Toda la prensa francesa está de vacaciones, y es en medio de esta relativa atonía estival cuando a veces surgen algunas verdades sorprendentes. Como esta entrevista concedida a Le Monde el 14 de agosto por un tal Ben Judah, que se presenta como periodista e investigador franco-británico y ha escrito un libro titulado This is Europe: The Way We Live Now, aún no traducido al francés.
El contenido de este intercambio, que recorre cinco años de exploración del continente europeo, da voz a los europeos de a pie (según el autor), ya sean «nativos» o de otros lugares. Veintitrés testimonios en total. El periodista trata de identificar las principales conclusiones del libro de Judah. Judah, que dice haber estudiado mucho con un rabino, se inspira en el estudio del Talmud, que nos obliga a ver las cosas desde distintos ángulos. El resto es edificante.
La primera conclusión a la que llega Ben Judah es que el pueblo europeo está cambiando, muy deprisa y muy recientemente. El periodista intenta replanteárselo con un párrafo del credo moderno: «Europa siempre ha experimentado oleadas de inmigración». El investigador no se rinde: las proporciones son completamente diferentes a las de antes y Europa está cambiando demográfica y culturalmente. Esta vez, el corresponsal de Le Monde en Londres se alarma: «¿No se corre el riesgo de alimentar con este discurso a la extrema derecha y la teoría del Gran Reemplazo?». Ben Judah, que encuentra bastante simpático este cambio de personas, da una respuesta clara: «Europa está cambiando, demográfica, cultural y étnicamente. Negar este hecho, en el que influyen la inmigración, el envejecimiento de la población y la economía de mano de obra barata, equivaldría a dejar el debate en manos de los partidarios de las teorías de la conspiración, que imaginan que la sustitución de los nativos europeos está siendo orquestada por algún tipo de élite en la sombra, casi siempre los judíos. Quería ofrecer un antídoto contra esta conspiración mostrando la realidad de esta transformación, y la humanidad de los que están llegando».
Es divertida esta evolución. Divertida… por no decir horrible, por supuesto. El Gran Reemplazo no existía. Ahora existe, pero eso es genial. Mañana habrá sucedido y no habrá nada que podamos hacer al respecto. Así va la suerte de este tipo de «teoría de la conspiración». Ben Judah identifica otras evoluciones en Europa (pero que, me parece, no son exclusivas de él): el predominio de los algoritmos para gobernar nuestras vidas, el acceso a la prostitución o a la pornografía, que antes era patrimonio de barrios rojos y callejones lúgubres, en sólo tres clics, el calentamiento global… Su conclusión general es escalofriante: «La Europa del pasado es la Europa de los castillos, los menhires y las iglesias galo-romanas… La Europa del presente es la Europa de la Unión Europea y los acuerdos comerciales. Pero para mí, Europa es ante todo una comunidad de destinos, que mira hacia el futuro. Todas las personas que aparecen en mi libro, aunque procedan de África o Siria, se consideran europeas porque ven allí su futuro. Es importante que los europeos piensen más en el futuro y construyan una identidad política en esa línea».
Puede que Judah no se equivoque en la premisa de su argumento. Pero quizá haya que reformularla un poco: sí, la Europa del pasado ha iluminado el mundo con su grandeza, su genio, su belleza y su inventiva. La Europa del presente, vaciada de su alma, ha sido entregada a los funcionarios de Bruselas y al capitalismo salvaje. Decir, como hace Judah, que Europa es una comunidad de destinos en la que todas las personas que viven en Europa, «aunque vengan de África o de Siria, se consideran europeas porque ven allí su futuro», es precipitarse un poco.
Quizá redescubramos lo que hizo grande a la civilización occidental, apresuradamente llamada europea. En este sentido, sí, «es importante que los europeos piensen más en el futuro y construyan una identidad política en este sentido». Una identidad política basada en más de 10.000 años de historia compartida, en una diversidad estética y religiosa posibilitada por la homogeneidad étnica, en especificidades culturales inéditas (actuar sobre el mundo y embellecerlo, ejercer el espíritu crítico, vivir libre y rectamente, acoger la complementariedad y la igualdad de los sexos) y no en la acogida incondicional de gentes que se han imaginado un futuro en una Europa débil, desvitalizada, desarmada, amnésica y convertida en una inmensa ciudad abierta.
Aristóteles no era talmudista, pero se le puede atribuir, al igual que a otros grandes hombres de la Antigüedad (como Pitágoras, matemático, músico y campeón olímpico de boxeo), haber destacado en campos muy diferentes «mirando las cosas desde perspectivas diferentes». Dejémosle la última palabra: «Una ciudad no nace de cualquier multitud. Por eso la mayoría de los Estados que han admitido a extranjeros como cofundadores o más tarde como colonos han experimentado sediciones». Y ahí lo tenemos.
Nota: Cortesía de Boulevard Voltaire
Arnaud Florac es cronista de Boulevard Voltaire.