Destacados: Agenda 2030 | Libros | Nueva Derecha

       

Artículos

La izquierda: antes una solución, hoy un problema


Diego Fusaro | 27/03/2024

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

El libro de Carlos X. Blanco es una inteligente crítica a la actual izquierda neoliberal, hoy hegemónica en Occidente. No es un libro escrito por un intelectual de derechas o, simplemente, por un liberal clásico. Por el contrario, es un texto de un académico que no critica a la izquierda como tal, sino su deriva contemporánea, liberalista y atlantista, contraponiéndola a su propio pasado socialista y antiimperialista.

Olvidada de sí misma y de su pasado, la neoizquierda poscomunista y vanguardista ha interiorizado plenamente, sobre todo después de 1989, la mirada y el horizonte de los vencedores, por tanto, de sus propios enemigos tradicionales. Y lo ha hecho, muy a menudo, con una complicidad obscenamente reivindicada con el orgullo de quienes han elegido estar en el «lado correcto de la historia», es decir, en el lado (al menos por ahora) vencedor.

La nueva izquierda se ha convertido, en última instancia, a las razones del enemigo impugnador que había labrado su propia historia e identidad. En otras palabras, se ha convertido en aquello contra lo que había luchado. En su forma acabada desde los años 90, la izquierda, en casi todo el cuadrante occidental del planeta, aparece como completamente desproletarizada y desprovista de referencias al mundo del trabajo, mera representante del individualismo competitivo liberal-libertario titular de mercancías y derechos civiles, es decir, de los derechos del consumidor individualizado y cosmopolita. Ya no lucha contra la abstracción tan concreta que es el capitalismo, sino para que éste se afirme también en los ámbitos reales y simbólicos que aún no ha conseguido colonizar. Ya no lucha por la superación del mundo de la mercancía, sino por su defensa contra todo lo que pueda poner en peligro su dominio.

Como Mattia Pascal, el protagonista de la obra maestra de Luigi Pirandello de 1904, la izquierda también consideró posible cambiar de identidad. Y optó por vivir una «nueva vida», rompiendo cualquier relación residual con la anterior. Puesto que la izquierda roja y socialista había sido, en lo moderno, la verdadera fuerza que había prometido una emancipación coral y un curso compartido de salvación superior a la mera aceptación de lo existente, mostrar cómo se ha convertido ahora -en su tránsito del rojo al fucsia y al arco iris, del anticapitalismo al ultracapitalismo- aquello contra lo que luchaba representa un primer paso necesario para actualizar los mapas y darse cuenta de que la brújula está averiada. Y que, como he demostrado ampliamente en Demofobia siguiendo los pasos de mi mentor Costanzo Preve, es necesario abandonar a la izquierda (junto con la derecha) a su deshonroso destino, para fundar sobre nuevas bases una filosofía política de comunitarismo socialista y democrático, internacionalista y populista, que aspire a la redención de los últimos y, con ellos, de la sociedad en su conjunto.

Antropológicamente, la neoizquierda poscomunista del arco iris ha producido a su imagen y semejanza un deplorable belén (o, si se prefiere, un infierno dantesco), poblado por atribulados radicales chic y megalómanos del caudillismo, por celosos neófitos y arrogantes conversos camino de Damasco, por arrepentidos por puro oportunismo, por «servidores voluntarios», por guardianes profesionales y por Mattia Pascal, cuya irresponsabilidad sólo es igualada por su cinismo: una tribu muy diferenciada internamente, pero cuyos habitantes están unidos por el tránsito, convencido o resignado, a la defensa del bando que una vez combatieron y, sinérgicamente, por el abandono, por olvido inconsciente o voluntad reivindicada, de una historia y una tradición que habían dado voz y organización a los últimos y a sus deseos de mejores libertades.

