Es tal el grado de alienación en que vive Europa, que ella ha perdido incluso la capacidad de darse a sí misma un nombre. Es la historia de todo pueblo colonizado. Le arrebatan su verdadera historia e identidad, y hasta le cambian desde fuera su verdadera denominación.
De niño, muy aficionado a mirar los mapas en libros de geografía e historia, no comprendía muy bien por qué Israel formaba parte del concurso de Eurovisión. Hace medio siglo que salen sus cantantes «como unos europeos más». Al mismo tiempo, los pobres españolitos de aquel tiempo sentíamos vergüenza propia y veíamos las películas del género de la»españolada», para reírnos de nuestra propia condición, supuestamente cuasiafricana. No era la España de los años 70 suficientemente «avanzada», creíamos (craso error) y casi merecíamos pedir perdón por existir ante los cenáculos ultrapirenaicos. Hoy todavía, el chiringuito europeísta no nos devuelve al
fugado gerundense, nos vuelca los camiones con vino y viandas en Francia, aclama a la butifarra separatista y busca resabios franquistas por doquier. Pero Israel, país geográficamente asiático, culturalmente extraeuropeo, siempre fue otra cosa sublime: pequeño quiste occidental en Oriente, un David que vence al Goliat árabe. Israel es «Occidente», pero, en cambio, la parte más difusiva y generosa de Europa, la Hispanidad, ha sido negada en la raíz de su europeidad.
España aún duda de sí misma y tiene complejo de no ser europea del todo. Pero he aquí una paradoja: Todo el entramado propagandístico de la Leyenda Negra fue en esa misma dirección, pero un Estado «incrustado» en un entorno árabe, estado inventado por los Estados Unidos y la ONU, formado por poblaciones venidas de todas las partes del mundo, en gran parte seguidoras de un credo de superioridad racial, el «pueblo elegido por Dios», eso, es «Occidente».
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La derechita sionista que aspira a ser oposición al gobierno «socialcomunista» de Sánchez no alberga dudas. Ellos desean mantener a España a nivel de las alfombras: una obediente colonia de ese Occidente al que tanto aman. Su patria ya no es el golpismo de Tejero, la falange y la legión de camisa arremangada, el morrión del Conquistador, la boina roja del carlista, el pasodoble de la Corrida… La patria de la derechita sionista ya no posee identidad propia, salvando su «patriotismo constitucional», y es homologable a un Occidente colectivo: libre mercado, bajada de impuestos, democracia liberal, OTAN y más OTAN, campo abierto para perseguir «putinejos» y «palestinejos». Todo eso.
La derechita sionista llamará, en su inglés macarrónico de colegios bilingües de pago, fake news a las fotos de niños palestinos destrozados. Serán esas fotos para ella, la derechita sionista, mera propaganda de Hamás, al que ahora consideran un brazo de ISIS (¡el ISIS que el propio Pentágono fundó!). La derechita sionista, neoliberal, pentagonal y sin complejos, dirá que son fake news todo esto: la imagen de una mezquita destrozada, una iglesia destrozada, un hospital destrozado y un colegio destrozado, ruina y cadáveres entre otros refugios precarios de un pueblo entero (un millón, dos millones) atrapado en un verdadero genocidio.
La derechita sionista de España, como perros caniches y fieles del imperio de Washington, ve a Israel como la única «democracia liberal» de la zona. Allí se quieren ver jóvenes colonos de aspecto «occidental», vistiendo pantalones vaqueros y shorts, dispuestos, nos dicen, a «defender su tierra» con armas de fuego en la mano, pues la libertad exige gastar balas contra sus agresores. Unas armas que a los europeos no nos está permitido portar. La derechita sionista de España se ha tragado el cuento de Huntington: el choque de civilizaciones, vale decir, Occidente contra todos los demás. Hay que sentir simpatía, dicen, por esos jóvenes que podrían pasar por europeos gracias a los tejanos, los shorts, algunas cabezas rubias y… con ametralladoras en las manos.
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Pero no es un choque de civilizaciones. Es el resultado de una incrustación geopolítica. En el año 711, cuentan las Crónicas Asturianas, unos exiguos contingentes musulmanes entraron en la Hispania goda, y al llegar a las ciudades de nuestra piel de toro, los hebreos les abrieron la puerta, y así, con ayuda de los quintacolumnistas incrustados y resentidos, los moros se hicieron más fácilmente dueños del Reino. Los ejércitos sarracenos pudieron proseguir campaña dejando a guarniciones judías al cuidado de las plazas, y así la venganza de aquellos judíos sobre el trato injusto y cruel que los godos les habían dado, estaba servida. Era la nación israelita entonces una «incrustación» en gran parte de la España goda, un recinto cerrado de dudosa lealtad a un poder cristiano que les era por completo ajeno.
No había en aquel siglo VIII una «civilización judeocristiana». Nunca existió tampoco una supra-unidad llamada «Religiones del Libro». Tales supra-unidades obedecieron, y hoy siguen obedeciendo, a intereses propagandísticos. Cuando se trata de justificar quiénes son los amigos y quiénes los enemigos, los estrategas del momento echan mano de afinidades raciales, culturales, religiosas o de otro tipo. Los hebreos de aquel lejano tiempo visigodo eran los «deicidas», por haber matado a Jesús y no reconocerle como el verdadero Mesías, mientras que hoy son «Occidente». De igual manera, los propagandistas de la derechita sionista, ven un «choque de civilizaciones» entre los modernos, emprendedores y demócratas israelitas y la paupérrima Palestina que, no sólo es musulmana, también en parte cristiana… Paupérrima: ¿por qué será?
