El hereje medieval Pedro Abelardo trató de privar a la Fe de su carácter de certeza y de inmutabilidad. San Pablo había dado a los Hebreos y más allá de ellos a la Iglesia Universal, esta definición de la Fe: «sperandorum substantia rerum argumentum non parentum», fundamento, o firme persuasión, de las cosas que se esperan, y convencimiento de las cosas que no se ven.
Abelardo tuvo la impertinencia de «corregir» la sentencia apostólica trocando la palabra «argumentum» (convencimiento) por «existimatio», degradando la Fe a una opinión conjetural, provisional, caprichosa; a una preferencia dictada por el gusto personal, en una palabra, despojando la fe de dos rasgos esenciales: la certeza y la inmutabilidad.
Tristemente afín a la deformación de Abelardo es la que hace el concilio deuterovaticano, que introduce el novedoso concepto de «sensus fidei», que no es lo mismo que el tradicional «sensus fidelium». De los fieles puede haber sentido; de la Fe, sólo puede haber convicción. Para no hacernos ilusiones de que ese «sensus» no se refiere a facultades intelectivas, nos basta con leer lo que el mismo documento conciliabular herético dice bajo ese título: «La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo».
En la antedicha proposición, puesta en la traducción oficial neovaticana al castellano, queda claro que el «sensus fidei» es un sentimiento. De paso notemos la imprecisión y parcialidad con que los asaltantes del Vaticano aluden al pasaje neotestamentario, el cual, si es leído por completo, muestra que quienes están ungidos por el Espíritu Santo son los católicos persistentes ante los desvíos, y no una colectividad indefinida: «Hijitos, ésta es ya la última hora; y así como habéis oído que viene el Anticristo, así ahora muchos se han hecho anticristos, por donde echamos de ver que ya es la última hora. De entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros; que si de los nuestros fueran, con nosotros sin duda hubieran perseverado; pero ellos se apartaron, para que se vea claro que no todos son de los nuestros».
No existe en la doctrina católica el término «sensus fidei». Santo Tomás de Aquino alude a una captación refinada y en cierto modo instintiva, no de la Fe misma, sino de cosas que le pertenecen o corresponden: «La luz de la fe hace ver las cosas que se creen. Lo mismo que por los hábitos de las virtudes ve el hombre lo que conviene según ese hábito, así también, por el hábito de fe, se inclina su mente a prestar asentimiento a lo que concierne a la fe recta y no a otras cosas».
Existe, pues, cierto «sensus» sobrenatural del cual la Fe es el principio, pero no por cierto el objeto. Y existe un «sensus» cuyo sujeto son los fieles: el «sensus fidelium». La Fraternidad Sacerdotal San Pio X (FSSPX), supuestamente poco amiga del Vaticano II, apela al «sensus fidei» salido de ese antro, como motivo para que los fieles se les unan sin investigaciones doctrinarias. A este término la FSSPX dedica todo un título en su obra Ni cismáticos ni excomulgados, traducido a varios idiomas. Comienza así: «En el conflicto que surge entre «obediencia» y verdad, los Católicos más informados han elegido la verdad, seguros por su sensus fidei de que solamente la verdad asegura la unión con la cabeza invisible de la Iglesia que es Nuestro Señor Jesucristo».
No hay buenos antecedentes del «sensus fidei». No fue usado por la Iglesia Católica; lo hubo contra ella y con la apariencia de ella. Nos consta de los tiempos apostólicos un caso llamativo del «sensus fidei» de los efesios que resistieron a San Pablo y causaron un tumulto en respuesta a su predicación, repitiendo a gritos: «Grande es la Diana de los efesios».
Es una contradicción en los términos estar seguro de la verdad religiosa gracias a un sentido. Solo se está seguro de algo por el intelecto, aunque un sentido que opera fidedignamente sea el preámbulo de esa seguridad. Los católicos no pueden estar seguros de nada sin sentencias inteligibles con que la Iglesia Católica defina su identidad y su enseñanza toda. Una «Tradición no (muy) dogmática» sólo sería posible si los católicos renunciaran a sus facultades intelectuales y la Iglesia Católica careciera de material de enseñanza para el mundo que la rodea. La Fe que no se formula no se puede propagar, y la Fe no es un misticismo inefable e incomunicable.
Insólitamente, Monseñor Lefebvre, tomado por muchos en Francia como maestro de la Fe, muestra rasgos comunes a un espantoso maestro de la incredulidad completa en esa misma nación: Montaigne, con su lema «Que sais-je?». La incertidumbre de Monseñor Lefebvre donde debería tener certidumbre se manifiesta de manera llamativa en su «Postfacio» al libro Pedro, ¿me amas? del Padre Daniel Le Roux, firmado en Ecône el 7 de junio de 1988. Allí el arzobispo se expresa en estos términos: «La lectura de estas páginas (…) suscita también problemas graves a la fe del católico fiel, problemas a menudo insolubles y que explican la perplejidad y la confusión que invaden las mentes más sólidas y a los cristianos más convencidos. El Papa es la Piedra puesta por Dios en la base de su Iglesia, es aquel cuya fe no debe desfallecer, que confirma a sus hermanos, que apacienta las ovejas y corderos, que, asistido por el Espíritu Santo, dirigió la Iglesia durante unos veinte siglos, confiriendo así al Papado un crédito moral único en el mundo».
En el segundo párrafo citado, Monseñor Lefebvre reconoce las propiedades del Papa. Si las reconoce inseparables del oficio del Papa (como de hecho lo son), pues entonces los «problemas a menudo insolubles» del primer párrafo quedan muy pronto solucionados del todo: aquel de quien están separadas propiedades inseparables de un Papa, no es Papa.