La consecuencia, trágica y al mismo tiempo irresistiblemente cómica, debería ser bien conocida. En el marco cosificado de la sociedad de mercado global del capitalismo absoluto, en el que el culto al valor de cambio y la Nueva Izquierda se convierten dialécticamente el uno en el otro, être de gauche significa ser dócilmente servil a los dictados de los mercados financieros y las traqueteantes bolsas, pero también a las invasiones humanitarias de países soberanos decididas por Washington. De nuevo, significa tomar las calificaciones de las agencias de calificación como referencia y la austeridad depresiva como horizonte político. Y, por tanto, encontrarse hablando la misma neolengua gris que los funcionarios del Fondo Monetario Internacional, los tecnócratas del Banco Central Europeo y los «especialistas sin inteligencia» (según la fórmula de Weber) del sistema bancario sin fronteras.

Significa, además, luchar contra todo lo que pueda interferir de algún modo con el orden de los mercados (identificado sin reservas con el progreso) y, por tanto, dejar a los derechistas la tarea de impugnar, al menos en parte (y en todo caso sólo verbalmente y para ganar consenso, ça va sans dire) ese léxico y esa mentalidad. En una palabra, se trata de celebrar el mundo tal como es, impugnando toda posible rectificación operativa del mismo, asimilándolo ideológicamente a priori al retorno del fascismo y del totalitarismo. A través de una catábasis a veces dolorosa en el submundo de la hipocresía y la subalternidad, pero también de la incapacidad epocal para descifrar la realidad y su ritmo de desarrollo, ésta es, en definitiva, la silueta obscena de la neoizquierda que encontramos hoy en Occidente: una nueva izquierda que, asimilando la perspectiva de los grupos dominantes en la escena mundial y des-historizando totalmente su mirada, se ha adherido sin reservas al proyecto, al léxico y a las categorías de los grupos dominantes a los que tradicionalmente había combatido. Es la «izquierda de los jefes ejecutivos» (Federico Rampini), que combina la indiferencia y la idiosincrasia respecto a las clases trabajadoras y los obreros con la celebración indolente -en el vértice de la subalternidad- del mito de Steve Jobs (patrón de Apple) y Sergio Marchionne (CEO de FIAT con un salario miles de veces superior al de sus empleados): en otras palabras, dos figuras que la izquierda «roja» y anticapitalista habría considerado antaño modelos negativos, cuando no enemigos de clase declarados.

Frente al nuevo escenario de conflicto de clases, la neoizquierda descafeinada no tiene nada que objetar. Y, en la mayor parte de su articulación, está -directa o indirectamente- del lado del bloque oligárquico neoliberal, apoyando su programa de clase oculto tras la persuasiva categoría de «progreso». La disolución de la explosiva unión entre la izquierda y el pueblo ha tenido como consecuencia, por tanto, la caída en picado del pueblo en el abismo de la desigualdad, la irrelevancia y la mortificación más indecente y, al mismo tiempo, el ascenso de la izquierda a la cúspide de los grupos dominantes, la defensa de su cosmovisión y de sus intereses materiales.

Subsumida (al menos tanto como la derecha) bajo el capital, la nueva izquierda del arco iris ya no aspira a la trascendencia del cosmos de la morfología capitalista; una trascendencia que, por el contrario, se esfuerza afanosamente en hacer impensable además de impracticable. Su imaginario de mercantilización plena coincide con el de los vencedores del globalismo, según el cual la libertad no es más que la posibilidad de autoafirmación y automodelado del átomo startup en el espacio del mercado reducido a un plano liso de competencia planetaria y al libre flujo omnidireccional de mercancías y personas mercantilizadas.

(…)

Un último punto sobre el que quiero insistir, y al que Carlos Blanco dedica acertadamente mucho espacio, se refiere a la metamorfosis proimperialista de la izquierda arco iris. A este respecto, Domenico Losurdo ha hablado de la «izquierda imperial». Como sabemos, la lucha por la emancipación del trabajo y la lucha por la liberación nacional del imperialismo han representado, en el plano político stricto sensu, las dos piedras angulares del pensamiento y de la acción de la izquierda vero-roja y, en este caso, de esa unión fundamental de crítica glacial de la cosificación clasista y de sueño despierto de una felicidad superior a la disponible que fue el marxismo.

