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Una civilización en crisis: ¿una transición adaptativa inevitable para Occidente?


Pierluigi Fagan | 31/05/2023

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En respuesta al título del artículo, aclaremos primero el punto de vista de nuestro discurso. Nuestro punto de vista es histórico: estamos examinando el tema de la civilización, la civilización occidental en particular, desde el punto de vista del curso histórico. El tema es vasto y complejo, y se va a ver afectado si lo reducimos a unas pocas notas.

Esta civilización, que comenzó con los griegos hace dos mil setecientos años, fue durante más del ochenta por ciento de su tiempo un sistema local e interno. Por lo demás, desde el siglo XVI hasta el comienzo del periodo que llamamos moderno, el sistema experimentó un big bang inflacionario que se extendió por todo el planeta, no ya absorbiendo en su interior el espacio, los pueblos y la naturaleza, sino más bien sometiéndolos y explotándolos. Conviene aclarar que no se trata aquí de emitir juicios morales, sino simplemente de realizar un análisis funcional. A lo largo de estos cinco siglos, la civilización occidental se ha sobrealimentado llenando su pequeño vientre interior con un dominio relativo sobre un exterior mucho mayor, es decir, ha podido contar con vastas y ricas condiciones de posibilidad.

A lo largo de estos cinco siglos, lo que llamamos civilización occidental moderna ha cambiado profundamente. En cuanto a su composición, ha experimentado una migración interna desde su punto central en el Mediterráneo griego y luego romano, primero hacia la costa noroeste de Europa, luego a través del Canal de la Mancha hasta Inglaterra (luego Gran Bretaña, y más tarde Reino Unido), luego a través del Atlántico hasta Norteamérica. También podría decirse que, procedente de una región geográficamente hiperconectada por naturaleza (Europa, Asia, Oriente Próximo, Norte de África), se fue aislando poco a poco, primero en el continente, luego como isla, antes de asentarse finalmente en una tierra al abrigo de dos vastos océanos.

Sin embargo, su aislamiento geográfico le dio el poder de dominar una gran parte del mundo sin arriesgarse a sufrir demasiadas reacciones en contra, como siempre ha ocurrido en la dinámica expansiva de los imperios-civilización terrestres. En términos de equilibrio materia-energía, una región del mundo ha dominado progresivamente una gran parte del mundo, ampliando enormemente su espacio vital.

Estas condiciones permitieron a la parte europea original de la civilización dividirse en estados más pequeños. Europa tiene una relación media tierra/población por Estado muy inferior a lo que representa la media mundial. Europa tiene aproximadamente tantos Estados como toda Asia o África, a pesar de ser cuatro o tres veces más pequeña. Es más, esta comparación ni siquiera es del todo correcta, ya que son precisamente los imperios europeos los que se han repartido, por sus propios intereses imperiales-coloniales, el espacio asiático y africano que, quién sabe, habría experimentado otras dinámicas si se le hubiera dejado libre para explorar su propio espacio de posibilidades. Esta extraña partición localista europea ha dado muestras de un evidente desequilibrio sistémico en dos ocasiones en el último siglo, acelerando el proceso de migración del centro de la civilización a la isla británica, y después al continente norteamericano.

Estos «estados», cada uno con su propio pueblo llamado «nación», se han ido organizando cada vez más en torno a un sistema económico y político dual. Económicamente, los occidentales han desarrollado un sistema sobrecargado de materiales y energía, la mayoría de los cuales proceden del exterior. A esta sobrecarga material, han añadido otras dos sobrecargas inmateriales. La primera procede del dinero creado de la nada, que adelanta valor que luego se espera devolver (extinguiendo la deuda del adelanto) generando un excedente llamado beneficio. Este beneficio se acumula o se reinvierte para alimentar nuevos ciclos. El segundo es el enorme desarrollo de los conocimientos y prácticas técnicas y científicas. Los materiales, la energía, el dinero y el conocimiento han encontrado su camino en una máquina productiva-transformadora. Esta máquina, a través del trabajo humano, se ha convertido en el corazón organizador de estas sociedades, en las que cada productor es también un consumidor. De la máquina salen dos flujos, uno de productos o servicios vendidos en el mercado para obtener el rendimiento del capital inicial más el beneficio, el otro de residuos, transformación o consumo.

Políticamente, la orden ha sido crear un sistema original en la forma, pero menos en el fondo, que se ha llamado, impropiamente, democracia o, en la vena del desprecio a la lógica lingüística (oxímoron): democracia de mercado. La esencia es la que resulta común a todas las civilizaciones desde hace cinco mil años, es decir, el hecho de que una parte menor (los pocos) domina y gobierna, con mayor o menor éxito, a una parte mayor (los muchos). La originalidad, que más que democrática debería calificarse de republicana, ha consistido en que la multitud ha tenido (en las últimas décadas de estos cinco siglos) la capacidad de expresar un cierto gusto o aversión por el tipo de intérpretes del formato que nunca se ha puesto en duda. Un gusto muy superficial, en otras palabras, no basado en un compartir consciente y profundo de los distintos programas políticos.