Se desmonta la teoría del «choque de civilizaciones» cuando vemos que la fracasada destrucción del Estado Sirio, acometida por los muy bíblicos y muy cristianos norteamericanos, implicó la muerte y diáspora de miles de cristianos de Oriente, abandonados a su suerte por la muy occidental y muy católico-protestante OTAN, a manos de la muy mahometana y fanática ISIS, hinchada de dólares y apoyo yanqui. Se desmonta a Huntington cuando vimos aquella férrea alianza de los americanos con el poco occidental régimen saudí, y con otras monarquías «teocráticas» islámicas… mientras que a los europeos nos inundaban con noticias de la feroz represión del feminismo y de los gays en Irán. Los saudís salafistas eran «buenos», y su represión femenicida y lgtbfóbica no importaba…
Europa no debe ser «judeocristiana». Su tradición es, además de grecorromana, cristiana sin más. Hagan el favor: quítenle el «judeo» como prefijo: el Antiguo Testamento expresa teleológicamente la venida de un Salvador que no será Rey sólo para los judíos, sino para el hombre entero. Esos libros escritos por hebreos y para hebreos contienen los cauces y las imágenes proféticas para una Nueva Alianza, al margen de eso, no son nuestros. Un cristiano no está atado el humus cultural originario de un mensaje que lo desborda, la Buena Nueva destinada a ser supracultural y universal. Un pequeño pueblo asiático, habitante nómada de desiertos, supremacista, resentido, con más orgullo que capacidad (hasta hoy, casi nula capacidad militar e intelectual) no es parte de nuestra tradición, solo por el hecho de ser el sustrato precedente desde donde se canalizó originariamente la Revelación.
Hoy en día es preciso distinguir entre judío (en el sentido confesional, pues étnicamente es éste un término ininteligible) e israelita (es decir, ciudadano de un Estado inventado de manera muy desafortunada en 1948). A su vez, en uno y otro caso hay que distinguir entre sionista y no sionista. Nada hemos de reprochar a quien posea una confesión determinada y viva en paz con el resto del mundo. Hay judíos (en todo el mundo) e israelitas (en su Estado inventado) que no son sionistas y quieren paz y viven en paz. Pero quienes son sionistas son supremacistas y agresivos, y no esconden sus intenciones. El gobierno israelí actual es sionista. Muchos de estos últimos incitan al odio, como también lo hacen muchos mahometanos radicales o los nazis. Es este tipo de gente la que no deseamos en España ni en Europa. La derechita sionista debe tener cuidado con sus apoyos, unilateralidades y hemiplejias. No se puede estar ciego ante un genocidio sin ser, al tiempo, un cierto cómplice del mismo.
No se puede entrar en el juego de potencias ajenas a nosotros, los europeos. Estados Unidos ha inventado la palabra «Occidente» para referirse, en realidad, a ellos mismos, su imperio y sus colonias y protectorados, estén donde estén: Japón, Corea del Sur, Australia o los Países Bálticos son –por ejemplo- su «Occidente». De la misma manera, cuando se ven envueltos en el conflicto poblaciones de musulmanes, invocan con alegría en término «Occidente» y «valores judeocristianos» para no mentar jamás la existencia de una Europa, pobre mosaico de pueblos hoy colonizados, que está sirviendo de juguete de intereses ajenos, e invadida por culturas ajenas.
La misma derechita sionista que anida y pulula en España, muy particularmente en Madrid, fue la que abrió fronteras a una emigración descontrolada y logró que en pocos años (en política común con los socialistas) se pusieran las bases para una España musulmana (realidad tangible de aquí a cuarenta años). Los mismos que renunciaron a las fronteras, y renunciaron a hacer respetar la soberanía nacional (única forma de preservar, con la ley en la mano, la identidad de los pueblos); ellos son ahora los que retransmiten consignas islamofóbicas del sionismo.
Es una derechita ignorante, paleta, de pocas luces. Desconoce que Israel está en tratos con el rey de Marruecos, de quienes somos colonia. Desconoce que Marruecos (país musulmán) está en tratos con franceses y yanquis para su propio proyecto, no tan diferente del sionista: un «Gran Marruecos», que haga con los saharauis (antiguos españoles) lo mismo que el sionismo desea con los palestinos: su eliminación. Los dos genocidios van en paralelo, aunque hoy el mediático y estremecedor es el de Gaza, pero no hay que olvidarse nunca del Sáhara. Es cierto que al terrorismo hay que darle respuesta, pero esto que está haciendo Netanyahu no es proporcional a crímenes terroristas execrables, es «solución final». Ahora bien, quien opta por la «solución final», como es la del exterminio, opta también por su suicidio. Este Occidente judeocristiano que tanto le gusta a la derechita local no puede ganar. Solo puede lograr colocar al mundo entero en su contra. Al final es menester que todos los países que no formamos parte de la Anglosfera (la extensión objetiva del dominio que llaman «Occidente») nos bajemos de este carro, y digamos «basta».
Carlos X. Blanco nació en Gijón (1966). Doctor y profesor de Filosofía. Autor de varios ensayos y novelas, así como de recopilaciones y traducciones de David Engels, Ludwig Klages, Diego Fusaro, Costanzo Preve, entre otros. Es autor de numerosos libros. También colabora de manera habitual con diferentes medios de comunicación digitales.