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La denuncia y el grito defensivo de una España que se resiste a morir


Carlos X. Blanco | 15/07/2020

A veces bastan pocas páginas para lanzar un mensaje de acero, en línea recta, frontal. Las pocas pero vibrantes páginas de Refundación Soberana, escritas por Carlos Martínez-Cava, lo hacen. Lanzan un grito: ¡Nos han robado la soberanía! Este robo de la soberanía es peor que un atraco, es más bien una traición. Y para denunciar a los traidores y exponer los hechos, un ensayo breve, como el de Carlos Martínez-Cava, basta. El ensayo cuenta con un buen prólogo, redactado desde la cercanía, a cargo de Javier García Isac.

La denuncia se hace posando el análisis en dos momentos. Uno, ya es historia, historia reciente (que quien escribe esto la ha vivido en su niñez y juventud). Otro momento es el hoy, el más rabioso presente así como los años anteriores inmediatos a este hoy en el que España se sume en el marasmo, la desintegración y el humillante escarnio internacional.

Vamos con el momento primero. La historia de nuestra «democracia» desde 1975, sus orígenes y su pecado fundacional.

El régimen autoritario y personalista de Franco no podía sobrevivir una vez desaparecida la persona que lo encarnó y en torno a quien giraron todos los resortes del Estado. La imposibilidad de su continuación se cerró con el asesinato (muy probablemente consentido si no orquestado desde Exterior) de su sucesor y garante previsto, el almirante Carrero Blanco. Tras el crimen, el régimen debía encarar reformas. En qué sentido, a qué nivel, con qué grado de lealtad a sus bases fundadoras, con qué amplitud de aperturas y de participación popular, todo ello estaba por ver. El sentido en que se hizo la Transición, supuestamente «de ley a ley», vino muy condicionado por las potencias extranjeras, los Estados Unidos, por un lado y Alemania y Francia, por otro. En un tiempo (ya periclitado) el papel geoestratégico de España como bastión anticomunista en Occidente, frente a veleidades «rojas» no imposibles tampoco en Italia o Francia,  así como el papel de nuestra nación como llave del mar Mediterráneo, como non plus ultra en un hipotético avance de blindados soviéticos por las llanuras de Europa… era un papel muy importante. Hoy ya no lo es tanto, importamos tanto como un rábano, y el yanqui prefiere armar al magrebí hasta los dientes antes que a España.  El «aliado» leal de los yanquis, la España Franco, debía ser, tras el fallecimiento del Generalísimo no ya un un aliado, sino algo mucho más servil. Debía ser por fuerza una especie de protectorado de los Estados Unidos. Un control férreo de los americanos por encima de la Piel de Toro, despojándola de soberanía, fue lo que se hizo. De otra parte, entraron en escena nuestros «socios» europeos. Éstos, nunca se olvide, nunca son socios, son antes que nada competidores. Era preciso que España se integrara plenamente en el concierto económico occidental (ya en buena medida lo estaba) pero castrada, con las piernas y brazos atados, con la cabeza gacha. Esto también fue lo que se hizo.

La tesis fundamental de esta primera parte del libro es innegable. Ni a países vencidos en una guerra se les impone desde el exterior un conjunto de condiciones tan draconianas a su vida económica (así Alemania, Italia o Japón en 1945). Hemos pasado de ser una importante potencia económica (la novena potencia mundial), al término del milagro industrializador del franquismo tardío con una asombrosa implantación de una seguridad social, con una cultura del esfuerzo y del trabajo muy arraigadas en sus clases productoras, con todo eso, hemos pasado a ser, bajo la democracia formal, un páramo que flota en la propia hez de su corrupción, que vive del monocultivo del turismo y el ladrillo. Hemos pasado de contar con un sistema de seguros, de protecciones sociales y laborales nada desdeñable, a tener unos índices de precariedad y temporalidad, desvalimiento e incluso indigencia que nos sacan los colores. ¿Qué ha ocurrido aquí?

Como jurista que es, Carlos señala con exactitud los puntos oscuros de nuestra Constitución y de nuestro propio proceso constituyente (si es que éste realmente existió), y cita los textos donde se documenta la renuncia a la soberanía económica que el Régimen del 78 trajo consigo, especialmente desde la llegada al poder de esa calamidad criminosa que fue el felipismo.