La «crisis» en la que ha entrado la civilización occidental es la restricción más o menos brutal de todas estas condiciones de posibilidad a la vez. Por eso hablamos de «crisis sistémica». En un sistema, el estado de crisis, se genere como se genere, es siempre la crisis de todas sus partes y de sus interrelaciones.

El arreglo por el que este pequeño sistema de los occidentales era capaz de dominar un espacio mucho mayor para super-abastecerse a sí mismo ya no es un hecho hoy en día y lo será cada vez menos en un futuro inmediato. Esta nueva imposibilidad se sustenta en una lógica histórico-demográfica-físico-cultural, que no es objeto de voluntarismo o discusión, sino un hecho ineludible. A medida que el espacio de posibilidades externas se reduce, la condición compacta interna del sistema se resquebraja.

El centro americano y/o anglosajón tiene una lógica y una dinámica propias que tienden a divergir del espacio europeo. A su vez, esta Europa, con su precaria ontología geográfica y geohistórica, se revela como un sistema muy débil, envejecido, hiperfraccionado, viciado por una extraña creencia poshistórica de que el nuevo orden era aplicable a dinámicas puras (el mercado) y no estáticas (el Estado, entonces más o menos dinámico). Una especie de ontología de los flujos del tipo «todo forma y nada sustancia». Ese viejo síndrome del pensamiento occidental en el que se piensa que porque algo se pueda pensar, eso hace que exista (conocido como el síndrome de los cien táleros ) y funcione en términos concretos.

La parte económica de su orden ha perdido su exclusividad, ya que ahora se reproduce en todo el mundo. Es más, a diferencia del «resto del mundo», Occidente ya ha producido todo lo que necesitaba y ha seguido produciendo durante mucho tiempo cosas que no sirven para nada más que para mantener el sistema apenas vivo. Por último, Occidente sigue teniendo muchas necesidades que no puede evitar porque no pueden transformarse en bienes y servicios.

Es más, podemos ver aquí que el big bang que comenzó a mediados del siglo XIX como una cascada de inventos generativos (vapor, mecánica, física, química, salud, electrónica) sólo produjo el campo de las tecnologías de la comunicación y la información en la segunda mitad del siglo XX, que ahora también se está experimentando en la agricultura ecológica. Tanto es así que se ha abandonado la producción material para refugiarse en un cansino sueño inmaterial, de tipo financiero, que ha hecho perder al corazón de la máquina productiva su función ordenadora social (trabajo, renta). Algunos piensan que se trata de un error, también porque la noción de error implica reversibilidad. Desgraciadamente, no hay reversibilidad; el problema podría y debería haberse tratado de otra manera (globalización maliciosa y su contrapartida ideológica neoliberal), sin duda, pero la dinámica subyacente de la pérdida del impulso productivo tradicional era y es, fundamentalmente, irreversible.

Aunque los propios occidentales se consideren «materialistas», puede que no sea obvio para todos lo que «valen» las TIC o las NBIC (nano-bio-info-cognitivas) en relación con la producción tradicional propiamente dicha. Ciertamente, no podemos sostener un sistema económico complejo restringiendo las actividades productivas nacidas de las diversas revoluciones innovadoras de la primera mitad del siglo XX, hipotéticamente compensadas por estos nuevos campos. Por otra parte, las innovaciones en los medios (nuevas formas de hacer cosas viejas) no generan cosas nuevas, sustituyendo a los medios que también liberan saldos negativos de empleo. Los productores en crisis se convierten en consumidores en crisis, atascando todo el mecanismo.

En cuanto al «resto del mundo», se encuentra al principio de la curva logística del ciclo producción-consumo, y aún le queda mucho camino por recorrer para aumentar su riqueza colectiva y personal. Sólo entre los indios y los chinos, tenemos una población de casi 3.000 millones de habitantes, con China en el puesto 72 en términos de PIB per cápita e India en el 144 (Fondo Monetario Internacional). Y no se trata sólo de la riqueza per cápita, sino también de la profundidad infraestructural y colectiva de cada uno de los países que alcanzarán una forma de modernidad propia.

La política se ha convertido en el subsistema que ha concentrado en sí todas estas dinámicas restrictivas, tratando de absorberlas sin gestionarlas. El resultado ha sido la desintegración de la llamada forma democrática en favor de un republicanismo privatizado o la pérdida de cualquier noción adecuada de res publica.

