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Precariedad: la miseria del trabajo y la flexibilidad existencial


Diego Fusaro | 16/06/2023

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El nuevo «imperio de lo efímero», es decir, el escenario posterior a 1989 tipo Babel, se caracteriza en todos los aspectos por un ataque frontal a los salarios (directos, indirectos, diferidos y sociales) y a los derechos conquistados.

Este ataque, a través de las prácticas de privatización y liberalización de la competitividad, va a deconstruir el servicio nacional de salud, la seguridad social, la medicina, la educación, la jubilación: en definitiva, ataca a todo el estado de bienestar que había sido una conquista de las luchas de los movimiento obrero, colocando al nuevo «cuarto poder» flexible y migrante de trabajadores intermitentes en la posición de tener que aceptar trabajos mal pagados y a tiempo parcial, sin tener derecho a la protección de un convenio colectivo. Este marco también incluye los despidos económicos, mediante el cual se «incentiva» a los trabajadores de más edad, aún protegidos por el sistema asistencialista y con costes necesariamente más elevados, a abandonar el empleo en favor de otros más jóvenes, contratados con «despido garantizado» y «contratos temporales de colaboración» con la consiguiente no renovación en caso de «exceso de personal».

Al romperse las relaciones laborales, se produce el efecto de una amplia segmentación del empleo; efecto del que sólo se benefician el capital y su clase de referencia. Se introducen diferencias en las condiciones de trabajo, en las posibilidades de promoción, estabilización y crecimiento profesional, en los grados de protección, reconocimiento de derechos, pero luego también en la posibilidad de impugnar y reaccionar a la política de clase. Es el resultado de un proceso lento y obstinado de erosión de derechos y colonización convergente de conciencias totalmente coherente con la masacre de clase manejada unilateralmente por los dominantes.

Si en el año 2000, millones de personas salieron a las calles de Roma para protestar contra la derogación del artículo 18, ya prevista desde entonces, y esto había determinado su mantenimiento, en 2012 la supresión se completó con éxito, además con la connivencia de los dominados, convencidos , gracias a la actuación omnipresente de la fábrica de consenso y la industria del imaginario, de la necesidad de «reformas», «reestructuraciones» y «modernizaciones» en beneficio exclusivo del capital.

Agotado el Estatuto de los Trabajadores, se sigue que ahora es la empresa y el señor posburgués quienes deciden soberanamente cuándo termina el contrato de trabajo. Detrás del venerable nombre de «reforma» se ha posado otro duro ataque de clase a los derechos del trabajo y del siervo. Sólo la ley del mercado regula ahora las relaciones. En nombre de la competencia incondicional y de la competitividad liberalizadora, gana quien sabe adaptarse, es decir, quien sabe ceder el mayor número de derechos y el mayor tiempo de vida. Y el que no se adapta es despedido, destinado a fluir de regreso al enorme ejército de reserva industrial de los desempleados que presionan las puertas de la ciudad en busca de proyectos.

En esencia, la competencia es, por supuesto, un concepto que dista mucho de ser neutral. De hecho, su admisión implica, por ese mismo hecho, la aceptación de la ley del libre mercado como paradigma universal en el que los ganadores son siempre y sólo el libre mercado mismo y el señor como clase dirigente orgánica a él. Junto a los trabajadores, son prontamente derrotados los empresarios que aún cumplen las normas y que, con la conciencia infeliz, protegen los valores más elementales del respeto a la dignidad humana. Aceptar la regla de la lucha competitiva significa, por eso mismo, aceptar la licencia de la élite para dominar sin oposición, explotando sin reservas el trabajo flexible, precario, cada vez más liberado de las protecciones sociales conquistadas y garantizadas por el Estado.

Baste aquí citar un solo ejemplo. Una cadena de hoteles estipula contratos de ocho días con los trabajadores con horario regular. De repente, toman el relevo nuevas trabajadoras, con contratos que incluyen turnos de doce horas y mayor número de habitaciones por arreglar (treinta por turno). Estos nuevos trabajadores no tardan en sustituir a los anteriores, según la lógica de esa competitividad que se confirma, una vez más, como la licencia para que los más fuertes exploten libremente a los más débiles.

En verdad, la globalización del mercado no coincide simplemente con una desregulación, que también está presente en varios sectores y bajo varios perfiles. Junto a él, existe también un grandioso proyecto de «re-regulación» destinado a producir una plétora de disposiciones y leyes que, en el plano legal, fijen las reglas funcionales a la precariedad del trabajo protegiendo los intereses del señor. La desregulación del antiguo sistema interno del estado de bienestar y la re-regulación en sentido liberal en beneficio de la oligarquía financiera están, por tanto, interrelacionadas.

Gracias al ritmo de la globalización, el capital logra recuperar rápidamente lo que le había robado el conflicto y la indocilidad razonada del siervo, pero luego también la experiencia de los comunismos del siglo XX, aunque no exenta de contradicciones: altos salarios y derechos sociales y en bienestar, restricciones estatales y legislativas inherentes al despido, sólidas protecciones sindicales y el derecho de huelga. Las conquistas del trabajo, los derechos sociales, el reconocimiento del Siervo, los mismos dictados de la Constitución italiana, son para el capital una «ciudadela» (Luciano Gallino) que frena la competitividad y que, como tal, debe ser conquistada en nombre de la competencia planetaria: son, con la sintaxis de los Grundrisse de Marx, ese límite que la norma de la acumulación inconmensurable y del crecimiento infinito debe necesariamente desbordar para poder imponerse en forma absoluta.

Traducción: Carlos X. Blanco