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Occidente como símbolo del imperialismo


Denis Collin | 24/03/2023

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Nuestra época, más que ninguna otra, sólo conoce dos estados, como los sistemas informáticos, cero o uno, bueno o malo, un lado u otro, blanco o negro.

Los matices y los colores brillantes están terminantemente prohibidos. No hay lugar para el pensamiento, y todo es sustituido por automatismos. Antes de que el polvoriento vagón de la humanidad, sacudido de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, salte de un atolladero a otro, se disloque por completo, sería útil intentar alejarse de los maniqueísmos, de los discursos prefabricados, del lenguaje de madera que florece por todas partes. La experiencia demuestra que no es fácil y que quien lo intenta corre el riesgo de gritar en el desierto («la voz del que grita en el desierto», Marcos, 1,3) o de ser vilipendiado por la multitud de los necios. Vayamos adelante de todos modos.

La palabra Occidente se ha convertido en símbolo del imperialismo, de la dominación de los grandes imperios sobre el mundo entero, y hoy de la Alianza Atlántica y de su brazo armado, la OTAN. Todo esto es bastante cierto. El poder de los grandes imperios occidentales y los innumerables crímenes que han cometido han conseguido, en un primer momento, hacernos olvidar que otros grandes imperios, igual de terribles, fueron arruinados por esta dominación occidental: los mongoles y los otomanos, por citar sólo los más conocidos, cometieron masacres aterradoras y esclavizaron a cientos de millones de hombres. Pero todo se perdona, todo es culpa del «hombre blanco».

Argelia, la antigua tierra de los númidas o de los que los romanos llamaban bárbaros (que dieron origen a los bereberes) estuvo sometida a la dominación árabe, y después a la otomana hasta el siglo XIX. Pero los únicos colonos culpables de todos los males de este régimen, podrido hasta la médula, son los franceses, a los que hay que perdonar de grandes culpas. La esclavitud era y sigue siendo una institución casi universal. Los grandes tráficos de esclavos fueron llevados a cabo en primer lugar por los reinos africanos, que eran verdaderos reinos con todos los atributos de la realeza y no pequeñas tribus de niños grandes que vivían en chozas como muestra Hergé. Los árabes comerciaron con esclavos a gran escala y durante muchos siglos. Los europeos y su apéndice norteamericano entraron en el negocio.

Pero no se puede dejar de constatar que fue en Europa donde se planteó la cuestión de la abolición de la esclavitud y donde condujo a la abolición, no sin dificultades, de esta horrible institución. Fue en París donde se creó, en 1788, una Sociedad de Amigos de los Negros… ¡Busquen una sociedad semejante en otro lugar, en Arabia o en la India, no la encontrarán! En resumen, Occidente es horrible, pero tenemos buenas razones para seguir apegados a los logros de esta civilización cristiana europea. De hecho, cualquiera que esté apegado a la idea de los derechos humanos probablemente deba decir, como Benedetto Croce: «¡No podemos no llamarnos cristianos!».

Pero precisamente porque somos «cristianos», aunque no creamos en ningún Dios trascendente, respetamos la humanidad que hay en todo hombre y debemos negarnos a imponer a los demás nuestra moral, nuestras ideas, nuestras creencias. Sólo podemos confiar en el progreso del espíritu humano. Somos «cristianos», pero no misioneros y menos aún misioneros armados. Somos «cristianos», pero lo suficientemente humildes como para no pensar que los caminos que hemos seguido son todos los correctos y que no tenemos nada que aprender de los demás. Sin embargo, el progreso de la libertad, tanto personal como política, es un criterio esencial en los juicios que podemos hacer sobre nosotros mismos o sobre los demás.

Nadie discutiría que los caníbales tienen costumbres y ritos perfectamente respetables. Nadie admitiría que se practique el antiguo procedimiento romano de la exposición en el momento del nacimiento de un niño, que permitía al padre de familia no reconocerlo y dejarlo morir en la calle, a menos que un alma caritativa se hiciera cargo de él… Si admitimos la igualdad en derecho y en dignidad de hombres y mujeres, con razón juzgamos que una sociedad que no reconoce esta igualdad no es digna de la nuestra. No tenemos derecho a imponer por la fuerza nuestra concepción de una vida buena, pero sí a defenderla cuando se ve amenazada. Y hoy está amenazada.

Denis Collin: Nación y soberanía (y otros ensayos). Letras Inquietas (Marzo de 2022)

Imagen: Redleaf Lodi: Encadenado

Traducción: Carlos X. Blanco