Al leer los párrafos dedicados a la pérdida de nuestra siderurgia (Sagunto. País Vasco, Asturias), no he podido evitar hacer un viaje a mi propio pasado. Nací y viví buena parte de mi vida en Gijón, ciudad muy próxima a las enormes instalaciones siderúrgicas de Asturias. Al lado de Gijón estaba la UNINSA, empresa que, después, se integró en ENSIDESA, sita ésta en las afueras de la ciudad de Avilés; también al lado. Gran parte de la población gijonesa y avilesina era obreros de esta industria y de otras auxiliares y afines. La cualificación y seguridad laboral de esta clase obrera asturiana era, por término medio, muy superior a la de otras regiones españolas y superior también al tipo medio de empleo asalariado que se puede hallar hoy, en el siglo XXI, en el Principado o en el resto de España. Pero vino el felipismo. Con el felipismo llegó una marea de corrupción nunca vista antes. Como es habitual, la casta corrupta socialista se aupó con unas políticas neoliberales a ultranza, medidas de una ferocidad que viene asociada a los nombres de Boyer o Solchaga, de infame recuerdo. Fueron los creadores de la «España del pelotazo». Llevo décadas escribiendo acerca de cómo el neoliberalismo más feroz y con más carta blanca para deshacer y saquear se disfraza de manera muy conveniente de izquierdista. También llevo décadas evocando mis recuerdos personales de cómo una región altamente productiva en el campo, la pesca y la industria, como fue Asturias, quedó secuestrada por los socialistas. El secuestro consistió en no dejar producir, en destruir la cultura del trabajo y del esfuerzo. Algo similar se hizo en muchas otras regiones españolas, si no en la nación entera.

Recuerdo en mi niñez los campos verdes sembrados de maíz, y su producto dorado, las mazorcas (llamadas «panoyes» en bable) colgando como tesoros de todos los corredores de hórreos y caserías. Recuerdo ejércitos de vacas y vida –más allá del turismo estival- en el campo, donde había incluso niños y pequeñas escuelas casi en cada aldea. Todo eso se prohibió, literalmente con el felipismo y con el ingreso en la Comunidad Europea.

En la ciudad, recuerdo autobuses cargados de trabajadores que iban y volvían a las fábricas, pisos primorosamente cuidados y niños obreros que procuraban estudiar y esforzarse para poder, si acaso, mejorar la posición con respecto a sus padres. Desde los años 60, con un excelente sistema educativo, por primera vez los hijos de obreros y campesinos podían acudir en masa a la Universidad. Pero con el felipismo se abrió una negra época de huelgas, barricadas, humaredas negras. No puedo olvidar las docenas de furgonetas anti-disturbios de las policías aparcadas en pleno centro de Gijón, siempre prestas a sofocar, y unidades «flotantes» que acudían desde Valladolid a diario a dar palos y volver de noche a sitio seguro, ello bajo órdenes de los «progresistas», y así aplastar las protestas obreras. Mientras los guerreros urbanos de a pie acababan en el hospital o detenidos, sus «liberados» y sus «cuadros» sindicales se dejaban comprar y cooptar por la élite neoliberal, una élite a veces formada en Harvard y en otros lugares así, muy obreros, muy socialistas y muy españoles, por lo visto. Otro tanto se diga de lo acaecido en las Cuencas Mineras, también en pie de guerra con las reconversiones de los socialistas y su sumisión a los dictados «de Europa».

Personalmente he visto cómo mi ciudad y mi región pasaron de golpe de gozar de una renta per cápita alta, en el conjunto nacional,  y de liderar una cultura del trabajo y de la excelencia obrera, a ser una zona gris, envejecida, sin niños, subsidiada. Todo esto lo trajo la política de las reconversiones, que en realidad fue la política del cierre impuesto de empresas que –al margen de su falta de rentabilidad coyuntural- hubieran sido clave en la autosuficiencia nacional. Una mejora de la eficiencia, una inversión en tecnología, hubieran servido para poder ser autárquicos y aun competitivos en producción hullera, siderúrgica, láctea, pesquera, etc. Es evidente que la Comunidad Europea contó con el felipismo como herramienta de desertización productiva, y así se transformó España en un país mendigo, en el país del ladrillo, la naranja, el turismo. Ahora, con la crisis del coronavirus, a lo mejor ni eso.