Si Monseñor Lefebvre no reconoce dichas propiedades como inseparables del oficio del Papa, niega toda la razón de ser del Papado en su misma institución, y niega a Cristo.
El crédito moral único en el mundo y dos veces milenario que reconoce Monseñor Lefebvre al Papado estriba en la unión del primado pontificiocon la voluntad divinamente confiada a los Apóstoles de evangelizar al mundo. Los Pontífices romanos, desde San Pedro hasta Pío XII, han sido los primeros propulsores de la evangelización desde el punto de vista jerárquico, doctrinario y geográfico. El cristianismo de los Papas es el que ha civilizado al mundo. A la inversa, el decaimiento y descrédito de la jefatura vaticana postconciliar, y su influencia debilitadora y corrosiva, cuando no destructiva, sobre toda la obra evangelizadora de los Papas, estriba en la desunión de esta jefatura vaticana con la voluntad divina de la evangelización del mundo y con el primado pontificio.
En el siguiente párrafo, Monseñor Lefebvre continúa en su eterna vacilación: «¿Es concebible que después de los años 1960 la Sede apostólica esté ocupada por Papas que son la causa de la autodestrucción de la Iglesia y que esparcen en ella el humo de Satanás?».
Monseñor Lefebvre no consigue decidirse por una respuesta negativa; por lo tanto, para él sí es concebible que falle en la Iglesia Católica un elemento normativo y eficiente instituido por Dios para darle fundamento y firmeza; para el prelado francés es concebible que quien tiene en la Iglesia Católica, por divino encargo y con divina asistencia, la plena potestad de transmitirle la conducción y formación de que ella depende en lo visible, pueda desencadenarle mucha destrucción e infundirle un humo satánico.
El Papa es con Cristo una sola cabeza de la Iglesia Católica. Cristo es en el Papa la cabeza de todo lo que acontece visiblemente en la Iglesia Católica, según palabras de un prominente teólogo del Concilio de Trento. Y Pío XII explica: «Pedro, en fuerza del primado, no es sino el Vicario de Cristo, por cuanto no existe más que una Cabeza primaria de este Cuerpo, es decir, Cristo; el cual, sin dejar de regir secretamente por sí mismo a la Iglesia que, después de su gloriosa Ascensión a los cielos, se funda no sólo en Él, sino también en Pedro, como en fundamento visible, la gobierna, además, visiblemente por aquel que en la tierra representa su persona. Que Cristo y su Vicario constituyen una sola Cabeza, lo enseñó solemnemente Nuestro predecesor Bonifacio VIII, de i. m., por las Letras Apostólicas Unam sanctam; y nunca desistieron de inculcar lo mismo sus Sucesores».
Para Monseñor Lefebvre es concebible que aquel en quien Cristo encabeza y gobierna todo lo que acontece visiblemente en la Iglesia Católica, sea cabeza de la destrucción y el endemoniamiento de la Iglesia Católica, de lo cual se inferiría que Cristo mismo sería cabeza de la autodestrucción de su Iglesia y del esparcimiento del humo de Satanás en ella.
San Juan Cristóstomo afirma que Cristo derramó su sangre para salvar a las ovejas de cuyo cuidado encargó a Pedro y a sus sucesores. ¿Daría Cristo a sus ovejas un pastor que hiciera a sus ovejas lo contrario de su propio Sacrificio redentor, y les quitara en lo posible su eficacia? Al no conseguir decidirse Monseñor Lefebvre por una respuesta negativa a la posibilidad de que haya Vicarios de Cristo que destruyan y endemonien a la Iglesia Católica, tampoco consigue decidirse por una respuesta afirmativa a la eficacia de las promesas divinas, con lo cual plantea, en el ámbito de la situación capital visible e invisible presente de la Iglesia Católica, la pregunta de Pilato: «Quid est veritas?». ¿Es concebible que Monseñor Lefebvre se pregunte si todo eso es concebible? Lamentablemente, no.
El indeciso prelado prosigue así: «Aún evitando plantearnos la cuestión sobre lo que son, estamos muy obligados a plantearnos cuestiones sobre lo que hacen y constatar con estupor que estos Papas introducen la Revolución del 89 en la Iglesia con su divisa, su carta, directamente opuestas a los principios fundamentales de la fe católica».
Nuevamente Monseñor evita plantearse qué son o no son los que se hacen llamar Papas y a quienes él llama Papas, y prefiere desviar la atención a lo que hacen, sin atender a que ningún hecho anticatólico puede jamás entrar a la conducción terrena efectiva de la Iglesia Católica, ni menos aún extenderse y descender de allí a los católicos y al mundo. «Quid est veritas?» dijo Pilato ante la Verdad misma y Cabeza invisible de la Iglesia Católica. «Quid est veritas?» dice Monseñor Lefebvre ante el elemento en que la Iglesia Católica es veraz por eminencia cuando lo tiene en acto: su cabeza visible en cada acto, aún ínfimo, de conducción universal de las almas.
El fideísta separa fe y razón por considerar irreligiosa la razón; el agnóstico hace la misma separación por considerar irracional la Fe: son las dos caras de la misma moneda, y confluyen en el modernismo. Quien sea reacio a usar el intelecto en teología, bien puede serlo porque la conciencia le reprocha haber formado opiniones contrarias a la teología o al mismo intelecto. Numerosos sacerdotes que se retiraron de la FSSPX denunciaron haber sido intimidados contra el uso del intelecto; otros no fueron nunca más capaces de usarlo bien.
La plaga del fideísmo
1. Fideísmo y escepticismo
2. Fideísmo y Fe católica
3. Fideísmo y pensamiento débil
4. Fideísmo y presunción
5. El fideísmo y escepticismo infiltrado entre católicos tradicionalistas