Este breve análisis nos lleva a esta angustiosa lista de graves problemas: a) las relaciones entre Occidente y el Mundo; b) las relaciones dentro de Occidente (esferas anglosajona y continental); c) la incoherencia de los Estados-nación europeos y la forma sistémica que los europeos han pensado darse a sí mismos en los últimos sesenta años; d) el fin del ciclo histórico de la vida de la economía moderna sólo para Occidente; e) la tragedia de las formas políticas internas de los Estados occidentales. Todas estas cuestiones convergen en última instancia en la sociedad en la que todos vivimos.

Las sociedades animales, y las humanas más que otras, deben entenderse como vehículos adaptativos. Los individuos crean y se adaptan a la sociedad que les ayuda a adaptarse al mundo. Una civilización es un meta sistema, menos definido que una sociedad propiamente dicha, pero con la ventaja de la masa. La unidad metodológica es la sociedad, y la sociedad se adapta y participa en la civilización que le ayuda a adaptarse al mundo.

El estado de crisis ilustrado más arriba atraviesa todos los niveles, desde la civilización hasta las sociedades que la componen, ya sean naciones individuales o grupos más homogéneos, desde estos últimos hasta su composición interna por estratos, clases, funciones, hasta llegar a los individuos. En una crisis de adaptación, cada uno de estos sujetos, individual o colectivo, se encuentra en la difícil situación de estar, al mismo tiempo, «contra y con» otro.

Podemos interesarnos benévolamente por la aparición hoy de nuevos poderes en otras esferas de la civilización, aunque sólo sea porque puede modificar la estructura de nuestra civilización y abrir la puerta a posibles cambios. Pero estos cambios deben vernos dispuestos a asumir la redefinición de nuestra civilización y, desde luego, no aspirar ingenuamente a ser cambiados por otras civilizaciones. Cada civilización es ajena a la otra. Las civilizaciones pueden y deben dialogar e intercambiar ideas, rasgos y caracteres, pero siguen siendo sujetos cuyos objetivos, metas y caminos son totalmente diferentes y fundamentalmente competidores entre sí.

Así pues, la crisis de nuestra civilización nos afecta a todos en su conjunto, aunque cada uno de nosotros tenga puntos de distinción y desacuerdo con su forma actual. Nos afecta como sociedad que debe perseguir su propio interés nacional, pero «contra y con» otras sociedades similares, y esto también se aplica a la dialéctica entre clases, clases y funciones dentro de la sociedad individual, hasta el nivel individual y en las expectativas entre intereses teóricos y prácticos, incluso dentro de nosotros mismos.

El estado de crisis ontológica de la civilización occidental y de cada uno de sus componentes internos es ciertamente la crisis de sus modos, estructuras y procesos habituales de organización, pero es también la crisis de su propia mente. Para el ser humano, la mente ha sido la principal y más poderosa arma adaptativa. El hombre tiene una peculiaridad cerebral-mental que sitúa un espacio entre la intención y la acción, y en ese espacio se sitúa la simulación de los efectos de cualquier acción posible, el pensamiento. El pensamiento es una acción offline, una hipótesis de acción que aún no se ha puesto en práctica y que está a la espera de convertirse en acto, sujeta a estrategia, simulación y evaluación. Como resultado de esta novedad biológico-funcional, hemos perdido todos los rasgos adaptativos animales que se han vuelto inútiles (pelaje, garras, caninos y mandíbulas potentes, agilidad y musculatura, etc.), convirtiéndonos al mismo tiempo en uno de los animales más frágiles morfológicamente a nivel individual, así como el más potente operativamente a nivel colectivo, en cualquier caso el más adaptativo.

Llamamos a esta dotación mental general la «imagen del mundo»; las civilizaciones, las sociedades en grupos o tomadas individualmente, los estratos (clases y funciones internas) y los individuos están dotados de ella. Además de encontrarnos en la incómoda posición de estar a la vez «en contra» y «con», nos encontramos hoy con una mente desfasada. Nuestras mentes destilan los cinco siglos de modernidad, mientras que ciertas estructuras de pensamiento que tienen una función profunda, arquitectónica y fundadora se remontan a siglos y milenios (a los grecorromanos, al cristianismo). Según el grado de contextualización epocal que queramos reconocer en el pasaje histórico en el que hemos caído, constataremos también la inadecuación más o menos profunda de amplios sectores de nuestro pensamiento. Estamos en una nueva era con una vieja mentalidad. A propósito de esta supuesta era, quizá merezca la pena recordar el simple hecho de que hemos triplicado el tamaño del planeta en tan sólo setenta años, un acontecimiento jamás registrado en la historia de la humanidad en tan corto espacio de tiempo y que ya comienza con 2.500 millones de personas. En 2050, nos habremos cuadruplicado debido a transiciones demográficas estadísticamente inalterables, decidamos lo que decidamos hacer en las próximas dos décadas. Todo esto pone cada vez más de relieve los problemas de compatibilidad medioambiental del planeta, ya que el mundo entero utiliza ahora el modo económico moderno (materiales-energía-capital-tecnología-producción-consumo, residuos). Si esto no es una era, no sé cómo llamarla.

