La inteligencia artificial apenas está empezando a invadir no sólo nuestro mundo laboral, sino todos los demás ámbitos de nuestra vida cotidiana. Todavía sólo hablamos de programas de voz cada vez más sofisticados (es decir, robots de texto como ChatGPT o Alexa de Amazon) y de generadores de imágenes como Image Creator, Midjourney o Leonardo.
Pero como el desarrollo es exponencial en la era digital, la inteligencia artificial será cada vez más poderosa en un futuro próximo, realizando cada vez más tareas hasta ahora reservadas a la inteligencia humana y acercándose aún más a nosotros, en el sentido literal de la palabra. El asistente de voz de Amazon, Alexa, y un sinfín de electrodomésticos «inteligentes» nos están indicando el camino. Estamos rodeados de un capullo cada vez más denso de vampiros de datos digitales que no hacen otra cosa que apoderarse de nuestra identidad.
No olvidemos que nada de esto tiene que ver con la «inteligencia», es decir, con la comprensión de relaciones complejas. En realidad, se trata de complejos procesos computacionales (algoritmos) basados en la probabilidad con la que, por ejemplo, una determinada palabra va seguida de otra en el flujo de texto, o con la que determinados elementos estructurales se asocian entre sí en la estructura de gráficos o imágenes. La inteligencia artificial «aprende» estas probabilidades matemáticas a medida que optimiza, para finalmente ofrecer, tras infinitas horas de trabajo, resultados que deberían aproximarse lo más posible a las operaciones del cerebro humano, es decir, al pensamiento. Podemos esperar mejoras drásticas del rendimiento en este campo en el futuro.
Otro aspecto importante, que es fácil perder de vista, es que todos los pequeños «robots», ya sean programas de texto, diálogo o gráficos, forman parte de la agenda transhumanista. En última instancia, se trata de hacer que el cerebro humano sea «legible» para los ordenadores y de poder transferir datos en ambas direcciones: del cerebro al ordenador (o medios de almacenamiento), pero también del ordenador al cerebro, por ejemplo mediante un chip implantado. Los costosos archivos de imagen y texto podrían convertirse algún día en el medio intermediario decisivo. El objetivo final es (además de la posibilidad de control total sobre la humanidad) la posibilidad de almacenar la conciencia humana, para hacerla independiente de la existencia física y, en última instancia, inmortal. Hollywood lleva muchos años hablando de esto, y conferenciantes como el periodista israelí Yuval Harari (Homo Deus), que también es un invitado popular en el Foro Económico Mundial de Klaus Schwab, hacen declaraciones inequívocas sobre el tema.
Uno de los investigadores más destacados en el campo de la «interfaz hombre-máquina» es Elon Musk. Desde 2017, bajo la égida de una empresa creada ex profeso, Neuralink, investiga las posibilidades de vincular el cerebro humano a los ordenadores. La idea es una «interfaz directa con la corteza cerebral». En 2020, en pleno año del coronavirus, Musk presentó al público un prototipo de su chip cerebral: ocho milímetros de grosor y 23 milímetros de diámetro.
Neuralink ha desarrollado un robot especial para la implantación de alta precisión en el cerebro. Oficialmente, la finalidad del chip es vigilar la salud y, gracias a sus sensores, hacer sonar la alarma en caso de riesgo de infarto o ictus… de momento. Musk defiende desde hace tiempo la visionaria idea de que «en el futuro, los humanos tendrán que conectar sus cerebros a los ordenadores para seguir el ritmo de la inteligencia artificial que está por llegar».
Aquí se cierra el círculo. Los programas de inteligencia artificial, cada vez más sofisticados, no sólo revolucionarán nuestra vida cotidiana y nuestro mundo laboral. Tarde o temprano, serán capaces de comunicarse directamente con el cerebro entendiendo su «lenguaje», basado en cálculos y algoritmos increíblemente numerosos y complejos. Millones de usuarios de todo el mundo contribuyen a entrenar y optimizar estos programas.
El lingüista y periodista estadounidense Noam Chomsky menciona otro aspecto en este contexto. En marzo de 2023, pedía en el New York Times que dejáramos de llamar «inteligencia artificial» a los programas en cuestión, sino: «llamémosles lo que son y lo que hacen, software de plagio, porque no crean nada, sino que copian obras existentes de artistas existentes y las modifican hasta el punto de eludir las leyes de copyright del autor. Se trata del mayor robo de propiedad intelectual desde la llegada de los colonos europeos a las tierras de los nativos americanos».
Y: por supuesto, cada pequeña imagen, cada borrador, cada entrada del usuario queda registrada por Google, Microsoft y los demás «Grandes Hermanos». Además de todos los demás rastros de datos que todo el mundo deja a diario en su ordenador o teléfono móvil, esto constituye un perfil bastante significativo de intereses, preferencias individuales, en una palabra: la personalidad del usuario. Por supuesto, los organismos gubernamentales de vigilancia llevan mucho tiempo aprovechándose de esto, y no sólo en China.
La recompensa por la participación es una bonita y colorida imagen informática sin valor intelectual ni político. Eso ya es bastante pobre. Cada cual debe decidir hasta qué punto desea colaborar con el moloch de la inteligencia artificial. En definitiva, las imágenes y los textos obtenidos de forma supuestamente «inteligente» son arriesgados. Hay que utilizarlos con cuidado.
Nota: Cortesía de Euro-Synergies
Karl Richter es analista y ensayista.