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Europa: muertos o entregados


Carlos X. Blanco | 11/06/2023

 Nuevo libro de Santiago Prestel: Contra la democracia

El hombre, al menos en Occidente, decae. Y con él, declina la moral y la belleza. El hombre es una delicada y frágil criatura. Dios la hizo por debajo del ángel, aunque con un alma inmortal. Esa inmortalidad, y todo cuanto se despliega por ella y hacia ella, consiste en su misma fuerza y dignidad. En cambio, su voluntad, es quebradiza y mutable. Con su nostalgia de la bestialidad, la recaída del hombre europeo en ser (mera) cosa, le pone en peligro cada día.

Hoy, el hombre europeo, y quien de forma cultural se ha criado como europeo en cualquier rincón del planeta, ya no se reconoce a sí mismo. Se apaga en él la llama de la moral y de la belleza. Desconoce lo que es el Bien, olvidó su resplandor que -una vez cegados por él- nos invita constantemente a su divina prosecución. El hombre de Europa lleva siglos de oscurecimiento, y no va tras el Bien. Es esta un alma sometida a tormento y encierro, pues los más infernales poderes la gobiernan.

Los poderes de la Modernidad son los poderes del dinero. Nos llenan el paisaje con mezquitas, y sustituyen a Bach con el tam-tam de la selva, pero todo esto es fruto podrido del poder del dinero. El alma colectiva de un pueblo y de una civilización suele corromperse con el dinero, justo como acontece con el alma individual. Desde el momento en que a la persona se le enseña a ser menos de lo que realmente es, se la reduce a carne, materia, estofa de la más baja, apta para ser vendida en el mercado y consumida por el «mejor» postor. Entonces, esa alma se tritura, se angosta y con la fractura también se rompe la voluntad de ser fiel a sí misma.

Todo se compró y se vendió con el auge del modo de producción capitalista. La Tierra y el Trabajo. La primera, dejó de ser el hogar y la madre nutricia del hombre. El segundo, dejó de ser servicio y prestación. Todo, absolutamente todo, devino Mercancía.

El hombre como mercancía llegó a ser el hombre europeo a partir de finales del medioevo, llegó a serlo sin perjuicio de explotar y colonizar a los hombres de otras culturas. Anteriormente, sólo una parte de la humanidad había caído en la condición de «cosa», y como cosa, mercancía. El modo de producción esclavista (antiguo) se caracterizaba por una coexistencia de esclavos, campesinos y artesanos «libres», y señores parasitarios. Pero el modo de producción capitalista es una generalización de la cosificación. Todo deviene cosa, incluso el propio cuerpo y los órganos inclusos en él. Nadie se escapa, hasta la élite burguesa y la super élite globalista sabe que, en el fondo, ella también tiene un precio. Por una determinada cantidad, alta o baja, todos se venden y el sistema entero se transforma en un inmenso entramado de Prostitución.

Cuando todo se enlodaza, el Bien, la Belleza y la Verdad también. No se mancillan ellos mismos en cuanto trascendentales, claro está, pero sí se revuelcan en el fango la percepción (otrora sana y clara) que el buen europeo tenía de ellos. Se destruye la vigencia social de sus resplandores. Una civilización enlodazada, vista como espectáculo triste, joya echada a perder por la religión de la Mercancía, se parece mucho a esa lucha pornográfica de combatientes en el lodo que sirve de espectáculo a los rijosos. El resto del mundo nos contempla desnudos y en el lodo.

El hombre europeo ha olvidado su misión. La civilización que, según Spengler, tomó lo mejor del catolicismo romano-germánico y, como un disparo, se lanzó hacia los inmensos espacios para abarcarlos, circundarlos, abrazarlos posesivamente, es hoy una entidad cadavérica. Las civilizaciones se parecen a organismos y todas ellas están condenadas a perder su lozanía, y tras esa merma, todas están llamadas a la rigidez y a la falsedad. Abandonan los últimos restos de su existencia como culturas, se despojan de la vitalidad y consienten en ser penetradas por todas las corrientes vitales ajenas. Ajenas sí, pero vitales.

El conservador europeo se concibe a sí mismo como muro de contención y como custodio de unas esencias puras, ignorando tal vez que él mismo ya es una sombra fantasmal, y un pobre enfermo que no accede a los manantiales puros que una vez el asfalto enterró. Los manantiales ya han sido envenenados por un enemigo interior, Satán o Saurón que recorre todo el solar de nuestros padres del uno al otro confín. El conservador europeo ha vivido durante décadas bajo el engaño de una protección inexistente.

Los hobbits de la Comarca, en la inmortal obra de J.R.R. Tolkien, vivieron durante generaciones ajenos a las crueldades del Gran Mundo, y como pueblo sano y alegre desconocía que su paz venía garantizada por otros “mayores” que, en silencio, guardaban las fronteras y acechaban al enemigo. La ingenuidad del conservador europeo es creerse protegido por esa falsa armadura de hierro sin alma, llamada «Occidente» y que no es otra cosa que la Anglosfera, hoy comandada por los Estados Unidos.

Debemos dejar de ser hobbits ingenuos. No hay armas para defendernos. Y la Anglosfera armada con venenos y cabezas nucleares no es nuestra civilización. Tampoco debemos seguir con la ingenuidad de los cínicos (¡sí, el cinismo puede ser una tremenda ingenuidad y un error fatal!): nadie «protege» a este continente, y si alguien guardara nuestras fronteras, que se sepa esto: nadie lo hace a cambio de nada. Europa no va a dejar de ser rígida civilización cadavérica, penetrada de americanismo, islamismo y africanidad, si no deja de ser un protectorado. La palabra es exacta: no somos simplemente una colonia. En un protectorado hay protectores y protegidos. Y quien renuncia a su propia defensa (no me refiero solamente a la defensa militar, sino a la defensa de sus valores) está muerto, entregado.