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Monarquía, aristocracia y ética elitista: nueva antología de artículos de Julius Evola


Carlos X. Blanco | 19/09/2022

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El pensamiento de Julius Evola es tan sumamente radical que, de entre los riesgos de asumirlo con idéntica radicalidad, no es menor el del ridículo, o, aún peor, el riesgo de quedar sumido en el pozo de una secta minoritaria e inoperante, allí en donde el incauto pierde el tiempo y deja correr su vida sin que nada a su alrededor transmute. Ambas formas (hacer el ridículo y vivir sectariamente) son, en fin de cuentas, una muerte en vida.

Lejos de ser un conocedor profundo de la obra de Evola, y más lejos aún de participar de todo lo que el insigne tradicionalista defendió, debo decir que he disfrutado con esta obra, y me place hacer de él una reseña; creo que un libro evoliano debe tomarse como una copa de una bebida fuerte, no apta para todos los paladares, estómagos y cerebros. De momento, el libro editado por Hipérbola Janus no me ha sentado nada mal.

En tiempos como éstos, dominados por el pensamiento débil, melifluo y políticamente correcto, si bien totalitario, los libros del gran tradicionalista o, si quieren, del inmenso reaccionario que fue Evola, se presentan al lector como antídoto, como purga, como licor que remueve la costra interna de progresismo y humanitarismo que todos ya arrastramos en este siglo XXI. Es una bebida viril, no apta para «intelectuales». Es pensamiento «guerrero» que en nada es útil ni saludable, todo lo contrario, para la «gente de la cultura». Si usted pertenece al mundo de «la cultura» no lo lea, por favor.

Pero la radicalidad con la que el filósofo italiano escribió y llevó su vida, es una radicalidad de tal naturaleza que, en caso de no encontrarse con organismos humanos de su misma pasta y extremosidad, puede llegar a ser veneno o droga. Si ese organismo lector topa con un libro de Evola y no es, en modo alguno, un burgués ni un filisteo y desea hacerse él mismo un evoliano, entonces disfrute o prepárese para la ascesis, pero ¡tenga cuidado!

Cuidado con el ridículo. Escribir sobre élites implica querer ser parte de ellas. Predicar en pro de jerarquías, ya da por sentado que el predicador se reserva un puesto muy alto en ellas. Formar, de nuevo y de modo regenerado, un sistema de castas implica para un hombre correr al puesto en donde todos te reconozcan de la mejor casta, y dentro de tan elevada casta acceder sexualmente a las mejores mujeres, por supuesto (pág. 257). Con este ejemplo ya voy dejando claro el peligro del ridículo en los textos evolianos mal digeridos por adolescentes soñadores o por pequeños hombres fracasados y frustrados. Las directrices evolianas, en medio de la gran putrefacción de Occidente, son fácil carnaza para los antifascistas, los liberales y los progresistas, esos que tanto se preocupan por restablecer la Santa Inquisición de la mundana religión, la religión de la humanidad, la democracia y los derechos humanos.

Tomando párrafos fuera de contexto y haciéndose el lector un evoliano libresco, tratando de refundar una «orden», entre guerrera y ascética, cualquier europeo de nuestros días se pone en la picota. Entre la locura y la marginalidad hay muchos espacios para sueños megalomaníacos y para nuevas modalidades de «ética de la resistencia» en las que uno gasta las energías de la juventud y no logra nada.

Cuidado con la marginalidad. La reproducción, incluso honesta y autoexigente, de las vías iniciáticas de la antigüedad, al modo evoliano, aun haciéndose desde la más absoluta discreción, con fundamentos sólidos y lejos de las paparruchas new age, puede servir para el crecimiento personal de hombres muy concretos, de almas que ya íntimamente no están hechas para dejarse psicoanalizar ni caer en manos de gurús, coachs ni consejeros espirituales de ninguna índole, sino que toman (muy nietzscheanamente) la vía de los «fuertes». Pero quienes eso hagan, y lo hagan de manera correcta y verdaderamente espiritual que no pretendan con ello realizar un «plan de acción» colectiva, praxis política, ni siquiera metapolítica.

Estos planes de acción implican la actitud solidaria de muchos tipos de personas y agrupaciones, aparentemente muy dispares, convergiendo todos hacia objetivos comunes y bien delimitados. Si en un ejército hacen falta hombres de cualidades muy diversas (zapadores, centinelas y tropas de asalto, estrategas y organizadores, ingenieros y rastreadores, espías y artilleros, y hasta fregadores de suelos que, llegado el caso, tengan buena puntería…), todavía más diversidad de guerreros metapolíticos es la que hace falta en la lucha política y cultural contra los objetivos más inmediatos que, debidamente atacados, podrían ser válidos para revertir la degradación. Solamente una minoría de las personas tradicionalistas podrían cumplir con las exigencias evolianas, las propias de una ética pagana muy desapegada de las tradiciones de los pueblos de la tierra que están llamados a luchar contra el imperialismo anglosajón, occidental, turbo-capitalista y progresista.

Este libro, magníficamente editado y traducido, otro regalo de Hipérbola Janus al mundo hispano, nos da una ocasión excelente para degustar «una bebida fuerte» que, sin embargo, ha de ingresar en nuestros organismos lectores evitando el ridículo, el esoterismo de la «nueva era», el elitismo adolescente e irrealizable. De entre lo más valioso del pensamiento evoliano concentrado en estas páginas yo destacaría la altura y espiritualidad que Evola enseña como cualidades asociadas a la Monarquía. Ésta no es meramente una «jefatura de Estado» ni una forma política. La monarquía tradicional se ha de entender como sacralidad ubicada en la cúspide de las castas guerreras y sacerdotales. Es el monarca tradicional un «sumo sacerdote» y no sólo el caudillo de huestes. El pensamiento gibelino, frente a la teocracia güelfa, queda muy bien reflejado en la primera parte de esta compilación.

