Se está llevando a cabo un experimento a gran escala. Los profesores y los alumnos son los conejillos de indias, la sociedad española entera será la víctima. Mientras la calidad de la enseñanza de nuestro país se deteriora por momentos, y año tras año las escuelas e institutos se convierten en fábricas de burros y establos de adolescentes, las nuevas leyes educativas inciden y perseveran en sus errores conceptuales, los agravan y los consagran. Son errores garrafales. Tanta necedad y tanta maldad no se puede entender salvo en el contexto de un gran experimento de «ingeniería social» como los que ya hemos padecido a propósito del COVID-19 y la Agenda 2030.
La LOMLOE parte del supuesto de que los profesores, especialmente los de Secundaria y Bachillerato, no poseen en realidad una especialidad (Matemáticas, Filosofía, Latín y Griego, Historia, Física y Química, etc.), especialidad científica o humanística que en muchos casos han obtenido por oposición, enfrentándose a tales efectos a todo a un temario específico y con requisitos previos de titulación universitaria. La LOMLOE, como todos sus precedentes «democráticos», somete al profesor especialista a dos dictaduras: la dictadura pedagogista y la dictadura tecnologista. Ya puede saber mucho de lo suyo, que encima habrá «técnicos» que le dirán lo que tenga que hacer y que le cerrarán la boca en caso de discrepancias. Técnicos de la educación (pedagogos) y técnicos de la digitalización (esbirros de las GAFAM), junto con inspectores y demás instrumentos humanos al servicio de la descualificación programada de los docentes.
La dictadura pedagogista ya comenzó con la LOGSE (1991), la ley matriz de todos los males educativos de España, ley de la cual han partido engendros cada vez peores, como la LOMLOE actual. Esa dictadura pedagogista le marca la pauta al profesor especialista, aquel a quien ya no se le suponen conocimientos suficientes, pese a sus años de universidad y su oposición ganada: qué enseñar, cuándo enseñar, cómo enseñar, cómo evaluar, etc. Es una dictadura, pues la Pedagogía, una supuesta «ciencia de la educación», se eleva a los altares, se convierte en rectora y ordenadora de todo cuanto tenga que ver con la educación y se arroga el derecho a hablar de lo que no sabe, y a mandar sobre profesores especialistas en sus respectivas materias, unas materias (Filosofía, Física, Griego, etc.) sobre las cuales lo ignoran todo.
La Pedagogía es, desde la LOGSE, una pseudociencia peligrosa que ha impuesto una jerga propia, a menudo ininteligible, que planea sobre todas las asignatura a impartir en la Enseñanza Media. La obligación legal de ajustarse a la jerigonza pedagógica ha hecho que miles de profesores detraigan tiempo de preparación de clases y corrección de exámenes, restando así calidad al proceso educativo. Los profesores tienen que elaborar cientos de documentos que nadie lee y que no sirven para nada salvo para realimentar la falsa necesidad social de pedagogos. Orientadores e inspectores educativos son los principales agentes que imponen esta jerga pedagógica y esta dictadura de los papeles, basándose en teorías pedagógicas cuya eficacia práctica y su solidez epistémica nunca han sido probadas. Exclusivamente por una voluntad política y por un deseo inconfesado de retrasar mentalmente a la sociedad es por lo que la Pedagogía ha invadido la práctica educativa y la ha estropeado por completo. Ella es la responsable de que se hayan declarado verdaderas cruzadas contra 1) el mérito, 2) el esfuerzo, 3) la memoria, 4) el examen escrito, 5) el temario de carácter nacional, 6) la autoridad, 7) la disciplina y el respeto y, por último, 8) el rigor científico.
Los pedagogos, y por orden suya los inspectores, orientadores y demás partidarios del pedagogismo, han conseguido acabar con el gran aguijón de una nación que se quiera alzar sobre sus ruinas, el gran acicate para que una sociedad se sanee: el reconocimiento universal de los mejores (aristocracia de la inteligencia y del mérito), para que los mejores sean tomados como modelo y para que los parásitos y perezosos sientan lo que tienen que sentir: vergüenza. Enseñar a esforzarse, y premiar el esfuerzo con recompensas reales y no crear un mundo al revés, en donde el parásito y el disruptivo tengan todo tipo de garantías legales y sociales para poder seguir siéndolo. Enseñar una cultura del trabajo, del trabajo serio y riguroso, que hay que demostrar ante los adultos y las autoridades por medio del ejercicio de la memoria y del razonamiento (que se basa en la memoria), rendimiento acreditado por medio de exámenes ajustados a un temario oficial de carácter estatal. Hace falta acostumbrar a padres y a alumnos no a protestar diciendo «¿qué tengo mal?», y a buscar defectos formales en los papeles del profesor para impugnar pícaramente sus decisiones, sino enseñar a acreditar los conocimientos debidamente por medio de exámenes oficiales y reválidas si el candidato es merecedor del título o del aprobado. Señores inspectores de educación: ustedes, salvo honrosas excepciones, son una vergüenza dentro del entramado funcionarial de España. Deberían exigir nivel y calidad académica en Enseñanza Secundaria, invirtiendo el rol que hasta ahora han desempeñado: no deberían tanto indagar qué ha hecho mal el profesor en cuanto burócrata que rellena mil papeles absurdos cada año, sino indagar qué ha hecho bien el alumno como para hacerle merecedor del título y del aprobado y comprobar si ha hecho méritos para aspirar a ello. Como no inviertan el sentido de su función, señores inspectores, se encontrarán cada vez más con un país de analfabetos y de pícaros, en el cual «todo el mundo» se siente con derecho a títulos cada vez más pomposos y con un valor cada día más ínfimo.
