy diversas», por ello «entonces percibimos el espíritu de la Hispanidad como una luz de lo alto. Desunidos, dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los pueblos no se unen en libertad, sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es geográfica, sino espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la comunidad y el ideal».

Una historia apasionante

España recibió de Roma la civilización, y la llevó, en una empresa histórica de enorme calibre, a América. En sus virtudes y defectos, los pueblos españoles (castellanos, aragoneses, vascos…) crearon en territorio americano una obra civilizatoria singular, la Hispanidad. Frente a leyendas negras de conocido objetivo, lo hispánico representa una historia común, cultural y espiritual, que ha unido pese a desmanes propios de su tiempo, a pueblos de distinto origen, como demuestra la persistencia de lazos años después e intercambios profundos a día de hoy.

Ciudades y pueblos coloniales de enorme belleza y hoy base de algunas de las principales metrópolis americanas, escuelas y universidades muchas de las cuales perduran (más de 40 fundadas en tres siglos, desde la primera Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Perú o la dominicana Universidad Santo Tomás de Aquino), iglesias y catedrales hoy patrimonio de la humanidad (desde la inicial Catedral Primada de América o Catedral de Santo Domingo), entidades administrativas base de los actuales estados independientes (de virreinatos a intendencias), una toponimia hispana y mestiza de norte a sur del continente (de San Francisco a Santiago de Chile, de Los Ángeles a Santa María de los Buenos Aíres, de Cartagena de Indias a San Francisco de Quito), una enorme diversidad étnica de origen indígena, aún visible gracias a las pioneras y no siempre conocidas Leyes de Indias (de las Leyes de Burgos de 1512 a las Leyes Nuevas de 1542) con criollos y mestizos, afrodescendientes y pardos (a diferencia de los vecinos anglosajones del norte) y una lengua común (rica en acentos y hablas) que permite seguir comunicándonos a uno y otro lado del Atlántico siglos después.

Esta relación que defendió con éxito y con inferioridad numérica, hace siglos, el legendario almirante vasco Blas de Lezo y Olavarrieta en la colombiana Cartagena de Indias, ante la invasión británica: «Soldados de España peninsular y soldados de España americana. Habéis visto la ferocidad y poder del enemigo, en esta hora amarga del Imperio nos aprestamos para dar la batalla definitiva por Cartagena de Indias y asegurar que el enemigo no pase (…). Yo me dispongo a entregarlo todo por la patria, cuyo destino está en juego, entregaré mi vida si es necesario, para asegurarme que los enemigos de España no habrán de hollar su suelo. Que la santa religión, a nosotros confiada por el destino, no habrá de sufrir menoscabo mientras me quede aliento de vida».

Pero en esta dimensión fundamental de la identidad nacional es en donde, quizás, ha calado con más fuerza la citada leyenda negra. Los pueblos ibéricos (españoles y portugueses) fueron los responsables, para esta interpretación, de grandes males que aún hoy son presentes, una colonización en toda regla que acabó con la independencia de los reinos prehispánicos y con la vida de miles de indígenas (usada por posiciones ideológicas anti-imperialistas). Como señala Ernesto Ladrón de Guevara, «esa obra civilizatoria introdujo nuevos sistemas de vida que mejoraron la existencia de quienes los acogían. La comparación entre España y otros entes de poder colonizadores no resiste un análisis de historia comparada. España no fue simplemente una nación sino un imperio civilizador, creador de un nuevo espacio cuasi global sometido a las Leyes de Indias y de los dictados de Francisco de Vitoria, creador del primer derecho internacional público. No fue, por tanto, una nación depredadora o esquilmadora, sino, al contrario, creadora de una nueva forma de entender las relaciones en aquellos nuevos territorios descubiertos».

Una perspectiva necesaria

Son obvios ciertos desmanes de la obra civilizatoria española, de los conquistadores y colonizadores que llegaron al Nuevo Mundo (y denunciada en ese mismo momento por ilustres religiosos españoles como Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria) pero fueron fruto de una forma de pensar y vivir propia de su tiempo histórico (siglos XV y XVI). Son evidentes los hechos negativos ocurridos (especialmente el fenómeno de la encomienda), pero a diferencia de otros procesos colonizadores la monarquía castellano-aragonesa aprobó la serie anteriormente citada de Leyes de protección indígena, bastante avanzadas para época (aunque no siempre cumplidas), e incluso en su testamento, la reina Isabel de Castilla pidió a su esposo, el rey Fernando, y a su hija lo siguiente: «que pongan mucha diligencia y no consientan ni den lugar a que los indios vecinos y moradores de las dichas Indias y tierra firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en su persona y bienes, mas mando que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido lo remedien y provean».