En la fase del capitalismo dialéctico, être de gauche significaba, ante todo, a) aspirar a una transformación (revolucionaria o reformista) del sistema socioeconómico, para que las asimetrías desaparecieran o al menos se mitigaran, y b) impugnar la violencia colonialista e imperialista del capital, defendiendo el caso de los pueblos oprimidos con vistas a su liberación nacional (este segundo punto, en efecto, se aplica sobre todo a la izquierda comunista).

La derecha, como sabemos, ha sido el locus fundamental de propulsión y legitimación del imperialismo. La novitas notable parece ser la reciente reconversión de la propia nueva izquierda fucsia a las «razones» de los bombardeos éticos, el intervencionismo humanitario, los embargos terapéuticos: en una palabra, a las razones del «mal universalismo» del imperialismo norteamericano, que coincide de facto con el «brazo armado» de la globalización mercantilista. Y que, en rigor, lejos de enmarcarse como figura del universalismo, se erige como expresión de un etnocentrismo exaltado, que simplemente pretende extender sin límites su propio modelo y dominio, ideológicamente contrabandeado como válido en universal.

Si, como se ha señalado ad abundantiam, el rasgo fundamental de la veteroizquierda era el universalismo, hay que reconocer que la nueva izquierda lo ha abandonado por la defensa del imperialismo americano-céntrico no menos que por su apoyo a las razones de la sociedad competitiva de libre mercado, en cuyos espacios cosificados se levanta el paraíso de los pocos frente al infierno de los muchos El imperialismo, en efecto, no es otra cosa que la violencia de lo particular que se introduce de contrabando como universal. La sociedad competitiva del capital es, a su vez, el triunfo de una clase sobre las demás o, si se prefiere, el nexo de señorío y servidumbre que hace posible el éxito de un grupo mediante la dominación de otros. Así pues, el verdadero universalismo consistiría en luchar contra el imperialismo y la sociedad de mercado, cosa que la nueva izquierda hace tiempo que dejó de hacer, convirtiéndose en neoizquierda global-imperialista y liberal-nihilista.

La estructura económica de derechas (imposición del mercado y de los intereses de los grupos dominantes) vuelve a encontrar su contrapartida en la superestructura cultural de izquierdas (ideología intervencionista de los derechos humanos). De hecho, el imperialismo del Leviatán de las barras y estrellas siempre procede, en sus justificaciones, con un doble registro: el de la derecha cínica y el del «alma bella» de la izquierda. El de la derecha cínica aboga abiertamente por la invasión imperialista sin fingimiento, en nombre del «beneficio del más fuerte» (según el teorema de Trasímaco) y del desnudo interés económico y geopolítico de la fuerza dominada. La bella alma izquierdista, por el contrario, trata de justificar la invasión imperialista con la ampulosa retórica de los derechos humanos o incluso pretendiendo adoptar el punto de vista de los más débiles, a quienes la propia operación imperialista defendería.

Consideremos, a modo de ejemplo, cómo en 1999, con la guerra imperialista en Serbia, los cínicos celebraron el «esfuerzo bélico» en nombre del interés abierto de Washington en el marco de las relaciones de fuerza cambiadas por el giro de 1989, mientras que las «almas bellas» de la izquierda liberal, como (entre muchos otros) Norberto Bobbio y Jürgen Habermas, justificaron el imperialismo norteamericano en nombre de los derechos humanos y la defensa de los serbios sojuzgados por el dictador neo-hitleriano de turno. Hay muchos otros temas en los que Carlos Blanco insiste en su excelente estudio, y el lector los encontrará, como suele decir, «a lo largo del camino». Es un libro que merece ser leído, pues ayuda a comprender la necesidad de abandonar la izquierda sin girar a la derecha: en cambio, es necesario, para mí como para Carlos X. Blanco, ir más allá de la derecha y de la izquierda, contrarrestar la globalización turbo-capitalista y retomar el camino de la búsqueda operativa de los deseos de mejores libertades y mayor felicidad que la disponible en forma de mercancía.

Nota: Este artículo es un extracto del prólogo de Diego Fusaro

Carlos X. Blanco: La izquierda contra el pueblo. Hipérbola Janus (Enero de 2024)