Mientras el Ministerio y las Consejerías corren a exigir a los profesores nuevas «programaciones didácticas» (una bobería pedagógica más, en lugar de confeccionarse unos temarios de Estado), cada vez más complicadas e inaplicables, en las aulas se evapora el principio de autoridad y respeto, y el caos se apodera de no pocas de ellas. El pobre enseñante se rompe estos días la cabeza estudiando la manera de “programar” de acuerdo con una ley hecha por majaderos y por sectarios de la UNESCO y de otras logias globalistas, con la sospecha de que la LOMLOE está perfectamente diseñada para que nadie la pueda aplicar, y para que quien la aplique de veras tenga claras dos cosas: a) que no se puede suspender a nadie, porque con la propia programación (que no temario oficial) cualquiera, hasta el más lerdo, puede reclamar la nota o la titulación, invalidando así el trabajo y la autoridad del docente y b) que lo que menos importa es enseñar y aprender, sino crear una masa de seres enganchados a maquinitas y a «empoderamientos» ideológicos varios.
La segunda dictadura, que dejaré para otro artículo ya que exige mucho más análisis y reflexión, es la dictadura tecnologista. Por el momento, baste con señalar la imposición de la llamada «agenda digitalizadora» a todos los profesores. La nueva LOMLOE, el Ministerio, y las autoridades educativas de todas las comunidades autónomas, están obligando (con amenazas veladas e insinuaciones sobre su futuro negro en la carrera docente) a que los docentes se saquen una titulación en «competencia digital docente» por medio de unos cursillos ridículos y mal planteados, en los cuales un profesor debe invertir su muy valioso tiempo en aprender a manejar una serie de aplicaciones comerciales (algunas tienen versión de pago y otras, como es frecuente en este mundo capitalista, son gratuitas pero incompletas y sirven de cebo para picar el anzuelo en la versión premium). En lugar de dedicar tiempo a la actualización científica del profesor, por medio del contacto y del apoyo en el mundo universitario, del que procede, el docente se ve arrastrado a convertirse en un simple peón y agente al servicio de las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft). Ya no es «experto» o «especialista» en una ciencia humana o natural, un universitario apto para transmitir saber a los muchachos. No, nada de eso. El profesor es, de acuerdo con los masónicos dictados de la UNESCO, un «mediador» entre el universo tecnológico que las grandes compañías tecnológicas diseñan, con sus miles y miles de aplicaciones digitales, por un lado, y una masa consumista de adolescentes, por el otro, jóvenes que ya de por sí viven (literalmente) enganchados a las pantallas, incluida la pantalla de un móvil personal, con datos y acceso a todas las porquerías violentas y pornográficas de la red desde que tenían 10 ó 12 años… Por si fuera poca la «educación» (perversión la llamaría yo) informal que procura internet, con más influjo sobre los niños que cualquier maestro o padre, la propia enseñanza formal debe sustituir el libro, la pizarra, la tiza y la clase magistral (repetimos, magistral porque la imparte el que «más» sabe) por una serie de jueguecitos tecnológicos.
Desde luego, el futuro de España (y con ella, de Occidente entero) ya lo tienen decidido en las sombras: una población analfabeta, altamente dependiente de las ayudas sociales, parasitaria, pero muy entretenida gracias al universo tecnológico. Mientras estos españoles del futuro tengan datos en su móvil, una paga para cañas y droga y un colchón mugriento donde yacer, la nación seguirá fuera de combate. Poco a poco desaparecerá como nación competitiva y competidora o como simple colectividad, incluso, y los señores del dinero que ordenan y mandan en Educación, incluyendo la UNESCO, las GAFAM y los idiotas tecnologistas y pedagogistas, irán cavando nuestra tumba.