Evola es, intelectualmente hablando, un guerrero gibelino, un infatigable restaurador de la idea imperial de Europa. Tal idea imperial de Europa incluye, a la manera medieval y, en realidad, a la manera de los modelos imperiales centroeuropeos que llegaron a existir hasta 1918, compatible con la diversidad de pueblos y la pluralidad de príncipes, bien entendido que en la cúspide de los mismos no se halla un Papa ni una abstracción (la constitución, los derechos humanos, la humanidad, etc.), sino un soberano que, por serlo verdaderamente, y más allá de sus cualidades humanas y demasiado humanas (ciertamente deficientes en muchos casos particulares), se constituye en un poder espiritual universal, un no meramente fáctico sino esencial portador de la verdadera luz (olímpica, celestial, divina) y no de la falsa (luciferina).

Los españoles de mi generación nos criamos en la idea-pastiche de un monarca constitucional que reina pero no gobierna. Aquel Campechano que sucedió a Franco, del que no se podía decir nada malo, bajo amenaza legal, con una censura que, tendenciosamente, sólo había que atribuir al régimen del Caudillo y a otras épocas «oscuras», resultó ser un vulgar pícaro, disfrazado de rey, un sultán borbónico que hoy anda fugado por los desiertos árabes, en compañía de otros monarcas mahometanos, igual de pícaros y rijosos que la mayor parte de los borbones.

Ese «garante de la Transición», ese «símbolo de la unidad de los españoles», muy posiblemente, fue un espía al servicio de los useños, de los yanquis que sólo vieron en él el aprovechado de turno, un listillo de muy dudosa legitimidad pero de gran utilidad a los enemigos de España, un gran indocumentado e irresponsable pero con ganas de entronizarse. España perdió (por humillante abandono) «gracias a él», el Sahara Occidental, pero más que eso, perdió definitivamente el prestigio que a duras penas conservaba nuestra nación entre los moros. Eso tendrá consecuencias nefastas en todo el siglo XXI, pues los pueblos moros no respetan al que se entrega o vacila, y sólo son sumisos y tranquilos ante la (bien armada) voluntad recia.

España se disfrazó bajo este Borbón bribonzuelo con los ropajes de democracia liberal, se hizo «república coronada» con el requisito de volverse colonia económica y política de los Estados Unidos y del chiringuito franco-alemán de la Comunidad Europea (hoy Unión Europea). El hecho de que empleemos la misma palabra, «monarquía», para referirse a la vez a esa pesadilla de traidores y corruptos, como fueron la mayoría de los borbones españoles, y todavía más la del Campechano, por un lado y, por el otro, a la sublime institución espiritual, sacra, de la que nos habla Evola, es un juego de lenguaje que podría dar pie a los mayores sarcasmos. Sin embargo vale la pena reflexionar acerca de tan drástico contraste: ¿Qué es un (verdadero) rey? El aristócrata romano, el campeón del Tradicionalismo llamado Evola nos ayuda a responder a tan grave cuestión.

Bien mirado, el punto de vista republicano, la antítesis del monarquismo, posee unos orígenes modernos, muy modernos y sangrientos, si exceptuamos a la aristocrática República de Roma. Todo régimen republicano moderno proviene de la subversión. Las fuerzas de la subversión ya anidaron en la propia crisis de la filosofía y teología escolásticas, en el siglo XIV. Allí se acurrucaban, in nuce, el individualismo, el atomismo ontológico y político, la mundanización de la existencia, la animalización del ser humano. La reforma protestante no hizo más que dar el paso hacia la ruptura, hacia la fragmentación de la Cristiandad y a todas estas tendencias subversivas. Esa Europa medieval unida por la fe en Cristo, y formando por ende una sola y sólida Cultura feudal y monárquica se rompió y, al romper, trágicamente se regó su suelo con mucha sangre.

Hubo subversión cuando se dijo que cada fiel, al margen de la Maestra (Iglesia) o de cuerpos sacerdotales debidamente formados, hiciera su «propia lectura» de los Textos Sagrados (¿no han notado cuán protestantes son hoy los literatos y cineastas del sistema cuando nos hablan de dar «su propia lectura» de cualquier clásico, no ya religioso sino «cultural»?).

La subversión se inició como una falta de reconocimiento de las autoridades, ya eclesiales ya imperiales. El emperador don Carlos, Carlos I de España y V de Alemania, fue el gran katechon de Europa, el caballero cristiano por excelencia que pugnó por hacer de su corona imperial un centro sagrado, un culmen de autoridad espiritual por encima de pontífices mentecatos y, como diría Spengler, «con visión de batracio». Robert Steuckers, de forma mucho más próxima a la historia europea concreta, ha señalado en numerosos ensayos y entrevistas, ese carácter gibelino («más papista que el papa»), verdaderamente católico (universal), pero no clericalista, de un monarca supraordinado a todos los demás monarcas, rey de reyes, y buscador de la paz universal y del entendimiento entre príncipes y entre pueblos.

La parte consagrada a la monarquía en este libro de Evola será considerada, un día, como fundamental para el conocimiento recto de la esencia de ésta. Dejaré para más adelante, en otras reseñas, el comentario dedicado a las otras partes del libro, a saber, los artículos evolianos sobre la aristocracia (segunda parte) y a la ética elitista (tercera parte).

Julius Evola: Monarquía, Aristocracia y Ética elitista: Antología de artículos evolianos (1929-1974). Hipérbola Janus (Agosto de 2022)