Lo más preocupante de esta fase histórica es precisamente la falta de coraje mental. En Occidente, los complejos ideológicos se están endureciendo hasta convertirse en tristes escolasticismos, no hay resorte de pensamiento, en todos los campos que no sean del orden de la aplicación instrumental (técnica). La ausencia de creatividad en nuestro pensamiento equivale a la impresión de vejez avanzada de nuestras sociedades al final de más de un ciclo histórico.

El pensamiento occidental tiene dos problemas principales. El primero es el de la forma. Una civilización, y más aún su crisis adaptativa, es un problema eminentemente complejo, es decir, con muchas partes, muchas interrelaciones entre estas partes, procesos no lineales o no mecánicos, un sistema situado en un contexto turbulento. Ya se trate de disciplinas científicas, sociohistóricas o reflexivas, en los tiempos modernos hemos desarrollado recortes individuales, puntos de vista individuales, metodologías disciplinarias individuales. Aunque es fructífero descomponer los objetos o fenómenos para reducir su tamaño a nuestras limitadas facultades mentales, esto nunca conduce a una visión completa, nunca logra la «comprensión», la toma en consideración del todo. El todo en relación con su contexto se nos escapa sistemáticamente, y con él la capacidad de manipularlo.

El segundo problema es que cada una de estas disciplinas está abarrotada de teorías, la mayoría de las veces locales, pero no sólo. El paisaje teórico es un complejo bosque de vínculos y referencias cruzadas, entretejido en su propio tiempo histórico, periodos históricos en los que nuestra civilización se encontraba en un punto muy diferente de su curva de adaptación, al igual que el contexto-mundo. En muchas disciplinas esenciales para la comprensión general, un paradigma mecánico-temporal rige el estudio y la reflexión sobre cosas que no dejan de ser histórico-biológicas. Hace cuatro siglos, nuestra avidez por fabricar nos llevó al tipo ideal de máquinas hidráulicas, fuentes y relojes, el modelo sistémico de principios de la era moderna. Luego vino la máquina de vapor, ahora el ordenador. Pero nada de lo que nos hace humanos, biosociales y mentalmente conscientes tiene que ver con estas analogías infundadas; es precisamente la lógica de la comprensión la que está desajustada. Por último, este paisaje teórico tiene su propia coherencia interna que, con el tiempo, se ha ido alejando de la naturaleza de su objeto, produciendo una engorrosa espesura de problemas ficticios y fuera de lugar, superpuestos en marcos polémicos alimentados por la competencia ideológica y académica, alejándose cada vez más de la realidad.

Lo que necesitamos para avanzar en este estado de crisis en busca de una salida no es otro modelo de sociedad con su interminable lista de «ojalá fuera así» si se nos concediera el papel de «legislador mundial», sino un método para pensarlo, discutirlo y compartirlo, probarlo y desarrollarlo con otros. El placer de concebir sociedades mejores se apodera inmediatamente de nosotros, pero no tenemos la posibilidad de reducir estos proyectos a hechos o intentos de hechos.

De hecho, el viejo problema del poder social es sencillo. De un tiempo a esta parte, pequeños grupos marcados por una determinada especialidad social (anagráfica, sexual, militar, religiosa, étnica, política, ahora económica o quizá más financiera), al tiempo que rivalizaban entre sí por su cuota de poder real, han estado estrechamente unidos en la defensa del principio estructural según el cual los Pocos dominan a los Muchos aprovechando la mayor parte de las ventajas adaptativas de la vida en asociación. En las fases de relativa abundancia, los pocos han compartido algunas migajas, mientras que en las fases de restricción, los pocos se han limitado a descargar toda la contracción sobre los muchos. Esto es lo que ha ocurrido en los últimos treinta años. A la mayoría se le escapa este primer principio práctico del poder, discuten sobre tal o cual forma mejor de sociedad y de imagen del mundo como si estuvieran autorizados a decidir sobre tal o cual versión, mientras que el problema es precisamente cómo responder a la pregunta fundamental «¿quién decide? No se trata de saber «qué» decidir, eso vendrá después. Lo primero que hay que considerar es el sujeto, el «quién», y la manera, el «cómo».

Lo que parece una transición adaptativa inevitable para nosotros en Occidente tiene el doble carácter de lo mental y lo real, pero para construir lo segundo, el camino político debe encontrarse y compartirse en lo primero. Por lo que respecta a la mente, la nueva era histórica nos exige conocer el cuadro completo: la «dolorosa lista de graves problemas» que hemos mencionado requiere un conocimiento geohistórico.

Nota: Cortesía de Euro-Synergies