Excesos y fallos, historiográficamente hablando, propios todo proceso conquistador pretérito, que no inevitables: las admiradas pirámides egipcias fueron obra de miles de trabajadores atormentados y gracias a recursos expoliados al vecino sudanés, la Grecia clásica y ciudadana, admirada por su filosofía y sus derechos ciudadanos, se sostuvo bajo el peor de los esclavismos, la expansión de la racional y todopoderosa Roma (como república y como imperio) se realizó con feroz contundencia (documentada por el propio César en su conquista de la Galia), los legendarios vikingos expandieron su mito desde la invasión, robo y asesinato de casi todo el que se imponía en su camino, el glorioso Imperio británico sometió a la peor de las explotaciones a sus colonias (generando auténticos apartheid), la admirada en su tiempo Unión Soviética logró ser potencia mundial invadiendo a los pueblos vecinos y alienando a gran parte de sus ciudadanos, la expansión de los hegemónicos Estados Unidos hacia el oeste conllevó el exterminio casi sistemático de las tribus indígenas nativas. Por ello, y desde Costa Rica, el diario La Nación recordaba en su editorial «El legado español en América», de principios del siglo XXI, que «nadie que se considere amigo de la verdad puede negar que España trajo una fe, una lengua, una cultura compleja y rica al nuevo continente, tampoco que ella, sin que nación alguna se le parangonara, se preocupó por evangelizar a los pueblos donde se asentó y por otorgar a los naturales una dignidad y unos derechos de los que carecían los súbditos de otros pueblos de la tierra».

E incluso los grandes damnificados de la expansión hispana en América fueron protagonistas de sus propios pecados: el Imperio azteca (Ēxcān Tlahtolōyān) se erigió sobre la opresión de sus habitantes vecinos, desde la destrucción del rival reino tepaneca o la dominación brutal de las etnias tlaxcaltecas o totonacas y el Imperio inca (Tawantinsuyu) se construyó en torno a los Andes sobre las ruinas del reino Chimú al que arrasaron o de la explotación de numerosas tribus vecinas antes libres (chachapoyas, collas, huancas, lupacas o taramas). Asimismo, la mayoría de los venerados libertadores que encabezaron la independencia de las provincias americanas eran criollos, es decir, hijos de colonos o nobles de familias de origen español (Simón Bolivar y Bernardo O’Higgins del País Vasco, Agustín de Iturbide de Navarra, Francisco de Paula Santander de Segovia, José Antonio Páez y Francisco Miranda de Canarias, Antonio José de Sucre de la Flandes hispana, José de San Martín de Palencia o Miguel Hidalgo de Castilla) y no de indígenas (que según muchos estudios nutrieron en gran medida las filas realistas fieles a la Corona española), además algunas de las regiones que se separaron de la España peninsular pasaron al control directo o indirecto de la emergente potencia de los Estados unidos (Cuba o Puerto Rico, como también le sucedió a los archipiélagos de Filipinas y de Guam). Ante dichas evidencias, como señaló el profesor venezolano Aníbal Romero, cabe «exaltar la herencia indígena y africana de nuestro pasado es legítimo, pero es inadmisible hacerlo a expensas del legado español. Semejante tarea es dañina e insensata. Una cosa es repudiar las injusticias cometidas y otra muy distinta vilipendiar a España y a su legado, que es consustancial a nuestro ser y un factor clave de nuestra identidad». La historia está para conocerla, superando los errores y compartiendo los logros, respetando las diferencias y buscando la concordia. La Unión europea está en nuestra mente, somos parte de una Europa que debería ser más social y plural y menos burocrática y centralista. Pero América está en nuestro corazón, nos ligan más cosas de las que nos diferencian.

Hoy, millones de ciudadanos de Hispanoamérica trabajan y conviven en España, migrando por un futuro mejor y perfectamente integrados en las comunidades de acogida. Numerosos españoles también han emigrado a América buscando una nueva vida, mezclándose con la población local y aportando a sus nuevos países su bagaje y sus esperanzas. Familias y amistades que se comparten a uno y otro lado del Charco atlántico. Cientos de empresas españolas invierten y crean empleo en Argentina, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, México o Venezuela y numerosos productos americanos ya son parte de nuestra alimentación, de nuestra vestimenta o de nuestros procesos productivos. Existen fructíferos pactos bilaterales de relación y desarrollo, una bianual Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, muchos acuerdos educativos y universitarios, y numerosos foros e instituciones de trabajo y cooperación. Nuestra lengua común es compartida por más de 577 millones de hispanohablantes, estando en expansión en países como Brasil o Estados Unidos, enriqueciéndose continuamente por la enorme diversidad de modismos, jergas, hablas o dialectos que surgen en América Latina.

La soberanía hispana

El futuro siempre no espera, recordaba Maeztu, desde la historia sobre la que fundar una misión: «Ex proeterito spes in futurum». Y en pleno siglo XXI, ante las exigencias homogeneizadoras del pensamiento globalista, la Hispanidad se convierte en ingrediente esencial del soberanismo español contemporáneo. La España soberana imprescindible en la era de la globalización, que une en la diversidad, que protege a los más débiles, y que reclama la vigencia de los valores tradicionales, necesita del sano orgullo hispánico. Un orgullo de ciudadanos libres pero responsables ante la comunidad, de un país abierto al mundo pero defensor de su Identidad, de un verdadero desarrollo humano ligado a lo local y que necesita de ese referente hispanista para enseñar a las generaciones protagonistas de la misma, aquí y allí, del valor de nuestra obra histórica y de la actualidad de la misión: herencia diversa y plural a defender, la necesaria colaboración entre pueblos en una tarea común, y la especificidad de una comunidad nacional en la preciosa diversidad de todo orden internacional.

«España no está aquí, está en América» siempre recordó Ramón María del Valle-Inclán. Ese es legado de la historia de España en América y de América en España. América nos hizo mejores, y en América dejamos lo mejor de nosotros. Ese es el legado de la Hispanidad como clave de la nueva soberanía a construir y defender.

Sergio Fernández Riquelme: El nacionalismo serbio. Letras Inquietas (Marzo de 2020).