Putin parecía el líder que necesitaba Rusia, a mitad de camino del mesianismo histórico y de la realidad práctica. Tras los patéticos últimos años de un Yeltsin profundamente enfermo, la elite industrial-militar (humillada en ese periodo por los tecnócratas liberales) buscó en un antiguo miembro de la KGB, siempre fiel y siempre eficiente, el hombre limpio y joven para reconstruir una nación vendida a precio de saldo durante una década.
Se llegaba a hablar incluso de «Putin, el grande». Una vida de supervivencia y de superación. Hijo de un modesto oficial de la Marina, sus dos hermanos mayores fallecidos siendo niños, la mísera existencia en un lúgubre apartamento comunal en Leningrado, la afición por el judo para hacer frente a compañeros más grandes y mayores, su sobresaliente carrera en Derecho en la Universidad estatal de su ciudad natal, y finalmente su rápido reclutamiento por el legendario y temido KGB en 1975.
Las primeras notas de una biografía que, tras sus estudios en la Academia de espionaje, le condujo a la ciudad alemana de Dresde hasta la caída del Muro de Berlín. A su regreso entró como asesor primero del rector de la Academia, Stanislav Merkúriev, y después del presidente de la Diputación de San Petersburgo, Anatoly Sobchak, abandonando definitivamente el KGB cuando el jefe de este organismo se opuso al golpe de Estado contra Gorbachov.
Tras varios años como mano de derecha de Sobchak en asuntos externos e internacionales, e incluso como vicealcalde primero de Leningrado (ahora San Petersburgo) en 1994, entró en contacto con los ministros Chubais y Chernomyrdin y comenzó a participar en la política nacional en las listas del partido Nuestra casa es Rusia.
Y tras la derrota electoral de Sobchak se instaló definitivamente en Moscú. Frente a los nuevos oligarcas (y antes viejos cuadros o aliados del PCUS) que hicieron y deshicieron en la capital a su antojo, desde San Petersburgo desembarcó una nueva generación comandada por Sobchak: los silovikis. Destacando entre ellos, Putin, de origen humilde y carrera de mérito al servicio del Estado, entró en la administración central e inició una carrera fulgurante: en 1998 director del FSB, en 1999 secretario del Consejo de Seguridad nacional y primer ministro, y en el año 2000 presidente interino tras la renuncia de Yeltsin.
Y lo hizo con una doctrina meridianamente clara; en el citado discurso de elección como primer ministro ante el Parlamento de 16 de agosto de 1999 señaló que, ante la crisis económica y el peligro de ruptura de la unidad territorial, «la integridad territorial de Rusia no está sujeta a negociación. Ni, especialmente, al chantaje. Seremos duros con cualquiera que viole nuestra soberanía con todas las vías legales de las que disponemos y (…) necesitamos terminar con las revoluciones que se organizan de forma que nadie pueda ser rico pero lo que necesita el país en este momento son reformas para que nadie pueda ser pobre. No obstante, eso desafortunadamente se está volviendo más complicado cada día. No existe eso de un Estado próspero con una población empobrecida».
Sergio Fernández Riquelme: El renacer de Rusia. Letras Inquietas (Abril de 2020).
Nota: Este artículo un extracto del citado libro
Sergio Fernández Riquelme es historiador, doctor en política social y profesor titular de universidad. Autor de numerosos libros y artículos de investigación y divulgación en el campo de la historia de las ideas y la política social, es especialista en los fenómenos comunitarios e identitarios pasados y presentes. En la actualidad es director de La Razón Histórica, revista hispanoamericana de historia de las ideas.