Con el felipismo, España perdió toda su soberanía económica (ingreso en la llamada por entonces Comunidad Económica Europea) y militar (ingreso en la OTAN bajo la supuesta coacción de que la obtención de las «ventajas» económicas venían vinculadas a la condición de la sumisión militar). En realidad, ambos ingresos fueron un abandono de la soberanía. España «se dejaba hacer» y los acuerdos internacionales que afectaban a nuestra soberanía ni siquiera debían contar con la aprobación o visto bueno de nuestras Cortes.

Pero vayamos rápidamente al segundo momento del libro: el golpe de Estado secesionista de Cataluña. También aquí es irrefutable cuanto nos plantea Martínez-Cava. Ojos abiertos tienen ante sí el panorama mismo de la traición y del desafío a la Ley.

Es evidente que España es plural. Hay varias lenguas españolas, además del castellano. Hay muchos paisajes y climas, hay diversidad de tradiciones. También es evidente que por encima de las diferencias hay un nexo histórico y esencial que nos une a todos. Pero nada de esto tiene que ver con el engendro autonómico, el tinglado centrífugo que se fue montando a raíz del texto constitucional de 1978. El autonomismo desarrollado a lo largo de la década de los 80, precisamente a partir de la ambigüedad generada por esa Constitución, hoy vigente, es la que ha llevado a un golpe de Estado que, a fecha de hoy, sigue dado, está en activo, y permanece sin ser combatido con los aparatos de defensa del Estado. Ni el ejército y fuerzas de seguridad, ni el rey, ni la clase política en su conjunto, nadie ha dado todavía una respuesta nítida y contundente a un desafío abierto y obsceno a la unidad nacional, a la integridad territorial, a la convivencia entre españoles, al imperio de la ley. Es más, padecemos un gobierno nacional que consiente con un golpe de estado, que pacta con quienes lo apoyan, que negocia con quienes delinquen.

Mil formas de descentralización, mil mecanismos de conservación y atención a la diversidad cultural de los españoles habrían podido articularse antes que dar rienda suelta a este endiablado tinglado que se dio en llamar «Estado de las Autonomías». En realidad no fue una descentralización para “hacer más eficaz” la prestación de servicios del Estado ni «acercar la Administración» a los ciudadanos, ni «conectar» con la varia sensibilidad local y regional de los mismos. En realidad se trató de crear mini-estados, taifas, remedos de un Estado soberano que se iba desarmando, vaciando, centrifugando. Amén de la duplicación de órganos, funcionarios, burocracia, parasitismo, corruptelas, se generó una competencia y enemistad entre unos territorios y otros y, lo que es peor, animó la creación de élites políticas «aldeanas» (como dice el prologuista, Javier García Isac), minoritarias, que contaron con artificiales mecanismos legales y electorales para imponer su voluntad a la inmensa mayoría de los españoles.

Muchos de nosotros seguimos sin comprender por qué doscientas familias, a lo sumo, de Cataluña, pueden poner en jaque a toda una nación, con su capacidad para ultra-subvencionar entidades y chusmilla urbana para que puedan hacer más ruido y parezcan más. Seguimos sin comprender por qué no se ha interrumpido la costumbre borbónica de privilegiar esa región autogobernada por corruptos, a costa de los impuestos y de las capacidades endógenas de otras comarcas españolas.

Muchos de nosotros seguimos sin comprender por qué hay que entregar más y más privilegios a los sucesores ideológicos de un cateto vizcaíno, racista y supremacista, sucesores que pretenden dotar de carácter nacional a unos territorios vascónicos que jamás formaron una entidad histórica (como sí la tuvieron Asturias, León, Castilla, Aragón…), y que dormirían en la Edad de Piedra de no haber sido por su rescate gracias al Reino de Asturias, primero, y de los de Castilla, y Navarra, después.

El Estado de las Autonomías, ineficaz y contrario por principio a la unidad de derechos y a la igualdad de oportunidades, contrario a la necesidad (¡y el derecho!) a contar con un Estado-nación que nos proteja de invasiones, intromisiones y manejos externos, ese Estado centrífugo y corrupto, debe morir si queremos que una España soberana resurja.

El libro de Carlos Martínez-Cava es, repetimos, la denuncia y el grito defensivo de una España que se resiste a morir. Publicado ahora, en las horas más bajas y negras de nuestra historia, es un acto de bravura y lucidez tanto por parte del autor como de su editor.

Carlos Martínez-Cava: Refundación soberana. Letras Inquietas (Enero de 2020)