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Contra el nacionalismo, patriotismo: reflexiones de la mano de Emmanuel Malynski


Carlos X. Blanco | 21/04/2022

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Una vez más, me propongo comentar ideas luminosas y llenas de fuerza entresacadas de la obra de Emmanuel Malynski La Modernidad y el Medievo: Reflexiones sobre la subversión y el feudalismo.

Malynski distingue claramente nacionalismo (moderno) y patriotismo (tradicional). El patriotismo es una especie de (pre)nacionalismo cristiano que el niño mama como si fuera la leche, junto con el catecismo y la lengua vernácula: «Esto último significaba una extensión del sentimiento de la familia, de la separación de las costumbres y las creencias de la infancia: por eso era, ante todo, tradicionalista y conservador, y no permitía que existiesen rencores. Las madres lo inculcaban en sus hijos todavía pequeños junto al catecismo, del cual constituía una especie de complemento no oficial: en las viejas canciones populares, en estos himnos y en éstas dulces melodías de las cuales emergía el alma ingenua de los pueblos, la casa paterna, la patria, la fe, el soberano, el culto nostálgico al pasado, todo ello se fundaba en un solo crisol hecho de devoción y ternura. El nacionalismo cristiano era pío, tradicional, patriarcal, inspirado por una sincera fidelidad; cuyos puntos focales eran el trono y el altar; considerados el fundamento poderoso de la gran familia» (pág. 36).

Ese «nacionalismo cristiano» bien merece ser llamado, patriotismo, sin más, en contraposición con lo que hoy se conoce como nacionalismo por antonomasia, nacionalismo moderno. Éste, en realidad, es un monstruo en comparación con el tradicional. En seguida, en cuanto crece, el monstruo se dispone a tomar la senda de la violencia y la dominación. El primero se funda en el amor (amor a la patria, amor filial, extensión del vínculo familiar y del arraigo a la Tierra). El segundo, es producto de la sociedad de masas. Un invento burgués henchido de odio movilizador.

«Salvo el nombre (nunca está de más repetirlo) este nacionalismo no tenía nada en común con esta entidad que exhala rabia contra todos y sobre todos y que, tras una primera aparición local en el siglo XVIII, acompañada primero del anticlericalismo, del anticristianismo, el democratismo y, más tarde, del socialismo, a menudo, cuando las fuerzas financieras lo han requerido, prácticamente financiada por el capitalismo de impronta sionista. Soldados a sueldo de Mammón (el cual está dispuesto a defender los intereses nómadas más de lo que pudiera estarlo para defender la gloria de Dios y las tradiciones de su pueblo, según él, retrógradas y reaccionarias), enemigo del orden jerárquico y de la disciplina que constituyen la grandeza, la cohesión y la esencia de la nación, el nacionalismo moderno se identifica con el populacho y sus predicadores de odio y revuelta. Este triunfa desde la demagogia más baja y en los desórdenes revolucionarios» (pág. 37).

«¿Qué es lo que más odia el nacionalismo A? Otro nacionalismo, el B. Los dos nacionalismos, A y B son igual de intransigentes. Son idénticos en su irracionalidad, en su visceral supremacismo, en su apoyo en las masas, en su usurpación de símbolos identitarios patrios para emplearlos como meras mercancías ideológicas y como instrumentos de combate. Entonces ¿quién gana en la erosión y desgaste hasta la extenuación propios de una lucha entre nacionalismos, igualados en su odio? El capital, la verdadera sinagoga oculta que azuza a unas masas contra otras» (pág. 43).

Divide y vencerás, esa es la estrategia del poder oculto que se agazapa tras los conflictos internacionales y nacionalistas. Se matan dos pájaros de un tiro: 1) las antiguas lealtades, el vínculo tradicional de los consanguíneos y de los coterráneos, al haber sido transfigurado y adulterado, queda criminalizado hasta la raíz, a la vez que 2) se exacerban las masas y se las engaña llevándolas al matadero. Todo nacionalismo, incluyendo el sano patriotismo, el auténtico, se reduce con ello a “tribalismo”. Matan a la gente y con ello matan las identidades y la posible defensa de las identidades. La mentalidad liberal ya no distingue.

En una mezcla de ignorancia e interés, todo nacionalista, el bueno y el malo, el tradicionalista y el «moderno» aparece como un tribalista, cavernícola y fanático. Al final, sobre montañas de millones de muertos, triunfa el Nuevo Hombre: una termita idéntica a otra, que se amontona de termiteros de hombres-masa, programados por un capitalismo que, en su límite ideal, se ha convertido en instinto. Nadie piensa y nadie «se diferencia». El capital piensa por ti.

El liberalismo es, tanto en esencia como por utopía o idea-límite, anti-nacional. De la misma manera que «el dinero no huele» (como bien sabían Marx y todos los demás economistas clásicos), el capital no se compromete con ninguna bandera en concreto. Si la Union Jack le sirvió un día, y hoy le funciona el trapo con las barras y las estrellas, mañana los arrojará a la hoguera y pintará de otros colores su afán: la dominación planetaria sobre los insectos humanos, siempre prestos a despedazarse mutuamente a las órdenes del capital.

El jacobinismo, y con él el Estado-nación inventado por el capital, es, para Małyński, no otra cosa que el instrumento del capital (a su vez, según este autor, del sionismo). En el Estado-nación se amalgaman patrias carnales, no siempre bien avenidas, desde el siglo XVI. El cambio determinante, a partir del siglo XX, vino a partir de la inmigración masiva de extranjeros y la facilidad pasmosa en la concesión de la nacionalidad a recién llegados, dotados de identidades muy ajenas. El jacobinismo ve de muy buen grado que España albergue hoy a casi un millón de mahometanos como «españoles» según un papelito estampado con timbre oficial. Varios millones de españoles auténticos viven al otro lado del Atlántico, por el contrario, pero no poseen el papelito oficial. La sustitución étnica, religiosa y cultural está en marcha gracias a los papelitos que conceden las autoridades jacobinas en lo político y neoliberales en lo económico. Hace ya tiempo que los Estados modernos, siguiendo el modelo francés no reconocen etnias, culturas ni religiones. Da lo mismo que Las Españas hayan nacido, precisamente, a partir de sus ocho siglos de Restauración (Reconquista) patria, ocho siglos de expulsión del moro al otro lado del mar. Toda la Historia patria se sacrifica por la ideología jacobina. El capital, el mammonismo lo instituye así.

La patria carnal queda desfigurada, siendo como debería ser, la célula misma de la patria grande: «Sabemos que los conciudadanos no tiene por qué ser necesariamente compatriotas; sin hablar de los sionistas que son conciudadanos en todas partes pero compatriotas en ninguna parte, los bretones de Bretaña no tienen nada en común, ni lengua ni características raciales, con los provenzales y alsacianos, y ni tan siquiera los anglosajones con los celtas del Reino Unido. ¿Y qué decir de aquellos que ciertos nacionalistas de nuestra época no tienen miedo de designar con el nombre de franceses de color o británicos de color?» (pág. 45).

La unión de las personas, concebida en un marco meramente jurídico-formal, no posee contenido espiritual, se trata de un trasunto del vínculo que el átomo humano del sistema liberal contrae con otro átomo humano. Un enlace azaroso en medio del vacío. El liberalismo jacobino de los Estados-nación, de origen burgués, ya ha realizado su cometido: formar sociedades-mosaico, donde las gentes se amalgaman sin apenas tener nada en común entre ellas, yuxtaponiendo unos compartimentos-estanco con otros, vecinos suyos. Nada en común, nada salvo el sometimiento a una misma gramática del capital: compraventa de mercancías. Que después de ocho siglos de batallas, matanzas, esclavitud, que después de una Reconquista que fue, ante todo, recuperación de la libertad, un español de hoy posea más vínculos formales con un recién llegado mahometano, que con un hispano de pura cepa que vive en las Américas, o con un francés o un portugués del otro lado de la frontera, por cuyo cuerpo corre la misma sangre, dice mucho sobre lo que significa el poder del capital.

La esencia de la verdadera Europa cuajó en el Medievo, cuando Europa era cristiandad: «Aquel sentimiento, que unía a los caballeros y a los señores feudales, y por transmisión al soberano, era un patriotismo leal dinástico porque, no lo olvidemos, los señores pertenecían a las dinastías con el mismo derecho que los soberanos. Aquel vínculo, cargado de lealtad y honor, que ligaba al vasallo y a su señor y que existía en cada grado del orden feudal, fue el patriotismo por excelencia en el Medievo, aquel que es destacable y que mediante los manuales de historia nos ha llegado a todos. Ciertamente no fue el único, al contrario, porque la estructura medieval de la cristiandad fue toda una vasta red de solidaridades horizontales y de fidelidades verticales. Cada una de ellas asumía un verdadero sentido patriótico, afirmado innumerables veces con la prueba de sangre, cimentado en mutuos deberes unánimemente reconocidos, de afinidades recíprocas, de idénticas inspiraciones y un interés común» (pág. 49).

La cristiandad medieval fue una civilización centrada en la persona. Cada persona ocupaba un lugar en el entramado, en función de la solidaridad (horizontal, con los iguales) y de la fidelidad (con los superiores e inferiores). Todo el mundo servía. El propio Jesucristo vino al mundo al servir al hombre. Se despojó del manto, se ciñó la toalla y lavó los pies a sus discípulos. Quien no entiende este pasaje, no entiende la cristiandad del medievo, el germen de una Europa que no hará sino degradarse, cayendo por la pendiente de la hybris, de la arrogancia autodestructiva. Una Europa en la que los individuos y las naciones (actores que funcionan como macroindividuos igualmente egoístas y competitivos) no sirven a nadie, antes, al contrario, esclavizan cuanto pueden y a quienes pueden según los nuevos evangelios del liberalismo.

Emmanuel Malynski: La Modernidad y el Medievo: Reflexiones sobre la subversión y el feudalismo. Hipérbola Janus (Abril de 2015)